Jesse Rosenberg

Viernes 11 de julio de 2014

Quince días antes de la inauguración

Estaba tomando un café en el paseo marítimo de Orphea con Anna mientras esperábamos a Derek.

—¿Así que, al final, te dejaste a Kirk Harvey en California? —me preguntó Anna cuando le conté lo que había ocurrido en Los Ángeles.

—Menudo embustero —dije.

Por fin llegó Derek. Parecía preocupado.

—El mayor McKenna está furioso contigo —me dijo—. Después de lo que le has hecho a Harvey, estás a medio palmo de que te larguen. No te acerques a él bajo ningún concepto.

—Ya lo sé —respondí—. De todas formas no hay peligro. Kirk Harvey está en Los Ángeles.

—El alcalde quiere vernos —dijo entonces Anna—. Supongo que para echarnos una bronca.

Al ver la mirada que me dirigió el alcalde Brown cuando entramos en su despacho, me di cuenta de que Anna tenía razón.

—Me han informado de lo que le ha hecho a ese pobre Kirk Harvey, capitán Rosenberg. Es indigno de su rango.

—Ese tipo quería tomarnos el pelo a todos, no tiene ni un solo dato útil sobre la investigación de 1994.

—¿Lo sabe porque no dijo nada cuando lo torturó? —preguntó irónicamente el alcalde.

—Señor alcalde, perdí los nervios y lo lamento, pero…

El alcalde Brown no me dejó concluir.

—Me pone usted enfermo, Rosenberg. Y dese por avisado. Si le toca a ese hombre, aunque sea un pelo, acabo con usted.

En ese momento, la asistente de Brown anunció por el intercomunicador que Kirk Harvey estaba a punto de entrar.

—¿Lo ha traído usted a pesar de todo? —dije, atónito.

—Su obra es extraordinaria —se justificó el alcalde.

—Pero ¡si es un timo! —exclamé.

Se abrió de pronto la puerta del despacho y apareció Kirk Harvey. En cuanto me vio, se puso a vociferar.

—¡Ese hombre no tiene derecho a estar en mi presencia! ¡Me ha dado una paliza sin motivo!

—Kirk, no tienes nada que temer de este hombre —le aseguró el alcalde Brown—. Estás bajo mi protección. Precisamente el capitán Rosenberg y sus colegas ya se iban.

El alcalde nos pidió que nos marchásemos y lo obedecimos para no empeorar la situación.

Nada más irnos, llegó Meta Ostrovski al despacho del alcalde. Al entrar en la habitación, se quedó mirando a Harvey de arriba abajo antes de presentarse.

—Meta Ostrovski, el crítico más temido y más famoso de este país.

—¡Huy, si yo a ti te conozco! —dijo Kirk fulminándolo con la mirada—. ¡Veneno! ¡Batracio! Hace veinte años me arrastraste por el fango.

—¡Ah, nunca olvidaré ese monólogo criminal tuyo con el que nos estuviste machacando todas las noches del festival después de Tío Vania! ¡El espectáculo era tan espantoso que los pocos espectadores que tuvo se quedaron ciegos!

—¡Trágate la lengua! ¡Acabo de escribir la mejor obra de teatro de los últimos cien años!

—¿Cómo te atreves a elogiarte a ti mismo? —se encrespó Ostrovski—. Únicamente un «Crítico» puede decidir lo que es bueno y lo que es malo. Soy el único cualificado para decidir lo que vale tu obra. ¡Y mi juicio será implacable!

—¡Y dirá usted que es una obra extraordinaria! —estalló el alcalde Brown, encarnado de ira, interponiéndose entre ambos—. ¿Tengo que recordarle nuestro trato, Ostrovski?

—¡Me había hablado de una obra prodigiosa, Alan! —protestó Ostrovski—. ¡No de la última birria de Kirk Harvey!

—¿A ti quién te ha invitado, amasijo de bilis gástrica? —se rebeló Harvey.

—¿Cómo te atreves a dirigirme la palabra? —dijo, muy ofendido, Ostrovski, llevándose las manos a la boca—. ¡Me basta con chasquear los dedos para arruinar tu carrera!

