Derek Scott

Agosto de 1994. La investigación estaba atascada: no teníamos ni sospechoso, ni móvil. En el supuesto de que el alcalde Gordon y su familia estuvieran, en efecto, a punto de salir huyendo de Orphea, no teníamos ni idea de adónde iban, ni por qué. No habíamos dado con ningún indicio, con ninguna pista. Nada en el comportamiento de Leslie, ni de Joseph Gordon había puesto sobre aviso a sus allegados, en sus extractos bancarios no había nada anómalo.

Para seguirle la pista al asesino sin haber entendido aún el móvil del crimen, necesitábamos datos concretos. Gracias a los expertos en balística, sabíamos que el arma que habían usado para los asesinatos era una pistola Beretta; y, a juzgar por la precisión de los disparos, el asesino tenía un entrenamiento relativamente bueno. Pero naufragábamos en los registros de armas y también en las listas de miembros de los clubs de tiro.

Contábamos, sin embargo, con un elemento importante que podría cambiar el curso de la investigación: ese famoso vehículo que había visto en la calle Lena Bellamy justo antes de los asesinatos. Por desgracia, no era capaz de acordarse ni del más mínimo detalle. Recordaba vagamente una camioneta negra con un dibujo llamativo en el cristal trasero.

Jesse y yo nos pasábamos horas con ella, enseñándole imágenes de todos los vehículos posibles e imaginables.

—¿Era más bien de este tipo? —le preguntábamos.

Miraba con atención las fotos que le pasaban por delante de los ojos.

—La verdad es que resulta difícil de decir —contestaba.

—Cuando dice camioneta, ¿se refiere más bien a una furgoneta? ¿O más bien a una pick-up?

—Y ¿en qué se diferencian? Cuantos más coches me enseñan, más se me emborronan los recuerdos, ¿saben?

Pese a toda la buena voluntad de Lena Bellamy, no avanzábamos. Y teníamos el tiempo en contra. El mayor McKenna nos presionaba muchísimo.

—¿Y bien? —nos preguntaba continuamente—. Decidme que tenéis algo, chicos.

—Nada, mayor. Es un auténtico rompecabezas.

—Maldita sea, tenéis que avanzar como sea. No me digáis que me he equivocado con vosotros. Es un caso muy gordo y toda la brigada está esperando a que metáis la pata. ¿Sabéis lo que se murmura de vosotros en la máquina de café? Que sois unos aficionados. Vais a quedar como unos gilipollas, voy a quedar como un gilipollas y todo esto va a ser muy desagradable para todo el mundo. Venga, necesito que solo penséis en esta investigación. Cuatro muertos a plena luz del día, ¡a la fuerza tiene que haber en alguna parte algo a lo que hincar el diente!

Solo vivíamos para la investigación. Veinte horas al día y siete días por semana. No hacíamos más que eso. Yo me había mudado, como quien dice, a casa de Jesse y de Natasha. En su cuarto de baño ahora había tres cepillos de dientes.

La investigación dio un vuelco gracias a Lena Bellamy.

Diez días después de los asesinatos, su marido la llevó a cenar un día a la calle principal. Desde aquella terrible noche del 30 de julio, Lena no había salido de casa. Estaba preocupada y angustiada. Ya no dejaba ir a los niños a jugar al parque de enfrente. Prefería llevarlos más lejos, aunque tardase cuarenta y cinco minutos en coche. Estaba pensando incluso en mudarse. Su marido, Terrence, deseoso de distraerla, consiguió finalmente que accediese a que salieran ellos dos solos. Quería probar un restaurante nuevo del que todo el mundo hablaba y que estaba en la calle principal, al lado del Gran Teatro: el Café Athéna. Era el nuevo sitio de moda, había abierto justo a tiempo para el festival. La gente se peleaba por reservar: por fin había un restaurante digno de ese nombre en Orphea.

El atardecer estaba muy agradable. Terrence dejó el coche en el aparcamiento del puerto deportivo y fueron dando un paseo tranquilo hasta el restaurante. El sitio era estupendo y contaba con una terraza rodeada de macizos de flores, toda ella alumbrada con velas. La fachada del restaurante era una cristalera muy grande en la que habían dibujado una serie de rayas y de puntos que, a primera vista, parecían un dibujo tribal antes de que uno se diera cuenta de que se trataba de una lechuza.

Al ver aquella cristalera, Lena Bellamy empezó a temblar, petrificada.

—¡Es el dibujo! —le dijo a su marido.

—¿Qué dibujo?

—El que vi en la parte de detrás de la camioneta.

