Jesse Rosenberg

Martes 29 de julio de 2014

Tres días después de la inauguración

El caso había dado un giro copernicano.

Resultaba que el arma del crimen de 1994, que no encontramos entonces, volvía a aparecer. Y esa misma arma, utilizada para asesinar a la familia Gordon y a Meghan Padalin, era la que habían usado ahora para silenciar a Dakota. Eso quería decir que Stephanie estaba en lo cierto desde el primer momento: Ted Tennenbaum no había asesinado ni a la familia Gordon, ni a Meghan Padalin.

Esa mañana, el mayor nos convocó a Derek y a mí en el centro regional de la policía estatal, en presencia del ayudante del fiscal.

—Voy a tener que comunicar a Sylvia Tennenbaum la situación —nos dijo—. La fiscalía va a abrir un procedimiento. Quería avisaros.

—Gracias, mayor —dije—. Nos hacemos cargo.

—Sylvia Tennenbaum no solo podría demandar a la policía —explicó el ayudante del fiscal—, sino también a vosotros.

—Fuera o no culpable de un cuádruple asesinato, Ted Tennenbaum huyó de la policía. Nada de cuanto ocurrió habría sucedido si hubiese obedecido.

—Pero Derek chocó aposta con su vehículo y lo hizo caer del puente —dijo, en tono de censura, el ayudante del fiscal.

—¡Estábamos intentando detenerlo! —dijo Derek, molesto.

—Había otros medios —objetó el ayudante del fiscal.

—¿Ah, sí? —se irritó Derek—. ¿Cuáles? Me parece usted muy versado en persecuciones.

—No estamos aquí para reprocharos nada —aseguró el mayor—. He repasado el expediente: todo apuntaba a Ted Tennenbaum. Teníamos la camioneta de Tennenbaum en el lugar del crimen poco antes de los asesinatos, el móvil del chantaje del alcalde, corroborado por las operaciones bancarias, la adquisición de Tennenbaum del mismo tipo de arma usada para los asesinatos y el hecho de que era un tirador experto. ¡Solo podía ser él!

—Y, sin embargo —suspiré—, todas esas pruebas se fueron al traste después.

—Ya lo sé, Jesse —se lamentó el mayor—. Pero cualquiera las habría dado por buenas. No tenéis culpa de nada. Por desgracia, me temo que Sylvia Tennenbaum no se contentará con esa explicación y pondrá en marcha todos los procedimientos posibles para conseguir una reparación.

Para nuestra investigación, en cambio, significaba, además, que el círculo se estaba cerrando. En 1994, el asesino de Meghan Padalin había eliminado también a los Gordon, los desafortunados testigos. Debido a que Derek y yo habíamos seguido la pista equivocada de los Gordon, el verdadero asesino había podido dormir en paz durante veinte años. Hasta que Stephanie reanudó la investigación, a instancias de Ostrovski, a quien nunca le había cabido ninguna duda, ya que había visto que no era Tennenbaum quien conducía su camioneta. Ahora que todas las pistas apuntaban a él, eliminaba a cuantos pudieran desenmascararlo. Empezó con los Gordon; luego eliminó a Stephanie, después a Cody y, a continuación, había querido silenciar a Dakota. El asesino se encontraba aquí, ante nuestros ojos, al alcance de la mano. Teníamos que actuar con inteligencia y rapidez.

Tras concluir la entrevista con el mayor McKenna, aprovechamos que estábamos en el centro regional de la policía estatal para dar un rodeo por el despacho del doctor Ranjit Singh, el forense, que era también experto en perfiles criminales. Había examinado el expediente del caso para ayudarnos a acotar mejor la personalidad del asesino.

