Derek Scott

Mediados de septiembre de 1994. Mes y medio después del cuádruple asesinato y un mes antes de la tragedia que iba a ocurrirnos a Jesse y a mí.

Teníamos a Ted Tennenbaum entre la espada y la pared.

La misma tarde del interrogatorio del cabo Ziggy, que nos confesó que le había vendido a Tennenbaum una Beretta con el número de serie limado, fuimos a Orphea a detenerlo. Para asegurarnos de que no se escabullera, intervinimos con dos equipos de la policía estatal: el primero, a las órdenes de Jesse, para ir a su casa; y el segundo, bajo mi mando, al Café Athéna. Pero fue un fracaso: Tennenbaum no estaba en casa. Y el gerente del restaurante no lo había visto desde el día anterior.

—Se ha ido de vacaciones —nos dijo.

—¿De vacaciones? —exclamé, extrañado—. ¿Dónde?

—No lo sé. Se ha tomado unos días de permiso. En principio, vuelve el lunes.

El registro de la casa de Tennenbaum no arrojó resultados. El de su despacho del Café Athéna, tampoco. No podíamos esperar sentados a que se decidiera a volver a Orphea. Por lo que sabíamos, no había cogido ningún avión o, al menos, no con su verdadera identidad. Las personas de su entorno no lo habían visto. Y su camioneta no estaba. Pusimos en marcha un ambicioso plan de búsqueda: enviamos su descripción y sus datos a los aeropuertos y a las fronteras; y su matrícula, a todas las policías del país. Repartimos su foto por todos los comercios de la zona de Orphea y en muchas estaciones de servicio del estado de Nueva York.

Jesse y yo nos turnábamos en nuestro despacho del centro regional de la policía estatal, que era el centro de operaciones, y en Orphea, en donde dormíamos en el coche, de plantón delante de la casa de Tennenbaum. Estábamos convencidos de que se escondía en la zona; se la conocía a fondo y disponía de muchos apoyos. Nos autorizaron incluso a pinchar la línea telefónica de su hermana, Sylvia Tennenbaum, que vivía en Manhattan, y también la del restaurante. Pero fue todo inútil. Pasadas tres semanas, se suspendieron las escuchas por razones de presupuesto. Los policías que nos había cedido el mayor para ayudarnos se incorporaron a misiones más urgentes.

—¿Más urgentes que detener a un asesino cuádruple? —protesté ante el mayor McKenna.

—Derek —me contestó—, te he proporcionado medios ilimitados durante tres semanas. Ya sabes que esta historia puede durar meses. Tenemos que ser pacientes; al final lo cogeremos.

Ted Tennenbaum se nos había escurrido de los dedos y se nos estaba escapando. Jesse y yo casi ni dormíamos ya; queríamos encontrarlo y detenerlo para poder cerrar el caso.

Mientras nuestra investigación se empantanaba, las obras de La Pequeña Rusia iban viento en popa. Darla y Natasha calculaban que quizá podrían abrir a finales de año.

Pero, desde hacía poco, habían aparecido tensiones entre ellas. Empezaron con un artículo publicado en un periódico de Queens. A los vecinos del barrio los tenía muy intrigados el rótulo del restaurante y los transeúntes que habían acudido a hacer preguntas se habían quedado encantados con las dos propietarias. Al poco tiempo, todo el mundo hablaba de La Pequeña Rusia. El asunto interesó a un periodista que quiso escribir un artículo. Se presentó con un fotógrafo que tomó unas cuantas instantáneas, en una de las cuales salían juntas Natasha y Darla, delante del rótulo. Pero, cuando apareció el artículo, unos días después, descubrieron, disgustadas, que venía acompañado solo de una foto de Natasha con un delantal con el logo del restaurante; su pie decía: «Natasha Darrinski, propietaria de LA PEQUEÑA RUSIA».

Aunque Natasha no había participado en él, a Darla le molestó muchísimo aquel episodio que dejaba claro cómo Natasha fascinaba a la gente. Cuando estaba en una habitación, solo se la veía a ella.

Aunque hasta entonces todo había ido de maravilla, aquello fue el principio de unas tremendas desavenencias. Darla no podía por menos de decir:

—De todos modos, Natasha, haremos lo que tú quieras. ¡Todas las decisiones las tomas tú, señora propietaria!

