Jesse Rosenberg

Miércoles 16 de julio de 2014

Diez días antes de la inauguración

Primera plana del Orphea Chronicle:

LA NOCHE NEGRA: PRIMEROS PAPELES ADJUDICADOS

Hoy deberían concluir las audiciones que han atraído a una cantidad increíble de aspirantes llegados de toda la zona, hecho que les ha resultado muy agradable a los comercios de la ciudad. El primer aspirante que ha tenido el privilegio de entrar en el reparto es ni más ni menos que el famoso crítico Meta Ostrovski, cuya foto incluimos. Según él, se trata de una obra crisálida en la que «aquel a quien todos tenían por oruga resulta ser una señorial mariposa».

Anna, Derek y yo llegamos al Gran Teatro justo antes de que empezase el tercer día de audiciones. La sala aún estaba desierta. En el escenario solo se encontraba Harvey. Al vernos llegar, exclamó:

—¡No tienen derecho a estar aquí!

Ni me tomé la molestia de contestar. Me eché encima de él y lo agarré por el cuello de la camisa.

—¿Qué nos está ocultando, Harvey?

Lo llevé a rastras detrás de los bastidores, en donde no nos vieran.

—En aquella época sabía seguro que era la camioneta de Tennenbaum la que estaba aparcada delante de casa de los Gordon. Pero le echó tierra deliberadamente al testimonio del empleado de la estación de servicio. ¿Qué sabe de este caso?

—¡No diré nada! —vociferó Harvey—. ¿Cómo te atreves a maltratarme así, mono comemierda?

Saqué la pistola y se la clavé en el vientre.

—Jesse, ¿qué haces? —dijo Anna, intranquila.

—A ver, un poco de calma, Leonberg —dijo en plan negociador Harvey—. ¿Qué quieres saber? Te concedo una pregunta.

—Quiero saber qué es La noche negra —dije.

La noche negra es mi obra de teatro —contestó Harvey—. ¿Eres tonto?

La noche negra de 1994 —aclaré—. ¿Qué significa esa jodida «Noche negra»?

—En 1994 también era mi obra. Bueno, no la misma obra. Tuve que volver a escribirla entera por culpa de ese memo de Gordon. Pero conservé el mismo título porque me parecía muy bueno. «La noche negra.» ¿A que tiene gancho?

—No nos tome por idiotas —dije, irritado—. Pasó algo que tenía que ver con La noche negra y usted lo sabe muy bien, porque entonces era jefe de la policía: esas misteriosas pintadas que aparecieron por toda Orphea y, luego, el incendio del futuro Café Athéna y la cuenta atrás que acabó con la muerte de Gordon.

—¡Desvarías, Leonberg! —exclamó Harvey, exasperado—. ¡Todo eso era cosa mía! ¡Era una forma de llamar la atención sobre mi obra! Cuando se crearon esas representaciones, estaba seguro de que La noche negra sería la función que inaugurase el festival. Pensaba que la gente relacionaría esas misteriosas pintadas y el anuncio de mi obra y que así sería mayor el interés general.

—¿Le prendió fuego al futuro Café Athéna? —le preguntó entonces Derek.

—¡Claro que no le prendí fuego! Me llamaron cuando se declaró el incendio y me quedé hasta mediada la noche, hasta que los bomberos consiguieron sofocarlo. Aproveché un momento de distracción general para meterme entre los escombros y escribir La noche negra en la pared. Era una ocasión de oro. En cuanto los bomberos lo vieron, al amanecer, dio mucho que hablar. ¡Y lo de la cuenta atrás no era para la muerte de Gordon, sino para la inauguración del festival, majadero! Estaba convencidísimo de que me iban a poner de cabecera de cartel y que el 30 de julio de 1994 iba a ser la fecha del advenimiento de La noche negra, la obra sensacional del gran Maestro Kirk Harvey.

—¿Así que todo eso no era sino una estúpida campaña publicitaria?

—«Estúpida, estúpida» —dijo muy ofendido Harvey—. ¡No sería tan estúpida cuando pasados veinte años aún me la mencionas, Leonberg!

En ese momento oímos ruido que venía de la sala. Los aspirantes estaban llegando. Aflojé la presión.

—No nos has visto, Kirk —dijo Derek—. De lo contrario, te vas a enterar.

