Derek Scott
Lunes 22 de agosto de 1994. Tres semanas después del cuádruple asesinato.
Jesse y yo íbamos camino de Hicksville, una ciudad de Long Island, entre Nueva York y Orphea. La mujer que nos había llamado estaba empleada en una sucursal pequeña del Bank of Long Island.
—Nos ha citado en un café del centro —le expliqué a Jesse en el coche—. Su jefe no está enterado de que nos ha llamado.
—Pero ¿tiene que ver con el alcalde Gordon?
—Por lo visto.
Pese a que era muy temprano, Jesse iba comiendo un sándwich caliente de carne con una salsa marrón que olía de maravilla.
—¿Quieresh un poco? —me preguntó Jesse entre dos bocados alargándome el tentempié—. Eshtá riquíshimo.
Le di un mordisco al pan. Pocas veces había comido algo tan exquisito.
—Es por la salsa, que está increíble. No sé cómo la hace Natasha. La llamo la salsa Natasha.
—¿Cómo? ¿Natasha te ha hecho un sándwich esta mañana antes de que salieras?
—Sí —me contestó Jesse—. Se ha levantado a las cuatro de la mañana para ensayar platos para el restaurante. Darla irá por casa dentro de un rato. El problema ha sido elegir. Tortitas, gofres, ensaladilla rusa. Había para dar de comer a un regimiento. Le he sugerido que sirva estos sándwiches en La Pequeña Rusia. La gente se los va a quitar de las manos.
—Y con muchas patatas fritas —dije viéndome ya allí—. Nunca hay suficiente guarnición de patatas fritas.
La empleada del Bank of Long Island se llamaba Macy Warwick. Nos estaba esperando en un café vacío, revolviendo nerviosamente el capuchino con una cucharilla.
—Estuve en los Hamptons el fin de semana pasado y vi en un periódico la foto de esa familia a la que han asesinado. Me daba la impresión de que conocía al hombre y luego me di cuenta de que era un cliente del banco.
Había llevado un archivador de cartón con documentación bancaria y lo empujó hacia nosotros. Entonces siguió diciendo:
—Me ha hecho falta cierto tiempo para dar con su nombre. No me llevé el periódico y no se me había quedado el apellido. Tuve que ir marcha atrás en el sistema informático del banco para localizar las operaciones. Estos últimos meses venía incluso varias veces por semana.
Mientras la escuchábamos, Jesse y yo miramos los extractos de las cuentas que Macy Warwick había traído. En todas las ocasiones se trataba de un ingreso de veinte mil dólares en efectivo que metía en una cuenta abierta en el Bank of Long Island.
—¿Joseph Gordon venía a esta sucursal varias veces por semana para ingresar veinte mil dólares?
—Sí —asintió Macy—. Veinte mil dólares es el ingreso máximo que un cliente no tiene que justificar.
Al estudiar los documentos, descubrimos que ese comportamiento había comenzado el mes de marzo anterior.
—Así que, si lo estoy entendiendo bien —dije—, nunca le han tenido que pedir al señor Gordon que justificase ese dinero.
—No. Y, además, a mi jefe no le gusta que se le hagan a la gente demasiadas preguntas. Dice que, si los clientes no vienen aquí, se irán a otro sitio. Por lo visto, la dirección del banco está pensando en cerrar sucursales.
—¿Así que el dinero sigue en esa cuenta de su banco?
—En nuestro banco, por así decirlo. Pero me he permitido mirar a qué correspondía la cuenta en que se ingresaba el dinero: era una cuenta diferente, también del señor Gordon, pero abierta en nuestra sucursal de Bozeman, en Montana.
Jesse y yo nos quedamos de una pieza. En los documentos bancarios encontrados en casa de Gordon no aparecían más que sus cuentas personales abiertas en un banco de los Hamptons. ¿Qué era esa cuenta secreta abierta en Bozeman, en lo más remoto de Montana?