—Darla, ¿hasta cuándo voy a tener que seguir disculpándome por el puñetero artículo? No tuve la culpa de nada. Ni siquiera quería que lo escribieran, decía que valía más esperar a que abriese el restaurante, que sería una buena publicidad.

—Bueno, ¿así que ahora la culpa ha sido mía?

—No he dicho eso, Darla.

Por las noches, cuando nos reuníamos con una o con otra, las encontrábamos desmoralizadas y apagadas. Jesse y yo nos dábamos cuenta claramente de que La Pequeña Rusia estaba haciendo agua.

Darla no quería un proyecto en donde Natasha la eclipsase.

Y a Natasha la hacía sufrir ser Natasha, la chica que, a su pesar, se llevaba todas las miradas.

Era una verdadera lástima. Lo tenían todo para sacar adelante con éxito aquel maravilloso proyecto con el que llevaban soñando casi diez años y por el que tanto se habían esforzado. Tantas horas trabajando en el Blue Lagoon, ahorrando para el proyecto cada dólar que ganaban; aquellos años dedicados a crear un sitio a su imagen y semejanza; todo eso se iba a pique.

Jesse y yo no queríamos, de ninguna manera, meternos en nada. El último rato que habíamos pasado los cuatro juntos había sido un desastre. Reunidos en la cocina de Natasha para probar los platos que, por fin, habían escogido para la carta de La Pequeña Rusia, metí la pata hasta el fondo. Al volver a probar aquel famoso sándwich de rosbif condimentado con una salsa tan particular, lo elogié, extasiado, y tuve la desdicha de hablar de «la salsa Natasha». Darla montó en el acto un número.

—¿«La salsa Natasha»? Entonces, ¿se va a llamar así? Y ¿por qué no volvemos a bautizar el restaurante y lo llamamos Casa Natasha?

—No es la salsa Natasha —intentó tranquilizarla esta—. El restaurante es de las dos y lo sabes muy bien.

—¡No, no lo sé muy bien, Natasha! Porque, más que nada, tengo la impresión de ser solo una empleada a tus órdenes, señora marimandona.

Y se fue dando un portazo.

Así que cuando, pocas semanas después, nos propusieron que las acompañásemos para elegir la tipografía de los menús del restaurante, Jesse y yo no aceptamos el ofrecimiento. No sé si querían de verdad que opinásemos o, sencillamente, que hiciéramos de conciliadores, pero ni Jesse ni yo teníamos intención de meternos en nada.

Fue el jueves 13 de octubre de 1994. El día en que todo dio un vuelco.

A primera hora de la tarde, Jesse y yo estábamos en nuestro despacho, tomando unos bocadillos, cuando sonó el teléfono de Jesse. Era Natasha, llorando. Llamaba desde una tienda de caza y pesca de Long Island.

—Darla y yo nos hemos peleado en el coche cuando íbamos a la imprenta —le explicó—. Se ha parado de repente en el arcén y me ha echado del coche. Me he dejado dentro el bolso y estoy perdida y sin dinero.

Jesse le dijo que no se moviera, que iba a buscarla. Decidí acompañarlo. Rescatamos a la pobre Natasha hecha un mar de lágrimas.

No coincidimos por poco con Darla, que había dado media vuelta para ir a buscar a su amiga; se odiaba a sí misma por lo que acababa de hacer y estaba dispuesta a lo que fuera para que la perdonase. Como no encontró a Natasha, se detuvo en la tienda de caza y pesca, situada al borde de aquella carretera desierta. El dueño le indicó que, en efecto, había visto a una joven llorando, que le había prestado el teléfono y que dos hombres habían ido a buscarla.

—Acaban de irse —dijo—; no hace ni un minuto.

Creo que, sin esa diferencia de pocos instantes, Darla nos habría encontrado en la tienda de caza y pesca y todo habría sido diferente.

Íbamos de camino para llevar a Natasha a su casa, cuando, de pronto, nuestra radio empezó a zumbar. Habían localizado a Ted Tennenbaum en una estación de servicio que caía muy cerca.

Cogí el micrófono de la radio y respondí a la central. Jesse agarró la baliza luminosa y la colocó encima del coche antes de poner en marcha la sirena.

La desaparición de Stephanie Mailer
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