Harvey no contestó. Se remetió los faldones de la camisa y volvió al escenario, mientras nosotros nos esfumábamos por una salida de emergencia.

En la sala empezó el tercer día de audición. El primero en presentarse fue ni más ni menos que Samuel Padalin, que había ido a exorcizar a los fantasmas y a homenajear a su mujer asesinada. Harvey lo seleccionó en el acto so pretexto de que le daba pena.

—Ay, amigo —le dijo Kirk—, si tú supieras: a tu mujer la recogí de la acera hecha unos zorros. ¡Un trocito por aquí y un trocito por allá!

—Sí, ya lo sé —contestó Samuel Padalin—. Yo también estaba.

A continuación, Harvey se quedó pasmado al ver aparecer a Charlotte Brown en el escenario. Lo enterneció verla. Había pensado mucho en ese momento. Le habría gustado mostrarse duro y humillarla delante de todo el mundo, como lo había hecho ella al preferir a Brown. Le habría gustado decirle que no tenía nivel para sumarse al reparto de su obra, pero no fue capaz. Bastaba con una ojeada para calibrar el magnetismo que se desprendía de ella. Era una actriz nata.

—No has cambiado —le dijo por fin.

Ella sonrió:

—Gracias, Kirk. Tú tampoco.

Él se encogió de hombros:

—¡Pfff! ¡Yo me he vuelto un viejo loco! ¿Te apetece volver a las tablas?

—Ya lo creo.

—Contratada —dijo él sencillamente.

Y anotó el nombre en su ficha.

*

El hecho de que Kirk Harvey hubiera organizado aquel montaje de La noche negra de principio a fin nos confirmaba la imagen de iluminado que ya teníamos de él. No había nada que objetar a que se representase su obra y se pusieran en ridículo él y el alcalde Brown.

Brown era el que nos tenía intrigados. ¿Por qué Stephanie había pegado en el guardamuebles una foto suya en la que aparecía pronunciando el discurso de inauguración del festival de 1994?

En el despacho de Anna, repasamos esa parte del vídeo. Lo que decía Brown carecía de interés. ¿Qué más podía haber allí? Derek sugirió que enviásemos la cinta a los expertos de la policía para que intentasen analizar la secuencia. Luego se puso de pie y miró la pizarra magnética. Y borró las palabras La noche negra, puesto que ya no tenían interés para la investigación, dado que se había disipado el misterio.

—No puedo creer que todo eso no sea más que el título de la obra que Harvey quería representar —suspiró Anna—. ¡Cuando pienso en todas las hipótesis que hemos elaborado!

—A veces, la solución la tienes delante de los ojos —dijo Derek, repitiendo la frase profética de Stephanie que nos obsesionaba a los tres.

De repente su rostro cobró un aire pensativo.

—¿Qué se te ha ocurrido? —le pregunté.

Se volvió hacia Anna.

—Anna —le dijo—, ¿te acuerdas de cuando fuimos a ver a Buzz Leonard el jueves pasado y nos dijo que Kirk Harvey había recitado un monólogo que se llamaba Yo, Kirk Harvey?

—Claro.

—Y ¿por qué ese monólogo y no La noche negra?

Era una buena pregunta. En ese momento sonó mi teléfono. Era Marty Connors, el empleado de la estación de servicio.

—Acabo de encontrarlo —me dijo Marty.

—¿A quién? —pregunté.

—Al individuo que investigaba por su cuenta después de los asesinatos. Acabo de ver su foto en el Orphea Chronicle de hoy. Va a trabajar en la obra de teatro. Se llama Meta Ostrovski.

*

En el Gran Teatro, tras unos cuantos vaivenes y algunos ataques de nervios de Kirk Harvey, subieron al escenario Jerry y Dakota Eden al llegarles el turno para la audición.

Harvey miró atentamente a Jerry.

—¿Cómo te llamas y de dónde vienes? —preguntó con tono marcial.

—Jerry Eden, de Nueva York. Ha sido el juez Cooperstin quien…

—¿Has venido desde Nueva York para trabajar en la obra? —lo interrumpió Harvey.

—Necesito pasar tiempo con mi hija Dakota y vivir una experiencia nueva con ella.

—¿Por qué?

—Porque tengo la impresión de haberla perdido y querría recuperarla.