Terrence Bellamy nos avisó en el acto desde una cabina telefónica. Jesse y yo fuimos a toda prisa a Orphea y nos encontramos a los Bellamy encerrados en su coche, en el aparcamiento del puerto deportivo. Lena Bellamy lloraba. Con mayor motivo porque, entretanto, la famosa camioneta había aparcado delante del Café Athéna: el logo del cristal trasero era efectivamente idéntico al del escaparate. Lo conducía un hombre de estatura y anchura imponentes a quien los Bellamy habían visto meterse en el establecimiento. Pudimos identificarlo por la matrícula: se trataba de Ted Tennenbaum, el dueño del Café Athéna.

Decidimos no precipitarnos en detener a Tennenbaum y empezar por investigarlo con discreción. Y nos dimos cuenta enseguida de que encajaba con el perfil que estábamos buscando: Tennenbaum había comprado un arma corta hacía un año —aunque no era una Beretta— y se entrenaba con mucha regularidad en una galería de tiro de la zona cuyo propietario nos indicó que se le daba muy bien.

Por la información que teníamos, Tennenbaum procedía de una familia acomodada de Manhattan, era esa clase de hijos de papá impulsivos y que no escatiman los puñetazos. Por su propensión a la gresca lo habían expulsado de la universidad de Stanford e incluso había pasado unos cuantos meses en la cárcel. Lo que no había sido óbice para que, más adelante, comprase un arma. Llevaba afincado en Orphea unos cuantos años y, en apariencia, no se había hecho notar. Trabajó en el Palace del Lago antes de abrir su propio negocio: el Café Athéna. Y precisamente el Café Athéna había metido a Ted Tennenbaum en una grave desavenencia con el alcalde.

Tennenbaum, seguro de que su restaurante iba a ser un bombazo, había comprado un local muy bien ubicado en la calle principal y cuyo propietario pedía un precio tan alto que los demás aspirantes a comprarlo se habían desanimado. Pero había un problema muy importante: la calificación catastral no permitía abrir un restaurante en aquel sitio. Tennenbaum estaba convencido de que el alcalde consentiría sin problemas un chanchullo para hacerle un favor, pero no había sido esa la opinión del alcalde Gordon. Se opuso ferozmente al proyecto del Café Athéna. Tennenbaum tenía previsto convertirlo en un establecimiento de postín, como los que había en Manhattan, y Gordon no veía en ello ningún interés para Orphea. Se negó a cualquier cambio del catastro y los empleados del ayuntamiento refirieron muchas broncas entre ambos.

Descubrimos entonces que, una noche de febrero, un incendio destruyó por completo el edificio. Fue una feliz circunstancia para Tennenbaum: como era necesario reconstruirlo por completo, se podía cambiar la calificación. Fue el jefe Harvey quien nos refirió ese episodio.

—Así que nos está diciendo que, gracias a ese incendio, Tennenbaum pudo abrir el restaurante.

—Eso mismo.

—Y supongo que el incendio fue provocado.

—Por supuesto. Pero no dimos con nada que pudiera demostrar que lo hiciera Tennenbaum. En cualquier caso, como todo sucede por algún motivo, el incendio ocurrió a tiempo de que Tennenbaum pudiera hacer las obras y abrir el Café Athéna justo antes del festival. Desde entonces está siempre a tope. Tennenbaum no habría podido permitirse que las obras se retrasaran ni un poquito.

Y aquel punto fue el que iba a resultar determinante. Porque varios testigos afirmaron que Gordon había amenazado implícitamente a Tennenbaum con demorar las obras. El subjefe Gulliver nos contó en concreto que había tenido que intervenir cuando los dos hombres estaban a punto de llegar a las manos en plena calle.

—¿Por qué no nos había hablado nadie de ese litigio con Tennenbaum? —dije, extrañado.

—Porque ocurrió en el mes de marzo —me contestó Gulliver—. Se me había ido de la cabeza. Ya sabe que, en cuestiones políticas, los ánimos se acaloran enseguida. Tengo historias así a puñados. Hay que asistir a las sesiones del ayuntamiento: los concejales se pasan la vida sacándose los ojos. Lo cual no quiere decir que lleguen a pegarse tiros.

Pero Jesse y yo teníamos ya de sobra. Una investigación a prueba de bomba: Tennenbaum tenía un móvil para matar al alcalde, era un tirador experto y habían identificado sin lugar a dudas su camioneta delante de la casa de los Gordon minutos antes de la matanza. En la madrugada del 12 de agosto de 1994 detuvimos a Ted Tennenbaum en su casa por los asesinatos de Joseph, Leslie y Arthur Gordon y de Meghan Padalin.

Llegamos triunfalmente al centro regional de la policía estatal y metimos en una celda a Tennenbaum ante los ojos admirados de nuestros colegas y del mayor McKenna.