—He podido estudiar con minuciosidad los diferentes datos de la investigación —nos dijo el doctor Singh—. De entrada, creo que os las tenéis que ver con un individuo del sexo masculino. En primer lugar, por razones estadísticas, porque se considera que la probabilidad de que una mujer mate a otra mujer es solo de un dos por ciento. Pero, en nuestro caso, existen también elementos más concretos: el aspecto impulsivo, la puerta rota en casa de los Gordon y, luego, esa familia asesinada sin escrúpulos. Además, Stephanie Mailer, ahogada en el lago, y Cody Illinois, a quien le rompieron la cabeza con mucha brutalidad. Hay una forma de violencia masculina. Por lo demás, he visto en el expediente de entonces que mis colegas se inclinaban también por un hombre.

—¿Así que no puede ser una mujer? —pregunté.

—No puedo descartar nada, capitán —me contestó el doctor Singh—. Se han dado casos en que, tras perfiles de tipo masculino, se ocultaba, de hecho, una culpable. Pero mi impresión, en este expediente, me lleva a inclinarme por un hombre. Por lo demás, parece un caso interesante. No se trata de un perfil corriente. En general, quienes matan tantas veces son psicópatas o asesinos reincidentes. Pero, si fuera un psicópata, no habría motivos racionales. Ahora bien, en este caso, de lo que se trata es de matar por razones muy claras; de impedir que aparezca la verdad. Tampoco estamos, casi seguro, ante un asesino reincidente, porque, cuando quiere matar a Meghan Padalin, falla en el primer intento. Por tanto, está nervioso. Por fin le dispara varias balas y, luego, otra en la cabeza. No es un maestro, se descontrola. Y, cuando se da cuenta de que puede que los Gordon lo hayan visto, se carga a todo el mundo. Rompe la puerta, aunque esté abierta, y dispara a bocajarro.

—Pese a todo, es un buen tirador —especificó Derek.

—Sí, un tirador experto, desde luego. Yo creo que se trata de alguien que quizá se entrenó para esa ocasión. Es meticuloso. Pero pierde los papeles cuando pasa a la acción. Así que no mata a sangre fría, sino que parece una persona que mata a su pesar.

—¿A su pesar? —dije, extrañado.

—Sí, alguien que nunca había pensado en matar o que, socialmente, rechaza el asesinato, pero que tuvo que decidirse a asesinar, tal vez para proteger su reputación, su estatus o para evitar ir a la cárcel.

—Pero, sin embargo —intervino Anna—, debe poder disponer de un arma, o buscarla, ejercitarse para disparar; hay toda una preparación detrás.

—No he dicho que no hubiera premeditación —matizó el doctor Singh—. Digo que el asesino tenía que matar a Meghan a toda costa. No por dinero, como en el caso de un robo. A lo mejor, sabía algo acerca de él y tenía que acallarla. En cuanto a la elección de la pistola, parece el arma idónea por excelencia para alguien que no sabe cómo matar. Constituye una elección para matar a distancia, una garantía de que lo logrará. Un solo disparo y todo ha concluido ya. Un cuchillo no permitiría algo así, a menos que se degüelle a la víctima, pero este asesino no sería capaz. Es algo que se comprueba con frecuencia en los suicidios: muchas personas opinan que resulta más fácil recurrir a un arma de fuego que cortarse las venas, que tirarse desde el tejado de un edificio o incluso que tomarse unas pastillas que no sabes muy bien qué efecto te van a hacer.

Entonces Derek preguntó:

—Si es la misma persona la que mató a los Gordon, a Meghan Padalin, a Stephanie y a Cody y la que ha intentado también asesinar a Dakota Eden, ¿por qué ha usado un arma diferente con Stephanie y Cody?

—Porque el asesino se ha estado esforzando hasta ahora en enredar las pistas —explicó el doctor Singh, que parecía muy seguro de sí—. Quiso que no se pudiera establecer una relación con los asesinatos de 1994. En especial después de haber tenido engañado a todo el mundo durante veinte años. Lo repito, yo opino que tenéis que véroslas con alguien a quien no le gusta matar. Ha matado ya seis veces, porque se ha visto sumido en una espiral, pero no es un asesino que mata a sangre fría, no estamos ante un asesino en serie, sino ante un individuo que intenta salvar el pellejo a costa del de los demás. Un asesino a su pesar.