Hubo un silencio. Harvey miró al hombre que tenía delante y determinó:

—Me gusta. El padre queda contratado. A ver lo que da de sí la hija. Colócate a la luz, por favor.

Dakota obedeció y se puso bajo el foco. Harvey tuvo de pronto un sobresalto: desprendía una fuerza extraordinaria. Clavó en él una mirada tan intensa que casi no se podía soportar. Harvey cogió la transcripción de la escena de encima de la mesa y se levantó para llevársela a Dakota, pero ella le dijo:

—No hace falta; llevo por lo menos tres horas oyendo esa escena; ya me la sé.

Cerró los ojos y se quedó así un instante. Todos los demás aspirantes que había en la sala la miraron entregados, impresionados por el magnetismo que desprendía; Harvey, subyugado, no decía nada.

Dakota abrió los ojos y declamó:

Es una mañana lúgubre. Llueve. En una carretera de campo está paralizado el tráfico: se ha formado un atasco gigantesco. Los automovilistas, exasperados, tocan rabiosamente la bocina. Una joven va siguiendo por el arcén la hilera de coches parados. Llega hasta el cordón policial y pregunta al policía que está de guardia.

Luego dio unos cuantos brincos en el escenario, se subió el cuello de un abrigo que no llevaba, sorteó unos charcos imaginarios y se acercó a Harvey trotando como para evitar las gotas de lluvia que caían.

—«¿Qué ocurre?» —preguntó.

Harvey se quedó mirándola y no contestó nada. Ella repitió:

—Diga, agente, ¿qué ocurre aquí?

Harvey volvió en sí y le dio la réplica:

—«Un hombre muerto» —dijo—. «Un accidente de moto. Una tragedia.»

Se quedó un momento mirando a Dakota y luego exclamó con expresión triunfal:

—¡Ya tenemos al octavo y último intérprete! Mañana a primera hora pueden empezar los ensayos.

La sala aplaudió. El alcalde Brown soltó un suspiro de alivio.

—Eres extraordinaria —dijo Kirk a Dakota—. ¿Has ido alguna vez a clases de arte dramático?

—Nunca, señor Harvey.

—¡Vas a interpretar el papel principal!

Seguían mirándose con una intensidad fuera de lo habitual. Y Harvey le preguntó entonces:

—¿Has matado a alguien, hija?

Ella palideció y empezó a temblar.

—¿Cómo…, cómo lo sabe? —tartamudeó presa del pánico.

—Lo llevas escrito en los ojos. Nunca he visto un alma tan oscura. Es fascinante.

Dakota, aterrada, no pudo contener las lágrimas.

—No te preocupes, cariño —le dijo suavemente Harvey—. Vas a ser una estrella impresionante.

*

Eran casi las diez y media de la noche, delante del Café Athéna. Metida en el coche, Anna vigilaba el interior. Ostrovski acababa de pagar la cuenta. En cuanto se puso de pie, ella cogió la radio.

—Ya sale Ostrovski —nos avisó.

Derek y yo, emboscados en la terraza, interceptamos al crítico en cuanto asomó por la puerta.

—Señor Ostrovski —le dije, señalando el coche patrulla aparcado delante de sus narices—, si no tiene inconveniente en acompañarnos, nos gustaría hacerle unas preguntas.

Diez minutos después, Ostrovski estaba en la comisaría, tomándose un café en el despacho de Anna.

—Es cierto —admitió—, fue un caso que me intrigó mucho. Mira que he estado en festivales de teatro, pero el truco de la matanza la noche de la inauguración nunca lo había visto. Como cualquier ser humano algo curioso, sentí deseos de enterarme de los entresijos.

—Según el empleado de la estación de servicio —dijo Derek—, volvió usted a Orphea durante el año que siguió a los asesinatos. Sin embargo, la investigación ya estaba cerrada.

—Por lo que sabía del caso, el asesino, cuya culpabilidad era indudable para la policía, había muerto antes de confesar. Reconozco que en ese momento me desazonó. Sin confesión, yo no me quedaba satisfecho.

Derek me dirigió una mirada cómplice. Ostrovski siguió diciendo:

—Así que, de paso que descansaba en esta zona maravillosa que son los Hamptons, aproveché para venir a Orphea de cuando en cuando. Hice algunas preguntas aquí y allá.

—Y ¿quién le dijo que el empleado de la estación de servicio había visto algo?