—¿Han terminado ya de decir gilipolleces? —vociferó Brown—. ¿Este es el espectáculo que les van a dar a los periodistas?

El alcalde había gritado tan fuerte que se estremecieron las paredes. De pronto, reinó un silencio de muerte. Tanto Ostrovski como Harvey pusieron cara avergonzada y se miraron los zapatos. El alcalde se arregló el cuello de la chaqueta y, esforzándose por serenar el tono, le preguntó a Kirk:

—¿Dónde está el resto de la compañía?

—Todavía no hay actores —contestó Harvey.

—¿Cómo que «todavía no hay actores»?

—Voy a hacer el casting aquí, en Orphea —le explicó Harvey.

A Brown, aterrado, se le salieron los ojos de las órbitas.

—¿Qué es eso de «hacer el casting aquí»? ¡La obra se estrena dentro de quince días!

—No te preocupes, Alan —lo tranquilizó Harvey—. Lo preparo todo durante el fin de semana. Audiciones el lunes y el primer ensayo el jueves.

—¿El jueves? —dijo Brown, asfixiándose—. Pero ¡eso solo te va a dejar nueve días para montar la obra, que tiene que ser la joya del festival!

—De sobra. Llevo ensayando la obra veinte años. Fíate de mí, Alan, esta obra va a ser tan sonada que se hablará de tu festival de mierda en los cuatro puntos cardinales del país.

—¡Madre mía, con la edad te has vuelto completamente loco, Kirk! —vociferó Brown fuera de sí—. ¡Lo cancelo todo! Puedo soportar el fracaso, pero no la humillación.

Ostrovski se rio con sorna y Harvey se sacó del bolsillo una hoja de papel arrugada y la agitó delante de los ojos del alcalde:

—¡Has firmado un compromiso, hijo de estríper! ¡Tienes la obligación de dejarme actuar!

En ese instante, una empleada del ayuntamiento abrió la puerta de comunicación.

—Señor alcalde, la sala de prensa está llena de periodistas que empiezan a impacientarse. Todos quieren saber cuál es la gran noticia.

Brown suspiró: ya no podía dar marcha atrás.

*

Steven Bergdorf entró en el ayuntamiento y se presentó en recepción para que lo llevasen a la sala de prensa. Le dio con mucho esmero el nombre a la empleada, preguntó si había que firmar en un registro, comprobó que el edificio estaba equipado con cámaras de seguridad que lo grababan: esta rueda de prensa iba a ser su coartada. Era el gran día: iba a matar a Alice.

Aquella mañana había salido de casa como si fuera a la oficina. Se había limitado a mencionarle a su mujer que cogía el coche para ir a una rueda de prensa en el extrarradio. Pasó por casa de Alice para recogerla; cuando ella metió su equipaje en el maletero, no se fijó en que él no llevaba nada. No tardó en quedarse traspuesta y, finalmente, durmió todo el trayecto acurrucada contra él. Y, acto seguido, los pensamientos asesinos de Steven se difuminaron. Le pareció tan enternecedora así, dormida: ¿cómo podía haber pensado siquiera en matarla? Acabó por reírse de sí mismo: ¡si ni sabía cómo se mata a alguien! Según iba recorriendo millas, le cambió el humor: se alegraba de estar allí con ella. La quería, aunque ya no les fuera bien juntos. Aprovechó el trayecto para meditar y decidió por fin romper ese mismo día. Irían a dar una vuelta por el paseo marítimo, le explicaría que ya no podían seguir así, que tenían que separarse, y ella lo entendería. Y, además, él notaba que las cosas ya no eran como antes, Alice tenía que notarlo también. Eran adultos. Sería una separación amistosa. Volverían a Nueva York a última hora del día y las aguas regresarían a su cauce. ¡Ay, qué ganas tenía de que fuera por la noche! Necesitaba volver a la tranquilidad y a la estabilidad de su vida familiar. Solo tenía una urgencia: estar de nuevo de vacaciones en la casita del lago Champlain y que su mujer volviera a hacerse cargo de los gastos, como siempre había hecho con tanta diligencia.