—Pero, si mata a su pesar, entonces, ¿por qué no huyó lejos de Orphea?

—Se trata de una alternativa que va a considerar en cuanto pueda. Ha vivido veinte años creyendo que nadie iba a descubrir su secreto. Bajó la guardia. Esa es quizá la razón por la que se ha arriesgado tanto hasta ahora para ocultar su identidad. Va a intentar ganar tiempo e irse de la zona de forma definitiva sin despertar sospechas. Un trabajo nuevo, o un pariente enfermo. Tenéis que daros prisa. Os enfrentáis a un hombre inteligente y meticuloso. La única pista que puede conduciros a él es descubrir quién tenía una buena razón para matar a Meghan Padalin en 1994.

«¿Quién tenía una buena razón para matar a Meghan Padalin?», apuntó Derek en la pizarra magnética de la sala de archivos del Orphea Chronicle, que se había convertido en el único sitio en donde contábamos con suficiente tranquilidad para seguir adelante con la caza y en donde Anna se nos había unido. Estaban en la habitación con nosotros Kirk Harvey —sus deducciones de 1994 permitían pensar que era un policía con mucho olfato— y Michael Bird, que no escatimaba horas para ayudarnos a investigar y nos prestaba, por eso, una valiosa ayuda.

Repasamos juntos los datos de la investigación.

—Así que Ted Tennenbaum no es el asesino —dijo Anna—, pero yo creía que teníais la prueba de que había conseguido el arma del crimen en 1994.

—El arma procedía de una remesa robada al ejército y la vendió bajo cuerda un militar corrupto en un bar de Ridgesport —explicó Derek—. En teoría, se podría suponer que, en el mismo intervalo de tiempo, Ted Tennenbaum y el asesino consiguieron los dos un arma en el mismo sitio. Parece probable que se trataba de una red que por entonces conocía todo aquel que quisiera hacerse con una pistola.

—Sería realmente demasiada coincidencia —dijo Anna—. Primero, la camioneta de Tennenbaum en el lugar del crimen, pero él no va al volante. Luego, el arma del crimen, adquirida en el mismo lugar en que Tennenbaum había comprado una Beretta. ¿A vosotros no os parece todo eso muy sospechoso?

—Disculpa la pregunta —intervino Michael—, pero ¿por qué iba a comprar Ted Tennenbaum un arma ilegal, si no pensaba usarla?

—A Tennenbaum lo estaba chantajeando un jefe de banda de la zona, Jeremiah Fold, que le había quemado el restaurante. Podría haber querido un arma para protegerse.

—¿Jeremiah Fold, ese cuyo nombre estaba en el texto de mi obra de teatro que apareció entre las pertenencias de Gordon? —preguntó Harvey.

—Exacto —le contesté—. Y del que todos pensamos que quizá alguien chocó contra él de forma deliberada.

—Vamos a concentrarnos en Meghan —sugirió Derek, dando toquecitos en la frase que había puesto en la pizarra—. «¿Quién tenía una buena razón para matar a Meghan Padalin?»

—¿Podríamos suponer —dije— que Meghan chocó con Jeremiah Fold? ¿Y que alguien que tenía que ver con Jeremiah, a lo mejor Costico, quiso vengarse?

—Pero ya concluimos que no existía ninguna relación entre Meghan Padalin y Jeremiah Fold —nos recordó Derek—. Y, además, eso de atropellar al cabecilla de una banda subido en una moto no cuadra nada con el perfil de Meghan.

—Por cierto —pregunté—, ¿dónde están los análisis de los trozos de carrocería que encontró Grace, el antiguo agente especial de la ATF?

—Todavía no están listos —se lamentó Derek—. Espero recibir alguna novedad mañana.

Anna, que había cogido documentos del expediente, dijo entonces, repasando el acta de la audiencia:

—Me parece que he encontrado algo. Cuando interrogamos al alcalde Brown la semana pasada, dijo que, en 1994, recibió una llamada telefónica anónima: «A principios de 1994, descubrí que Gordon era un corrupto», «¿Cómo?», «Recibí una llamada anónima. Fue a finales de febrero. Una voz de mujer».