Pero nuestra gloria no duró sino pocas horas. Lo que tardó Ted en recurrir a Robin Starr, una eminencia del colegio de abogados de Nueva York, que llegó desde Manhattan en cuanto la hermana de Tennenbaum le hubo entregado una provisión de fondos de cien mil dólares.

En la sala de interrogatorios, Starr nos humilló de mala manera ante los ojos decepcionados del mayor y de todos nuestros compañeros, que se tiraban por el suelo de risa y nos estaban observando desde detrás de un espejo de doble cara.

—He conocido a policías muy cortitos —dijo a voces Robin Starr—, pero ustedes son el colmo. Vuelva a contarme su versión, sargento Scott.

—No tiene por qué darse esos aires de superioridad —le contesté—. Sabemos que su cliente tenía un contencioso con el alcalde Gordon desde hacía meses por las obras de rehabilitación del Café Athéna.

Starr me miró con expresión intrigada:

—Me parece que las obras ya han terminado. ¿Dónde está el problema, sargento Scott?

—La construcción del Café Athéna no podía tolerar ningún retraso y sé que el alcalde Gordon había amenazado a su cliente con pararlo todo. Tras el enésimo enfrentamiento, Ted Tennenbaum acabó por matar al alcalde, a su familia y a esa pobre chica que había salido a correr y pasaba por delante de la casa. Pues, como ya sabrá usted, señor abogado, su cliente es un tirador experto.

Starr asintió, irónico.

—Qué arte tiene para mezclarlo todo, sargento. Me deja con la boca abierta.

Tennenbaum no decía nada y se limitaba a dejar que su abogado hablase por él, lo que hasta el momento funcionaba bastante bien. Starr siguió diciendo:

—Si ya ha acabado con sus fantasías, permítame ahora darles respuesta. Mi cliente no podía estar en casa del alcalde Gordon el 30 de julio a las siete de la tarde por la sencilla y excelente razón de que estaba de bombero de guardia en el Gran Teatro. Puede preguntar a cualquiera que se hallara entre bastidores y le dirá que vio a Ted.

—Había bastantes idas y venidas aquella noche. A Ted le daría tiempo a largarse. Solo estaba a pocos minutos en coche de casa del alcalde.

—¡Ah, claro, sargento! Así que su teoría es que mi cliente se metió corriendo en su camioneta para una breve visita a casa del alcalde, mató a todos los que se le pusieron por delante y luego se volvió tranquilamente a su puesto en el Gran Teatro.

Decidí enseñar mis triunfos. Lo que creía que iba a ser el tiro de gracia. Tras un momento de silencio intimidante, le dije a Starr:

—Identificaron sin lugar a dudas la camioneta de su cliente delante de la casa de la familia Gordon pocos minutos antes de los asesinatos. Esa es la razón por la que su cliente está en comisaría y es también la razón por la que no saldrá de aquí más que para ir a una cárcel federal a la espera de comparecer ante un tribunal.

Starr me miró con severidad. Creí haber dado en el blanco. Y entonces rompió a aplaudir.

—Bravo, sargento. Y gracias. Hacía mucho que no me divertía tanto. ¿Así que su castillo de naipes se fundamenta en esa rocambolesca historia de la camioneta? ¿De una camioneta que su testigo fue incapaz de reconocer durante diez días antes de recobrar de repente la memoria?

—¿Cómo puede usted estar al tanto de eso? —dije yo, sorprendidísimo.

—Porque yo cumplo con mi trabajo, que es lo contrario de lo que hace usted —se encrespó Starr—. ¡Y debería saber que ningún juez admitirá ese testimonio de pacotilla! Así que no tiene ninguna prueba tangible. Su investigación es digna de un boy scout. Debería usted avergonzarse, sargento. Y si no tiene nada que añadir, mi cliente y yo nos despedimos ahora mismo.

Se abrió la puerta de la sala. Era el mayor, que nos fulminó con la mirada. Dejó salir a Starr y a Tennenbaum y, cuando ya se habían ido, entró en la habitación. Mandó una silla a paseo de una patada rabiosa. Nunca lo había visto tan iracundo.

—Y ¿esta es vuestra gran investigación? —exclamó—. ¡Os había pedido que avanzarais, no que hicierais lo primero que se os ocurriera!

Jesse y yo bajamos la vista. No dijimos nada y el resultado fue que el mayor se irritó todavía más.

—¿Qué tenéis que decir, eh?

—¡Tengo el convencimiento de que lo hizo Tennenbaum, mayor! —dije.

—¿Qué tipo de convencimiento, Scott? ¿Un convencimiento de policía? ¿Que no os va a dejar ni dormir, ni comer hasta que el caso esté cerrado?

—Sí, mayor.

—¡Pues venga! ¡Fuera de aquí los dos echando leches y a seguir investigando!

La desaparición de Stephanie Mailer
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