Alice se despertó cuando estaban llegando a Orphea.

—¿Has dormido bien? —le preguntó Steve, afectuoso.

—No lo suficiente, estoy muerta. Me alegro de poder echar una siesta en el hotel. Tienen unas camas tan cómodas… Espero que nos den la misma habitación que el año pasado. Era la 312. La pedirás, ¿verdad, Stevie?

—¿El hotel? —dijo Steven, atragantándose.

—¡Pues claro! Contaba con que nos alojáramos en el Palace del Lago. ¡Ay, Stevie, por compasión, no me digas que te has puesto en plan tacaño y has reservado en un motel paleto! No podría soportar la idea de un vulgar motel.

Steven, con un nudo en el estómago, se metió en el arcén y paró el motor.

—Alice —dijo con tono decidido—, tenemos que hablar.

—Stevie, cariño, ¿qué te pasa? Estás muy pálido.

Steve respiró hondo y se lanzó:

—No tengo previsto pasar el fin de semana contigo. Quiero romper.

Se sintió en el acto mucho mejor por habérselo confesado todo. Ella lo miró con expresión de sorpresa y, luego, se echó a reír.

—¡Ay, Stevie, casi me lo creo! ¡Dios mío, qué susto me has dado!

—No estoy de broma, Alice —le espetó Steve—. Ni siquiera he traído equipaje. He venido aquí para romper contigo.

Alice se dio la vuelta en el asiento y vio que efectivamente en el maletero solo estaba su maleta.

—Steven, ¿qué mosca te ha picado? Y ¿por qué me has dicho que me llevabas de fin de semana, si era para romper?

—Porque ayer por la noche creía que te llevaba de fin de semana. Pero, al final, me he dado cuenta de que hay que terminar con esta relación. Se ha vuelto tóxica.

—¿Tóxica? Pero ¿qué me estás contando, Stevie?

—Alice, a ti lo único que te importa son tu libro y los regalos que te hago. No nos acostamos casi nunca, Alice, ya te has aprovechado bastante de mí.

—¿Qué pasa? ¿Que a ti solo te interesa el folleteo, Steven?

—Alice, ya está decidido. No vale de nada andar discutiendo. Además, no tendría que haber venido hasta aquí. Nos volvemos a Nueva York.

Volvió a arrancar el motor e inició una maniobra para dar media vuelta.

—¿La dirección de correo electrónico de tu mujer es tracy.bergdorf@lightmail.com? —preguntó entonces Alice con acento sosegado mientras empezaba a teclear en el móvil.

—¿Cómo has conseguido su dirección? —exclamó Steven.

—Tiene derecho a enterarse de lo que me has hecho. Todo el mundo se va a enterar.

—¡No puedes demostrar nada!

—Vas a ser tú quien tenga que demostrar que no has hecho nada, Stevie. Sabes muy bien cómo funciona esto. Iré a ver a la policía y le enseñaré los mensajes que me pusiste en Facebook. Cómo me tendiste una trampa y me citaste un día en el Plaza, donde me emborrachaste antes de abusar de mí en una habitación del hotel. ¡Les diré que me tenías dominada y que no me he atrevido a decir nada hasta ahora por lo que le habías hecho a Stephanie Mailer!

—¿Lo que le había hecho a Stephanie?

—¡Cómo abusaste de ella antes de despedirla cuando quiso romper!

—Pero ¡si yo nunca he hecho nada semejante!

—¡Demuéstralo! —chilló Alice con una mirada terrible—. Le diré a la policía que Stephanie se sinceró conmigo, que me dijo lo que tú le habías hecho padecer y que te tenía miedo. ¿No estuvo en tu despacho la policía el martes, Stevie? ¡Ay, Dios mío, espero que no te tengan ya en la lista de sospechosos!