—Una voz de mujer —repitió Derek—. ¿Sería Meghan Padalin?

—¿Y por qué no? —dije—. Es un dato que encaja.

—¿El alcalde Brown podría haber matado a Meghan y a los Gordon? —preguntó Michael.

—No —le expliqué—. En 1994, en el momento del cuádruple asesinato, Alan Brown estaba estrechando manos en el foyer del Gran Teatro. Parece fuera de toda sospecha.

—Pero fue esa llamada la que decidió al alcalde Gordon a irse de Orphea —añadió Anna—. Empezó a hacer transferencias a Montana y, luego, se fue a Bozeman a buscar casa.

—Así que el alcalde Gordon habría tenido un móvil excelente para matar a Meghan Padalin y su perfil se correspondería con lo que nos decía hace un rato el experto: un hombre sin instinto asesino, pero que, al sentirse acorralado, o para proteger su honor, habría matado a su pesar. Resulta fácil suponer que esa descripción encaje con Gordon.

—Solo que se te está olvidando que también Gordon está incluido en las víctimas —le recordé a Derek—. Ahí es donde la cosa cojea.

Le tocó a Kirk el turno de decir algo:

—Me acuerdo de que lo que me llamó la atención por entonces fue lo bien enterado que estaba el asesino de las rutinas de Meghan Padalin. Sabía que salía a correr a la misma hora y que se detenía en el parquecillo de Penfield Crescent. Me diréis que, a lo mejor, había dedicado mucho tiempo a observarla. Pero hay un detalle que el asesino no podía conocer basándose solo en sus observaciones: el hecho de que Meghan no fuera a participar en las celebraciones de la inauguración del festival de teatro. Alguien sabía que el barrio se quedaría desierto y que Meghan se encontraría sola en el parque. Sin testigos. Era una oportunidad única.

—¿Podría tratarse entonces de alguien de su entorno? —preguntó Michael.

De la misma forma que nos habíamos preguntado al principio quién podía saber que el alcalde Gordon no iba a asistir a la inauguración del festival, ahora había que preguntarse quién podía saber que Meghan iba a estar en el parque ese día.

Nos remitimos a la lista de sospechosos que estaba escrita con rotulador en la pizarra magnética:

Meta Ostrovski

Ron Gulliver

Steven Bergdorf

Charlotte Brown

Samuel Padalin

—Procedamos por eliminación —sugirió Derek—. Partiendo del principio de que buscamos a un hombre, de momento queda fuera Charlotte Brown. Además, por entonces no vivía en Orphea, no tenía relación con Meghan Padalin y, menos aún, oportunidad de espiarla para estar al tanto de sus costumbres.

—Si nos basamos en lo que ha dicho el experto en perfiles criminales —añadió luego Anna—, al asesino no le conviene nada que se vuelva a poner sobre el tapete la investigación de 1994. Así que también podríamos eliminar a Ostrovski. ¿Por qué iba a pedirle a Stephanie que aclarase el crimen para matarla luego? Y, además, él tampoco vivía en Orphea, ni tenía nada que ver con Meghan Padalin.

—Entonces nos quedan Ron Gulliver, Steven Bergdorf y Samuel Padalin —dije.

—Gulliver, que acaba de dimitir del cuerpo de policía cuando solo le quedaban dos meses para la jubilación —recordó Anna, antes de explicar a Kirk y a Michael que el experto había mencionado la hipótesis de que el asesino huyera fingiendo una partida justificada—, ¿va a anunciarnos mañana que se marcha a disfrutar de su retiro a un país sin convenio de extradición?

—¿Y Steven Bergdorf? —preguntó Derek—. En 1994, justo después de los asesinatos, se mudó a Nueva York antes de volver a presentarse de repente en Orphea y de conseguir que lo escogiesen para actuar en una obra que se suponía que iba a revelar el nombre del asesino.