—Pura casualidad. Me paré un día a llenar el depósito. Charlamos. Me dijo lo que había visto. Añadió que se lo había contado a la policía, pero que su testimonio no les había parecido pertinente. Y, en mi caso, con el tiempo se me fue pasando la curiosidad.

—Y ¿ya está? —pregunté.

—Ya está, capitán Rosenberg. De verdad que siento mucho no poder ayudar más.

Agradecí a Ostrovski la colaboración y le propuse llevarlo donde quisiera.

—Gracias, capitán, muy amable, pero me apetece andar un poco y disfrutar de esta noche tan hermosa.

Se puso de pie y se despidió. Pero, según salía, se volvió. Y nos dijo:

—Un crítico.

—¿Cómo dice?

—La adivinanza esa de la pizarra —contestó muy ufano Ostrovski—. Llevo un rato mirándola. Y acabo de entenderla: «¿Quién querría escribir, pero no puede escribir?». La respuesta es: un crítico.

Se despidió haciendo un ademán con la cabeza y se fue.

—¡Es él! —les grité entonces a Anna y a Derek, que no reaccionaron enseguida—. ¡El que quería escribir, pero no puede, y estaba en el Gran Teatro la noche de los asesinatos es Ostrovski! ¡Es quien le encargó el libro a Stephanie!

Al poco rato, Ostrovski estaba en la sala de interrogatorios para una charla mucho menos agradable que la anterior.

—¡Lo sabemos todo, Ostrovski! —bramó Derek—. Lleva veinte años poniendo un anuncio cada otoño en las revistas de las facultades de letras de la zona de Nueva York para dar con alguien que pueda escribir una investigación sobre el cuádruple asesinato.

—¿Por qué ese anuncio? —pregunté—. Ahora tiene usted que hablar.

Ostrovski me miró como si se tratase de una obviedad:

—Vamos, capitán… ¿Se imagina a un gran crítico literario rebajándose a escribir una novela policíaca? ¿Se imagina lo que diría la gente?

—¿Dónde está el problema?

—Pues está en que, según el grado de respetabilidad que se concede a los géneros, la primera es la novela incomprensible; luego, la novela intelectual; luego, la novela histórica; luego, la novela a secas. Y, mucho más atrás, inmediatamente antes de la novela rosa, viene la novela policíaca.

—¿Es una broma? —le dijo Derek—. Nos está tomando el pelo, ¿no?

—¡Por todos los demonios, no! ¡No! Ahí es justo donde reside el problema. Desde la noche de los asesinatos, estoy preso en una intriga de novela policíaca genial, pero no puedo escribirla.

*

Orphea, 30 de julio de 1994

La noche de los asesinatos

Tras concluir la representación de Tío Vania, Ostrovski salió de la sala. Dirección aceptable, interpretación buena. Desde el descanso, oía a la gente rebullir en su fila de butacas. Algunos espectadores no habían vuelto para la segunda parte. Comprendió el motivo cuando cruzó el foyer del Gran Teatro, que estaba en plena efervescencia: todo el mundo hablaba de un cuádruple asesinato que acababan de perpetrar.

Desde la escalera del edificio, por encima del nivel de la calle, se fijó en que el flujo continuo del gentío iba en la misma dirección: la del barrio de Penfield. Todo el mundo quería ir a ver qué había sucedido.

El ambiente estaba cargado de electricidad, era frenético; la gente corría, formando un torrente humano que recordó a Ostrovski la marea de ratas de El flautista de Hamelin. En su calidad de crítico, cuando todo el mundo se abalanzaba a alguna parte, ese era precisamente el sitio adonde él no iba. No le gustaba lo que estaba de moda, despotricaba de lo que era popular, aborrecía las corrientes de entusiasmo generalizado. Y, sin embargo, el ambiente lo fascinó y sintió deseos de dejarse arrastrar. Comprendió que era curiosidad. Se metió a su vez en el río humano que bajaba por la calle principal y al que iban a dar los de las calles adyacentes hasta llegar a un barrio residencial tranquilo. Ostrovski, caminando a buen paso, no tardó en llegar a los aledaños de Penfield Crescent. Había coches de policía por todos lados. Los destellos rojos y azules de las luces iluminaban las paredes de las casas. Ostrovski se abrió paso entre el gentío que se agolpaba contra las cintas del cordón policial. El aire de aquella noche tropical era bochornoso. La gente estaba excitada, nerviosa, inquieta, intrigada. Decían que era la casa del alcalde; que lo habían asesinado junto con su mujer y su hijo.