Steve, petrificado, tenía la cabeza apoyada en el volante. Estaba completamente pillado. Alice le dio unas palmaditas condescendientes en el hombro, antes de susurrarle al oído:

—Ahora, Stevie, vas a dar media vuelta para llevarme al Palace del Lago. Habitación 312, ¿te acuerdas? Vas a hacer que pase un fin de semana de ensueño, como me habías prometido. Y, si te portas bien, a lo mejor te dejo dormir en la cama en vez de en la moqueta.

A Steven no le quedó más remedio que obedecer. Fue al Palace del Lago. Como estaba pelado, dejó la tarjeta de la Revista como garantía por la estancia. La habitación 312 era una suite que costaba novecientos dólares por noche. A Alice le apetecía dormir una siesta y la dejó en el Palace para ir a la rueda de prensa del alcalde en el ayuntamiento. Su presencia allí podría justificar, de momento, el uso de la tarjeta de crédito de la Revista, si el departamento de contabilidad le hacía preguntas. Y, sobre todo, si la policía lo interrogaba cuando encontrasen el cuerpo de Alice, diría que había ido a la rueda de prensa —cosa que todo el mundo podría confirmar— y que no sabía que Alice también estaba allí. Mientras recorría los pasillos del ayuntamiento hasta la sala de prensa, intentaba dar con un buen método para matarla. De momento, se le ocurría echarle matarratas en la comida. Pero eso implicaba que no lo hubieran visto en público con Alice y resultaba que habían llegado juntos al Palace. Se dio cuenta de que la coartada ya se le había ido al garete: los empleados del Palace los habían visto llegar juntos.

Un empleado municipal le hizo una seña, arrancándolo de sus reflexiones, y lo introdujo en una habitación abarrotada en la que unos periodistas escuchaban atentamente al alcalde Brown que estaba acabando la introducción.

—Y ese es el motivo por el que tengo la gran satisfacción de comunicarles que es La noche negra, la recientísima creación del director escénico Kirk Harvey, la que se representará, como preestreno mundial, en el festival de Orphea.

Estaba sentado a una mesa larga, de cara al auditorio. Steven se fijó, con tremendo asombro, en que, a la izquierda, tenía a Meta Ostrovski y, a la derecha, a Kirk Harvey, quien, la última vez que lo había visto, desempeñaba en la ciudad el cargo de jefe de la policía. Este último tomó la palabra.

—Llevo veinte años preparando La noche negra y me llena de orgullo que el público pueda por fin descubrir esta joya que está entusiasmando a los críticos más importantes del país, entre los que se cuenta el legendario Meta Ostrovski, aquí presente, que va a poder decirnos todo lo bueno que opina de esta obra.

Ostrovski, acordándose de sus vacaciones en el Palace del Lago que costeaban los contribuyentes de Orphea, sonrió asintiendo con la cabeza ante la muchedumbre de fotógrafos que lo ametrallaban.

—Una gran obra, amigos míos, una obra muy grande —aseguró—. De una calidad infrecuente. Y ya saben ustedes que soy cicatero con los elogios. Pero es que en este caso… ¡La renovación del teatro mundial!

Steven se preguntó qué demonios pintaba allí Ostrovski. En la tarima, Kirk Harvey, galvanizado por la buena acogida que le estaban dando, prosiguió:

—Si esta obra es tan excepcional, es porque la van a interpretar actores de esta zona. He rechazado a los actores más importantes de Broadway y de Hollywood para darles su oportunidad a los vecinos de Orphea.

—¿Actores aficionados, quiere decir? —lo interrumpió Michael Bird, que se hallaba entre los asistentes.

—No sea grosero. ¡Me refiero a actores de verdad! —le contestó Kirk, irritado.

—¡Una compañía aficionada y un director desconocido: el alcalde Brown no se para en barras! —replicó muy seco Michael Bird.

Brotaron risas y un rumor inundó la sala. El alcalde Brown, completamente decidido a mantener el tipo, declaró entonces:

—Lo que propone Kirk Harvey es una performance extraordinaria.

—A nadie le gustan las performances, son un latazo —replicó una periodista de la emisora de radio local.