—¿Y qué sabemos de Samuel Padalin? —pregunté yo después—. En aquella época interpretaba el papel de viudo desconsolado, nunca he supuesto que pudiera matar a su mujer. Pero, antes de excluirlo de la lista, habría que saber más de él y de las razones que lo movieron a sumarse al reparto de la obra. Porque, si hay alguien que conociera bien las costumbres de Meghan y que supiera que no iba a ir al festival la noche de la inauguración, desde luego ese era él.

Michael Bird había investigado algo a Samuel Padalin y nos lo contó:

—Era una pareja simpática, apreciada y sin problemas. He preguntado a algunos de sus vecinos de aquella época: todos coinciden. Ni gritos, ni peleas, nunca. Todos los describen como a unas personas encantadoras y daba la impresión de que eran felices. En apariencia, a Samuel Padalin le afectó muchísimo la muerte de su mujer. Uno de sus vecinos afirma incluso que hubo un momento en que temió que acabaría suicidándose. Después se recuperó y se volvió a casar.

—Sí —dijo Kirk—. Todo eso confirma mis impresiones de entonces.

—En cualquier caso —añadí—, se diría que ni Ron Gulliver, ni Steven Bergdorf, ni Samuel Padalin tenían un motivo para querer matar a Meghan. Volvemos, pues, a la pregunta inicial. «¿Por qué querían matarla?» Responder a esa pregunta es descubrir al asesino.

Necesitábamos saber más cosas acerca de Meghan. Decidimos ir a ver a Samuel Padalin con la esperanza de que pudiera aclararnos algo más sobre su primera esposa.

*

En Nueva York, en su piso de Brooklyn, Steven Bergdorf se esforzaba en convencer a su mujer de lo justificado que estaba el viaje a Yellowstone.

—¿Cómo que «ya no quieres ir»? —preguntó, irritado.

—Pero, vamos a ver, Steven, la policía te ha ordenado que no salgas del estado de Nueva York. ¿Por qué no vamos al lago Champlain a casa de mis padres?

—Porque, para una vez que pensamos en unas vacaciones solos tú y yo con los niños, me apetece que sigamos adelante.

—¿Debo recordarte que hace tres semanas no querías ni oír hablar de Yellowstone?

—Bueno, pues por eso. Quiero complaceros a ti y a los niños, Tracy. Disculpa que atienda vuestros deseos.

—Iremos a Yellowstone el año que viene, Steven. Será mejor respetar las instrucciones de la policía y no salir del estado.

—Pero ¿de qué tienes miedo, Tracy? Crees que soy un asesino, ¿es eso?

—No, claro que no.

—Entonces explícame por qué la policía iba a necesitar volver a ponerse en contacto conmigo. Eres un poco inaguantable, ¿sabes? Un día quieres y al otro, no. Bueno, pues vete a casa de tu hermana, si quieres, mientras yo me quedo aquí, puesto que no te apetece nuestro viaje en familia.

Tras titubear un rato, Tracy acabó por aceptar. Sentía que necesitaba dedicar un tiempo a su marido y volver a conectar con él.

—De acuerdo, cariño —dijo mansamente—, hagamos ese viaje.

—¡Estupendo! —voceó Steven—. Pues haz las maletas. Voy a pasar por la revista para entregar el artículo y zanjar dos o tres asuntillos. Luego iré a casa de tu hermana a buscar la autocaravana. ¡Mañana a primera hora salimos para el Midwest!

Tracy frunció el ceño:

—¿Por qué te complicas la vida, Steven? Deberíamos meterlo todo en el coche, ir mañana todos juntos a casa de mi hermana y salir desde allí.

—Imposible —dijo Steven—, con los niños en el asiento de atrás no caben las maletas.

—Pero las metemos en el maletero, Steven. Compramos ese coche en concreto por el tamaño del maletero.

—El maletero está atrancado. No se abre.

—¡Vaya! ¿Qué ha pasado? —preguntó Tracy.

—Ni idea. Se atrancó de repente.

—Voy a echarle una ojeada.

