Jerry Eden
En el verano de 1994, yo era el joven director de una emisora de radio de Nueva York, me ganaba la vida modestamente y acababa de casarme con Cynthia, mi amor del instituto, la única chica que ha creído en mí.
Había que vernos en aquellos tiempos, con aquellas pintas. Estábamos enamorados, acabábamos de cumplir los treinta y éramos libres como el aire. Mi posesión más preciada era un Corvette de segunda mano con el que nos tirábamos los fines de semana viendo mundo, yendo de una ciudad a otra, alojándonos en moteles o en pensiones.
Cynthia trabajaba en la administración de un teatro pequeño. Tenía todos los contactos que merecían la pena y nos pasábamos la semana yendo a ver representaciones en Broadway sin gastar ni un dólar. Era una vida con pocos recursos económicos, pero lo que teníamos nos bastaba de sobra. Éramos felices.
1994 fue el año en que nos casamos. La boda se celebró en el mes de enero y decidimos dejar la luna de miel para cuando hiciera bueno; dado nuestro reducido presupuesto, escogimos destinos que estuvieran a tiro de Corvette. Fue Cynthia quien oyó hablar del recientísimo festival de teatro de Orphea. En los ambientes artísticos se hablaba muy bien de él y se esperaba que asistieran periodistas famosos, señal de calidad. Por mi parte, localicé una casa de huéspedes encantadora, una cabaña rodeada de hortensias y a dos pasos del mar, y no me cupo duda de que los diez días que íbamos a pasar en ella serían inolvidables. Lo fueron en todos los aspectos. Al regresar a Nueva York, Cynthia se dio cuenta de que estaba embarazada. En abril de 1995, nació nuestra única hija, nuestra querida Dakota.
Sin pretender menoscabar la dicha que supuso la llegada de Dakota, no estoy muy seguro de que tuviéramos previsto tener hijos tan pronto. Los meses siguientes fueron como los de todos los padres jóvenes cuyo retoño les pone la existencia patas arriba; ahora nuestra vida era múltiplo de tres en un mundo en el que hasta ese momento nos habíamos movido en un Corvette de dos plazas. Hubo que vender el coche para comprar otro mayor, cambiar de piso para tener una habitación más y cargar con el coste de pañales, ropita, toallitas, esponjitas, sillita y demás «itas». En resumen, eso era lo que había.
Para rizar el rizo, a Cynthia la despidieron del teatro cuando regresó del permiso de maternidad. En cuanto a mí, la emisora de radio la compró un gran grupo y, tras oír todo tipo de rumores de reestructuración y haber temido por mi puesto de trabajo, no me quedó más remedio que aceptar por el mismo sueldo mucho menos tiempo en antena y mucha más tarea administrativa y más responsabilidades. Nuestras semanas se convirtieron en una auténtica carrera contrarreloj: el trabajo, la familia, Cynthia que buscaba empleo y no sabía qué hacer con Dakota, yo que volvía agotado por las noches… Nuestra pareja pasó una prueba muy dura. Así que, al llegar el verano, propuse que fuéramos a pasar unos días, a finales de julio, a nuestra modesta pensión de Orphea, para recobrar la convivencia. Y también esta vez funcionó el milagro de Orphea.
Eso mismo fue ocurriendo durante los años siguientes. Ocurriera lo que ocurriese en la efervescencia de Nueva York, nos impusiera lo que nos impusiese la vida cotidiana, Orphea lo arreglaba todo.
Cynthia había encontrado trabajo en Nueva Jersey, a una hora de tren. Se pasaba tres horas diarias en transporte público y teníamos que hacer juegos malabares con las agendas y los calendarios, llevar a la niña a la guardería primero, y al colegio más adelante, hacer la compra, asistir a reuniones, dar la talla en todas partes, en el trabajo y en casa, de sol a sol y todos los días de Dios. Estábamos con los nervios a flor de piel, había días en que apenas si nos cruzábamos. Pero una vez al año, gracias al ciclo reparador, todas esas tensiones, esas incomprensiones, ese estrés y esas carreras dejaban de existir en cuanto llegábamos a Orphea. La ciudad era una catarsis. El aire parecía más limpio; el cielo, más hermoso; la vida, más tranquila. La dueña de la pensión, que tenía hijos ya crecidos, atendía muy bien a Dakota y siempre estaba dispuesta a quedarse con ella si queríamos asistir a algunas funciones del festival.
Al final de la estancia, nos volvíamos a Nueva York felices, descansados, serenos. Dispuestos a reanudar el curso de la vida.
*
Nunca fui muy ambicioso y creo que no habría logrado la carrera profesional ascendente que he tenido de no ser por Cynthia y Dakota. Pues, con el correr de los años, a fuerza de volver a Orphea y de sentirme tan a gusto allí, me entraron ganas de darles más cosas. Empecé a querer algo más que la casa de huéspedes, a querer pasar más de una semana en los Hamptons. Quería que Cynthia pudiera dejar de pasar tres horas diarias en el transporte público para casi no llegar a fin de mes, quería que Dakota pudiera ir a una escuela privada y disfrutar de las ventajas de la mejor educación posible. Por ellas empecé a trabajar con mayor ahínco, a pensar en ascensos, a pedir subidas de sueldo. Por ellas acepté dejar el trabajo en antena y tener más responsabilidades y puestos que me interesaban menos, pero en los que me pagaban más. Y comencé a ascender peldaños aprovechando todas las oportunidades que se me presentaban, llegando al trabajo el primero y yéndome el último. En tres años, pasé de director de la emisora de radio a responsable del desarrollo de las series televisivas del conjunto de las cadenas del grupo.