—La gran noticia se convierte en gran timo —se lamentó Michael Bird—. Creo que en esa obra no hay nada sensacional. El alcalde Brown intenta a toda costa salvar el festival y, sobre todo, que lo reelijan este otoño; ¡pero no cuela!

Kirk exclamó entonces:

—¡Si es una obra excepcional, es porque va a dar pie a unas revelaciones estrepitosas! No se hizo toda la luz en el cuádruple asesinato de 1994. Al dejarme representar mi obra, el alcalde Brown permitirá que se alce el velo y se descubra toda la verdad.

Con eso, se ganó a todos los allí reunidos.

—Tenemos un acuerdo Kirk y yo —explicó el alcalde Brown, que habría preferido callarse ese detalle, aunque le había proporcionado una forma de convencer a los periodistas—. A cambio de la oportunidad de representar su obra, Kirk entregará a la policía toda la información que tiene en su poder.

—La noche del estreno —especificó Kirk—. No divulgaré nada antes; queda descartado que, una vez informada la policía, me prohíban representar mi obra maestra.

—La noche del estreno —repitió Brown—. Espero, pues, que acuda mucho público para apoyar esta obra que permitirá restablecer la verdad.

Tras esas palabras, hubo un momento de silencio sobrecogedor, al cabo del cual los periodistas, notando que ahí había una información de primer orden, de pronto empezaron a rebullir ruidosamente.

*

En su despacho de la comisaría de Orphea, Anna había mandado colocar un televisor y un vídeo VHS.

—Nos hemos traído la grabación en vídeo del espectáculo de 1994 de casa de Buzz Leonard —me explicó—. Querríamos visionarla, con la esperanza de encontrar algo.

—¿Ha sido productiva la visita a Buzz Leonard? —pregunté.

—Mucho —me contestó Derek con tono entusiasta—. Primero, Leonard habló de un altercado entre Kirk Harvey y el alcalde Gordon. Harvey quería representar su obra durante el festival y, por lo visto, Gordon le dijo: «Mientras yo viva, no representará esa obra». Luego asesinaron al alcalde Gordon y Harvey pudo hacerlo.

—Y, entonces, ¿mató él al alcalde? —pregunté.

Derek no estaba convencido.

—No lo sé —me dijo—. Me parece un poco fuerte eso de matar al alcalde, a su familia y a una pobre chica que había salido a correr, y todo por una obra de teatro.

—Harvey era el jefe de la policía —comentó Anna—. Meghan lo tuvo que reconocer al verlo salir de casa de los Gordon y a él no le quedó más remedio que matarla a ella también. Es verosímil.

—Y, entonces, ¿qué? —argumentó Derek—. ¿Antes de que su obra inaugure el festival, el 26 de julio, Harvey va a agarrar el micrófono y va a anunciar a la sala: «Señoras y señores, yo fui quien se cargó a todo el mundo»?

Me entró la risa al imaginar la escena.

—Kirk Harvey está lo bastante chalado para montarnos un número así —dije.

Derek pasó revista a la pizarra magnética en la que íbamos añadiendo datos según avanzaba la investigación.

—Ahora sabemos que el dinero del alcalde eran sobornos que le pagaban los empresarios de la zona y que no procedían de Ted Tennenbaum —dijo—. Pero, en vista de eso, si no eran para el alcalde, me gustaría mucho saber para qué retiraba Ted Tennenbaum tantísimo dinero.

—Y, en cambio —añadí yo—, ahí sigue el asunto de su vehículo por la calle más o menos en el momento de los asesinatos. Desde luego era su camioneta, nuestra testigo fue concluyente. ¿Pudo Buzz Leonard confirmaros si Ted Tennenbaum, en efecto, había salido del Gran Teatro a la hora de los asesinatos, como determinamos en su momento?

—Sí, Jesse, lo confirmó. En cambio, por lo visto no fue el único en desaparecer misteriosamente durante media hora. Resulta que Charlotte, que actuaba en la compañía y era también la chica de Kirk Harvey…

—¿La novia despampanante que lo dejó?