—No queda tiempo —dijo Steven—, tengo que ir a la revista.

—¿En coche? ¿Desde cuándo vas en coche?

—Quiero ver cómo va. El motor hace un ruido raro.

—Razón de más para que me dejes el coche, Steven —dijo Tracy—. Lo voy a llevar al taller para que revisen ese ruido y arreglen el maletero, que no se abre.

—¡Nada de taller! —dijo enfadado Steven—. De todas formas nos vamos a llevar el coche, lo engancharemos a la autocaravana.

—Steven, no seas ridículo, no vamos a cargar con el coche hasta Yellowstone.

—¡Pues claro que sí! Es mucho más práctico. Dejaremos la autocaravana en el camping y recorreremos el parque o la región en coche. No vamos a ir por todas partes con ese mastodonte a cuestas, por favor.

—Pero, Steven…

—No hay pero que valga. Todo el mundo hace eso allí.

—Bueno, muy bien —acabó cediendo Tracy.

—Me voy corriendo a la revista. Haz las maletas y dile a tu hermana que pasaré por su casa mañana a las siete y media. A las nueve estaremos ya camino del Midwest.

Steven se fue y cogió el coche, que estaba aparcado en la calle. Le pareció que el hedor del cuerpo de Alice salía ya del maletero. ¿O serían alucinaciones suyas? Fue a la redacción de la Revista, en donde lo recibieron como a un héroe. Pero parecía ausente. No oía a quienes le hablaban. Tenía la impresión de que todo le daba vueltas. Sentía náuseas. Al regresar a las oficinas de la Revista le salían a flote todas las emociones. Había matado. Ahora era cuando tomaba conciencia de ello.

Tras pasar un buen rato echándose agua en la cara en los aseos, Steven se encerró en su despacho con Skip Nalan, su redactor jefe adjunto.

—¿Estás bien, Steven? —le preguntó Skip—. No tienes buena cara. Estás sudando y muy pálido.

—Un bajón. Creo que necesito descansar. Te voy a mandar el artículo sobre el festival por correo electrónico. Ya me harás los comentarios que estimes oportunos.

—¿No te reincorporas? —preguntó Skip.

—No, me voy mañana por unos días con mi mujer y los niños. Después de todo lo que ha pasado, necesitamos estar juntos un poco.

—Lo entiendo —le aseguró Skip—. ¿Alice viene hoy?

Bergdorf tragó saliva con dificultad.

—De eso es de lo que tengo que hablarte, Skip.

Steven estaba muy serio y Skip se preocupó.

—¿Qué sucede?

—Fue Alice quien me robó la tarjeta de crédito. Fue ella quien lo maquinó todo. Después de confesarlo, se ha escapado.

—¡Qué barbaridad! —dijo Skip—. No me lo puedo creer. Es verdad que últimamente parecía rara. Luego iré a poner una denuncia; no te voy a dar la lata con esto.

Steven le dio las gracias a su adjunto y después dedicó un rato a firmar unas cartas pendientes y envió el artículo por correo electrónico. Aprovechando que estaba conectado, hizo una búsqueda rápida sobre la descomposición de los cadáveres. Le daba miedo que el olor lo traicionara. Tenía que aguantar tres días. Según sus cálculos, si salían al día siguiente, miércoles, estaría en Yellowstone el sábado. Podría librarse del cuerpo de tal forma que nadie podría encontrarlo nunca. Sabía exactamente lo que iba a hacer.

Borró el historial de navegación, apagó el ordenador y se fue. Ya en la calle, se sacó del bolsillo el teléfono de Alice, que llevaba encima. Lo encendió y, mirando la agenda de contactos, les envió un mensaje a sus padres y a unos cuantos amigos cuyos nombres le sonaban. «Necesito hacer limpieza, me voy una temporada a que me dé un poco el aire. Llamaré pronto. Alice.» Nadie la buscaría durante un tiempo. Tiró el teléfono a un cubo de la basura.