Ostrovski se quedó mucho rato en Penfield Crescent, fascinado por lo que veía; pensó que el auténtico espectáculo no se había representado en el Gran Teatro, sino allí. Pero ¿quién había atacado al alcalde? ¿Por qué? Lo devoraba la curiosidad. Empezó a bosquejar miles de teorías.

Al regresar al Palace del Lago, se fue al bar. Pese a que ya era tarde, estaba demasiado nervioso para dormir. ¿Qué pasaba? ¿Por qué se apasionaba tanto por un simple suceso? De repente, lo entendió; pidió papel y un bolígrafo. Por primera vez en la vida, tenía en la cabeza el argumento de un libro. La intriga era apasionante: mientras una ciudad entera está entregada a la celebración de un festival de teatro, ocurre un espantoso asesinato. Como en un truco de magia, la gente mira a la izquierda, mientras las cosas ocurren a la derecha. Ostrovski llegó incluso a escribir en mayúsculas LA PRESTIDIGITACIÓN. ¡Era el título! El día siguiente a primera hora iría corriendo a la librería local y compraría todas las novelas policíacas que encontrase. Fue entonces cuando frenó en seco de repente, cayendo en la cuenta de la terrible realidad. Si escribía ese libro, todo el mundo diría que se trataba de una novela de un género inferior; una novela policíaca. Su reputación quedaría arruinada.

*

—Así que nunca pude escribir ese libro —nos explicó Ostrovski, veinte años después en la sala de interrogatorios de la comisaría—. Soñaba con él, no se me iba de la cabeza. Quería leer esa historia, pero yo no podía escribirla. Una novela policíaca, no. Era demasiado arriesgado.

—¿Así que quiso contratar a alguien?

—Sí. No podía pedírselo a un escritor consolidado. Imagínese que le hubiese dado por chantajearme con la amenaza de revelar a todo el mundo mi pasión secreta por una intriga policíaca. Pensé que contratar a un estudiante sería menos arriesgado. Y así es como encontré a Stephanie. A la que ya conocía de la Revista, de la que acababa de despedirla ese imbécil de Steven Bergdorf. Stephanie tenía un estilo único, era un talento en estado puro. Aceptó escribir el libro; decía que llevaba años buscando un buen argumento. Era el encuentro perfecto.

—¿Mantenía un contacto regular con Stephanie?

—Al principio, sí. Venía con frecuencia a Nueva York, quedábamos en el café que está cerca de la Revista. Me ponía al día de cómo iba avanzando. A veces, me leía párrafos. Pero también había temporadas en que no daba señales de vida, cuando estaba metida en sus investigaciones. Por eso no me preocupé la semana pasada, cuando no conseguí localizarla. Le había dado carta blanca y treinta mil dólares en efectivo para sus gastos. Le cedía a ella el dinero y la fama, yo solo quería saber el desenlace de la historia.

—¿Porque usted piensa que el culpable no fue Ted Tennenbaum?

—Precisamente. Fui siguiendo de cerca el desarrollo del caso y sabía que, según un testigo, habían visto su camioneta delante de la casa del alcalde. Ahora bien, cuando me la describieron, yo sabía que había visto pasar esa misma camioneta delante del Gran Teatro, la tarde de los asesinatos, un poco antes de las siete. Había llegado con mucho adelanto al Gran Teatro y allí dentro hacía un calor espantoso. Salí a fumar un cigarrillo. Para evitar a tanta gente, me fui a una bocacalle que no tiene salida en la que está la entrada de artistas. Fue entonces cuando vi pasar ese vehículo negro que me llamó la atención porque tenía un dibujo muy raro en la ventanilla trasera. La camioneta de Tennenbaum de la que todo el mundo iba a hablar luego.

—Pero ¿ese día vio a quien conducía la camioneta y no era Ted Tennenbaum?

—Exacto —dijo Ostrovski.

—Entonces, ¿quién iba al volante, señor Ostrovski? —preguntó Derek.

—Era Charlotte Brown, la mujer del alcalde —contestó—. Era ella quien conducía la camioneta de Ted Tennenbaum.

La desaparición de Stephanie Mailer
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