—Esa misma. Bueno, pues Buzz Leonard asegura que estuvo fuera entre las siete y las siete y media. O sea en el momento de los asesinatos. Y que volvió con los zapatos empapados.

—¿Con los zapatos empapados como el césped del alcalde Gordon por culpa de la tubería rota? —dije.

—Exactamente —contestó Derek, sonriendo, divertido por el hecho de que me acordase de aquel detalle—. Pero, espera, que hay más: Charlotte dejó a Harvey por Alan Brown. Fue su gran amor y acabaron por casarse. Y siguen casados, por cierto.

—¡Vaya! —dije en un susurro.

Miré los documentos que habíamos encontrado en el guardamuebles de Stephanie, pegados en la pared. Estaba su billete de avión para Los Ángeles y la anotación «Localizar a Kirk Harvey». Eso ya estaba hecho. Pero ¿le había dicho Harvey más cosas a ella que a nosotros? Luego me quedé mirando el recorte antiguo del Orphea Chronicle, en cuya foto de primera plana, con un círculo rojo alrededor, se nos veía a Derek y a mí mirando la sábana que cubría a Meghan Padalin delante de la casa del alcalde Gordon, y, justo detrás de nosotros: Kirk Harvey y Alan Brown. Se estaban mirando; o a lo mejor estaban hablando. Volví a mirarlos. Me fijé entonces en la mano de Alan Brown. Parecía estar formando el número tres. ¿Era una seña que le hacía a alguien? ¿A Harvey? Y, debajo de la foto, la letra de Stephanie con rotulador rojo, que insistía: «Lo que nadie vio».

—¿Qué pasa? —me preguntó Derek.

Le pregunté:

—¿Qué punto hay en común entre Kirk Harvey y Alan Brown?

—Charlotte Brown —me contestó.

—Charlotte Brown —asentí—. Ya sé que entonces los expertos aseguraban que se trataba de un hombre, pero ¿y si se hubieran equivocado? ¿Y si la asesina fue una mujer? ¿Es eso lo que no vimos en 1994?

Nos dedicamos luego a visionar minuciosamente el vídeo de la obra de 1994. La calidad de la imagen no era muy buena y solo se hallaba enfocado el escenario. Al público, ni se lo veía. Pero la grabación estaba ya en marcha durante el acto oficial. Se ve entonces al vicealcalde Alan Brown subir al escenario con expresión de apuro y acercarse al micrófono. Hay un intervalo. Brown parece acalorado. Tras un titubeo, desdobla una hoja de papel que se ha sacado del bolsillo y en la que se supone que ha anotado unas cuantas cosas deprisa y corriendo sentado en su butaca. «Señoras y señores —dice—, tomo la palabra en nombre del alcalde Gordon, que no está aquí esta noche. Les confieso que pensaba que estaría con nosotros y, por desgracia, no he podido preparar un discurso de verdad. Me limitaré, pues, sencillamente a dar la bienvenida a…».

—¡Para! —le gritó de pronto Anna a Derek para que pusiera la grabación en «pausa»—. ¡Mirad!

La imagen se quedó fija. Se veía a Alan Brown solo en el escenario con la hoja en las manos. Anna se levantó de la silla para ir a coger una imagen pegada en la pared, otra de las que habíamos encontrado en el guardamuebles. Era exactamente la misma escena: Brown delante del micrófono, y, en las manos, la hoja, que Stephanie había rodeado con rotulador rojo.

—Esta imagen está sacada del vídeo —dijo Anna.

—Entonces, ¿Stephanie vio este vídeo? —susurré—. ¿Quién se lo dio?

—Stephanie está muerta, pero nos sigue llevando la delantera —suspiró Derek—. Y ¿por qué marcaría la hoja con un círculo?

Oímos el resto del discurso, pero no tenía ningún interés. ¿Había destacado Stephanie la hoja por el discurso que pronunció Brown o por lo que ponía en ese trozo de papel?