Todavía le quedaba un último detalle por solucionar. Fue a casa de Alice, a quien le había cogido las llaves, y se llevó todas las joyas y objetos de valor que le había regalado. Luego fue a una casa de empeños y lo vendió todo. Así se cobraba parte de la deuda.

*

En Southampton, Anna, Derek y yo, en el salón de casa de Samuel Padalin, le acabábamos de revelar que a la que querían matar en 1994 era a Meghan y no a los Gordon.

—¿A Meghan? —repitió, incrédulo—. Pero ¿qué me dicen?

Intentábamos sopesar su reacción y, hasta el momento, parecía sincero. Samuel estaba trastornado.

—La verdad, señor Padalin —le dijo Derek—. Nos equivocamos de víctima entonces. El asesino apuntaba a su mujer, los Gordon fueron víctimas indirectas.

—Pero ¿por qué Meghan?

—Eso es lo que nos gustaría entender —le dije.

—No tiene ningún sentido. Meghan era un encanto. Una librera a quien querían los clientes, una vecina solícita.

—Y, sin embargo —le contesté—, alguien la quería tan mal como para matarla.

Samuel se quedó mudo, atónito.

—Señor Padalin —siguió diciendo Derek—, esta pregunta es muy importante: ¿lo amenazó alguien a usted? ¿Ha tenido que ver con personas peligrosas? Personas que hubieran querido tomarla con su mujer.

—En absoluto —dijo, ofendido, Samuel—. Eso es conocernos muy poco, la verdad.

—¿Le dice algo el nombre de Jeremiah Fold?

—No, nada. Ya me lo preguntaron ayer.

—¿Estaba Meghan preocupada durante las semanas anteriores a su muerte? ¿Le comentó si tenía algún problema?

—No, no. Le gustaba leer, escribir y salir a correr.

—Señor Padalin —dijo Anna—, ¿quién podía saber que usted y Meghan no pensaban ir a las celebraciones de la inauguración del festival? El asesino sabía que esa tarde su mujer iba a salir a correr como de costumbre, cuando la mayor parte de la población estaba en la calle principal.

Samuel Padalin se quedó un rato pensando.

—Todo el mundo hablaba de ese festival —dijo por fin—. Los vecinos, al ir a comprar; los clientes de la librería. Las conversaciones giraban en torno a un único tema: quién tenía entradas para el estreno y quién iría, solo, a sumarse al gentío de la calle principal. Sé que Meghan explicaba a todos cuantos se lo preguntaban que no habíamos conseguido entradas y que no tenía intención de meterse en las aglomeraciones del centro. Decía, con ese tono de los que no celebran la Nochebuena y que aprovechan para acostarse temprano: «Me pienso quedar leyendo en la terraza, va a ser la velada más tranquila desde hace mucho». ¡Ya ven, qué ironía!

Samuel parecía completamente desvalido.

—Decía usted que a Meghan le gustaba escribir —dijo Anna—. ¿Qué escribía?

—De todo y de nada. Siempre había querido escribir una novela, pero, según decía, nunca había dado con un buen argumento. En cambio, llevaba un diario con bastante regularidad.

—¿Lo ha conservado? —preguntó Anna.

—«Los» he conservado. Hay por lo menos quince cuadernos.

Samuel Padalin se ausentó un momento y volvió con una caja de cartón polvorienta que, estaba claro, había sacado del sótano. Veinte libretas o más, todas de la misma marca.

Anna abrió una al azar: la llenaba hasta la última página una letra fina y apretada. Daba para horas de lectura.

—¿Nos las podemos llevar? —le preguntó a Samuel.

—Si quieren… Pero no creo que encuentren nada interesante.

—¿Las ha leído?

—Algunas —contestó—. En parte. Tras morir mi mujer, me parecía recobrarla leyendo sus pensamientos. Pero caí en la cuenta enseguida de que se aburría. Ya verán, describe sus días y su vida: mi mujer se aburría en la vida cotidiana, se aburría conmigo. Hablaba de su actividad como librera, de quién compraba qué tipo de libros. Me avergüenza decirles esto, pero sentí que había cierta faceta patética. Dejé pronto de leer, se trataba de una impresión bastante desagradable.