Empecé a ganar el doble, y el triple; también creció nuestra calidad de vida. Cynthia pudo dejar de trabajar para disfrutar de Dakota, que todavía era muy pequeña. Dedicó parte de su tiempo a colaborar de voluntaria en un teatro. Las vacaciones en Orphea se alargaron; duraron tres semanas, luego un mes entero, luego todo el verano, en una casa de alquiler cada vez mayor y más suntuosa, con una asistenta una vez por semana, luego dos veces por semana, luego a diario, que llevaba la casa, hacía las camas, nos preparaba la comida y recogía todo lo que dejábamos por ahí rodando.
La buena vida. Y algo diferente de lo que me había imaginado: en la época de la semana de vacaciones en la pensión, me desconectaba por completo del trabajo. Con mis nuevas responsabilidades, no podía tomarme más de unos pocos días seguidos; mientras Cynthia y Dakota disfrutaban de dos meses junto a la piscina sin tener que preocuparse de nada, yo volvía a Nueva York a intervalos regulares para llevar los temas cotidianos y tramitar los asuntos pendientes. Cynthia lamentaba que no pudiera quedarme más tiempo, pero todo iba bien pese a todo. ¿De qué podíamos quejarnos?
Seguí ascendiendo. Quizá incluso a mi pesar, ya no lo sé. Mi sueldo, que ya me parecía astronómico, crecía al mismo ritmo que mi carga de trabajo. Los grupos de medios de comunicación seguían comprándose entre sí para formar poderosísimos conglomerados de empresas. Me veía de pronto en un despacho enorme de un rascacielos de cristal, podía calibrar mis logros profesionales por las mudanzas a despachos cada vez mayores y cada vez más altos. Mi remuneración corría pareja con mi ascenso de piso en piso. Mis ganancias se multiplicaron por diez y por cien. De director de una modesta emisora de radio pasé, en diez años, a director general de Channel 14, la cadena de televisión más vista y más rentable del país, que dirigía desde el piso 53 de la torre de cristal, el más alto, con un sueldo de nueve millones de dólares al año, incluidas las bonificaciones. O sea setecientos cincuenta mil dólares al mes. Ganaba más dinero del que nunca podría gastar.
Todo cuanto quería darles a Cynthia y a Dakota pude dárselo. Ropa cara, coches deportivos, un piso fabuloso, escuela privada, vacaciones de ensueño. Si el invierno de Nueva York nos ponía mustios, nos íbamos en avión privado a pasar una semana revitalizadora a la isla de San Bartolomé. En cuanto a Orphea, construí, pagando una cantidad desorbitada, la casa de nuestros sueños a orillas del océano y la bauticé, poniendo mi apellido en el portón con letras de hierro forjado, EL JARDÍN DE EDEN.
Todo se había vuelto tan sencillo, tan fácil. Tan extraordinario. Pero tenía un precio, y no solo pecuniario: implicaba que me entregase aún más a mi trabajo. Cuanto más quería darles a mis dos mujeres adoradas, más tenía que darle a Channel 14, en tiempo, en energía y en concentración.
Cynthia y Dakota pasaban todos los veranos y todos los fines de semana de primavera y otoño en nuestra casa de los Hamptons. Yo iba a reunirme con ellas siempre que podía. Me monté un despacho para poder ocuparme de los asuntos rutinarios e incluso organizar reuniones telefónicas.
Pero, cuanto más fácil parecía nuestra existencia, más complicada se volvía. Cynthia quería que le dedicase más tiempo al matrimonio y a la familia y que no estuviera siempre pensando en el trabajo, pero, sin ese trabajo, no podía haber casa. Era la pescadilla que se muerde la cola. Nuestras vacaciones eran una alternancia de reproches y de peleas:
—¿De qué sirve que vengas, si te encierras en el despacho?
—Pero si estamos juntos…
—No, Jerry, estás aquí, pero estás ausente.
Y más de lo mismo en la playa o en el restaurante. A veces, cuando salía a correr, iba hasta la antigua casa de huéspedes, que había cerrado al morir la dueña. Miraba aquella bonita cabaña y soñaba con lo que habían sido nuestras vacaciones, tan modestas, tan cortas, pero tan maravillosas. Cuánto me habría gustado volver a aquella época. Pero ya no sabía cómo.
Si me lo preguntan, diré que todo lo hice por mi mujer y por mi hija.
Si se lo preguntan a Cynthia o a Dakota, dirán que lo hice por mí, por mi ego, por mi obsesión por el trabajo.
Pero da igual de quién sea la culpa; con el correr de los años, la magia de Orphea dejó de funcionar. Nuestra pareja, nuestra familia no conseguía ya remediarse, volverse a unir en las temporadas que pasábamos allí. Al contrario, nos destrozaban más.
Y luego todo dio un vuelco.
Sucedieron los acontecimientos de la primavera de 2013, que nos obligaron a desprendernos de la casa de Orphea.