Nos pusimos en contacto inmediatamente con la policía estatal de Montana para obtener más información. Y lo que descubrieron justificó que Jesse y yo tomásemos un vuelo para el Yellowstone Bozeman Airport, con escala en Chicago, provistos de sándwiches con salsa Natasha para amenizar el viaje.
Joseph Gordon tenía alquilada una casita en Bozeman desde el mes de abril, lo que pudo determinarse por los reintegros de su misteriosa cuenta bancaria abierta en Montana hechos en el cajero automático. Localizamos al agente inmobiliario que nos llevó a una casucha birriosa de madera, de planta baja, en la esquina de dos calles.
—Sí, en efecto, es él, Joseph Gordon —nos aseguró el agente inmobiliario cuando le enseñamos una foto del alcalde—. Ha venido una vez a Bozeman. En abril. Estaba solo. Vino por carretera desde el estado de Nueva York. Traía el coche lleno de cajas de cartón. Antes incluso de ver la casa me confirmó que se quedaba con ella. «Por ese precio, no puedo negarme», me dijo.
—¿Está seguro de que este es el hombre al que vio? —pregunté.
—Sí. No me inspiraba confianza, así que le saqué una foto con discreción para quedarme con su cara y con su matrícula, por si las moscas. ¡Miren!
El agente inmobiliario sacó de la documentación una foto en la que se veía con claridad al alcalde Gordon descargando cajas de cartón de un descapotable azul.
—¿Le explicó por qué quería venirse a vivir aquí?
—La verdad es que no, pero acabó por decir más o menos: «No es que el sitio sea muy bonito que digamos, pero aquí por lo menos no vendrá nadie a buscarme».
—Y ¿cuándo tenía que llegar?
—Tenía la casa alquilada desde abril, pero no sabía con exactitud cuándo iba a venir para quedarse. A mí me importaba un bledo; mientras el alquiler se pague, lo demás no es cosa mía.
—¿Puedo quedarme con esta foto para añadirla al expediente? —le pregunté también al agente inmobiliario.
—Faltaría más, sargento.
Cuenta bancaria abierta en marzo, casa alquilada en abril: el alcalde Gordon había planificado su huida. La tarde de su muerte estaba, en efecto, a punto de irse de Orphea con su familia. Seguía habiendo una pregunta pendiente: ¿cómo lo sabía el asesino?
También había que entender de dónde venía ese dinero. Porque ahora era evidente desde nuestro punto de vista que había una relación entre su muerte y esas cantidades enormes de dinero que había transferido a Montana: casi quinientos mil dólares en total.
Nuestro primer reflejo fue comprobar si ese dinero podía establecer un nexo entre Ted Tennenbaum y el alcalde Gordon. Tuvimos que recurrir a nuestras mejores dotes persuasivas para que el mayor accediera a pedirle una orden al sustituto del fiscal y pudiéramos consultar los datos bancarios de Tennenbaum.
—Ya sabéis —nos avisó el mayor— que, con un abogado como Starr, si volvéis a meter la pata, acabaréis en una comisión disciplinaria, o incluso delante de un juez, por acoso. Y eso, permitidme que os diga, sería el final de vuestras carreras.
Lo sabíamos perfectamente. Pero no podíamos por menos de constatar que el alcalde había empezado a recibir esas cantidades misteriosas al empezar las obras de restauración del Café Athéna. ¿Y si el alcalde Gordon había decidido extorsionar a Tennenbaum a cambio de no detener las obras y permitirle que abriera el negocio a tiempo para el festival?
El sustituto del fiscal, tras oír nuestros argumentos, opinó que nuestra teoría era lo bastante convincente para firmarnos una orden. Y así fue como descubrimos que, entre febrero y julio de 1994, Ted Tennenbaum había sacado quinientos mil dólares de una cuenta, heredada de su padre, de un banco de Manhattan.