Así se explicaba que las libretas hubieran acabado en el sótano.

Cuando ya nos íbamos, llevándonos la caja, nos fijamos en unas maletas que había en la entrada.

—¿Se marcha? —le preguntó Derek a Samuel Padalin.

—Mi mujer. Se lleva a los niños a casa de sus padres, a Connecticut. Le ha entrado miedo con las últimas cosas que han ocurrido en Orphea. Quizá me reúna con ellos más adelante. En fin, cuando se me permita salir del estado.

Derek y yo teníamos que regresar al centro regional de la policía estatal para reunirnos con el mayor.

Este quería vernos para poner al día toda la información. Anna propuso hacerse cargo de leer las libretas de Meghan Padalin.

—¿No quieres que nos repartamos el trabajo?

—No, me alegro de hacerlo, me tendrá ocupada la cabeza, lo necesito.

—Siento mucho lo del puesto de jefe de la policía.

—Así están las cosas —contestó Anna, que se esforzaba para no flaquear delante de nosotros.

Derek y yo nos pusimos en camino para ir al centro regional de la policía estatal.

De regreso a Orphea, Anna se detuvo en la comisaría. Todos los policías estaban reunidos en la sala de guardia, en donde Montagne improvisaba un discursito de toma de posesión en su papel de nuevo jefe.

Anna no tuvo valor para quedarse y decidió irse a casa para dedicarse a las libretas de Meghan. Al salir por la puerta de la comisaría, se tropezó con el alcalde Brown.

Se quedó mirándolo un momento en silencio; luego le preguntó:

—¿Por qué me ha hecho esto, Alan?

—Mira el follón de mierda en que estamos metidos, Anna, y te recuerdo que, en parte, la culpa es tuya. Tenías tanto empeño en ocuparte de esta investigación…, ya es hora de que asumas las consecuencias.

—¿Me castiga por hacer mi trabajo? Sí, me vi en la obligación de interrogarlo, así como a su mujer, pero fue porque la investigación lo exigía. No ha tenido un trato de favor, y eso, está claro, me convierte en una buena policía. En cuanto a la obra de teatro de Harvey, si a eso es a lo que llama «follón de mierda», le recuerdo que fue usted quien lo trajo. Usted no asume sus errores, Alan. No vale más que Gulliver o que Montagne. Se pensaba que era el filósofo-rey de Platón y no es más que un tirano de poca monta.

—Vete a casa, Anna. Puedes presentar la dimisión del cuerpo de policía, si no estás contenta.

Anna se fue a su casa, rabiosa. Nada más entrar por la puerta, se desplomó en el vestíbulo, llorando. Se quedó mucho rato sentada en el suelo, acurrucada contra la cómoda, sollozando. Ya no sabía qué hacer; ni a quién llamar. ¿A Lauren? Le diría que ya la había avisado de que su vida no estaba en Orphea. ¿A su madre? Le largaría el enésimo discurso moralizante.

Cuando se calmó por fin, se fijó en la caja de las libretas de Meghan Padalin, que había llevado consigo. Decidió poner manos a la obra. Se sirvió una copa de vino, se acomodó en un sillón y emprendió la lectura.

Empezó a mediados del año 1993 y fue siguiendo el transcurso de los doce meses siguientes, hasta julio de 1994.

Al principio la agobió el aburrimiento de la tediosa descripción que Meghan hacía de su vida. Comprendía lo que su marido había podido sentir al leer aquellas líneas.

Pero, de repente, con fecha del 1 de enero de 1994, Meghan mencionaba la fiesta de Nochevieja del hotel La Rosa del Norte de Bridgehampton, en donde había conocido a un hombre que no era de la zona y que la había dejado subyugada por completo.

Luego Anna llegó al mes de febrero de 1994. Lo que descubrió la dejó totalmente estupefacta.

La desaparición de Stephanie Mailer
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