*

Ostrovski iba andando por Bendham Road. No conseguía localizar a Stephanie: continuaba con el teléfono apagado. ¿Habría cambiado de número? ¿Por qué no contestaba? Había decidido ir a verla a su casa. Fue siguiendo la numeración de la calle mientras comprobaba la dirección exacta que tenía anotada en una libretita de cuero que llevaba siempre encima. Llegó por fin ante el edificio y se detuvo, sobrecogido: parecía haberse quemado y unas cintas policiales impedían acercarse.

Divisó en ese momento un coche patrulla de la policía, que subía la calle despacio, y le hizo una seña al agente que iba dentro.

Al volante del vehículo, el subjefe Montagne se paró y bajó el cristal de la ventanilla.

—¿Algún problema, caballero? —le preguntó a Ostrovski.

—¿Qué ha ocurrido aquí?

—Un incendio. ¿Por qué?

—Estoy buscando a alguien que vive aquí. Se llama Stephanie Mailer.

—¿Stephanie Mailer? Pero si la han asesinado. ¿De dónde sale usted?

Ostrovski se quedó cortado. Montagne volvió a subir el cristal y reanudó su recorrido camino de la calle principal. La radio lo avisó de repente de la pelea de una pareja en el aparcamiento del puerto deportivo. Le pillaba muy cerca. Comunicó al operador que iba para allá en el acto y puso en marcha las luces y la sirena. Un minuto después, llegaba al aparcamiento, en cuyo centro estaba parado un Porsche negro con las dos puertas abiertas: una joven corría hacia el espigón y la perseguía sin muchos bríos un individuo alto que tenía edad para ser su padre. Montagne hizo sonar brevemente la sirena: una bandada de gaviotas alzó el vuelo y la pareja se quedó paralizada. A la chica pareció hacerle gracia.

—¡Ah, bravo, Dakota! —renegó Jerry Eden—. ¡Ya tenemos aquí a la policía! ¡Empezamos bien!

—¡Policía de Orphea, no se mueva! —le ordenó Montagne—. Hemos recibido una llamada porque una pareja se estaba peleando.

—¿Una pareja? —repitió el hombre, como si no se lo pudiera creer—. ¡Esta sí que es buena! ¡Es mi hija!

—¿Es tu padre? —le preguntó Montagne a la joven.

—Sí, señor, por desgracia.

—¿De dónde vienen?

—De Manhattan —contestó Jerry.

Montagne comprobó la identidad de ambos y le siguió preguntando a Dakota:

—Y ¿por qué corrías así?

—Quería escaparme.

—¿De qué?

—De la vida, señor policía.

—¿Te ha violentado tu padre? —le preguntó Montagne.

—¿Violentarla yo? —exclamó Jerry.

—Le agradecería que se callase, caballero —le ordenó, muy seco, Montagne—. No hablaba con usted.

Se llevó a Dakota aparte y volvió a hacerle la pregunta. La joven se echó a llorar.

—No, claro que no, mi padre no me ha tocado —dijo entre dos sollozos.

—Entonces, ¿por qué estás así?

—Hace un año que estoy así.

—¿Por qué?

—Huy, sería demasiado largo de explicar.

Montagne no insistió y los dejó irse.

—¡Tenga usted hijos para esto! —voceó Jerry Eden cerrando el coche de un portazo antes de arrancar estruendosamente y salir del aparcamiento.

Pocos minutos después llegaba con Dakota al Palace del Lago, donde había reservado una suite. Tras la larga procesión ritual, los mozos de equipajes los acomodaron en la suite 308.

En la suite contigua, la 310, Ostrovski, que acababa de volver, se sentó en la cama con un marco en las manos. En él, la foto de una mujer radiante. Era Meghan Padalin. Miró largo y tendido esa imagen y luego susurró: «Voy a descubrir quién te hizo aquello. Te lo prometo». Después le dio un beso al cristal que los separaba.

En la suite 312, mientras Alice se daba un baño, Steven Bergdorf, con los ojos relucientes, estaba sumido en sus pensamientos: ese trueque de una obra de teatro a cambio de unas revelaciones policíacas era un caso único en toda la historia de la cultura. El instinto le decía que se quedase un poco más en Orphea. No solo por esa emoción periodística, sino también porque pensaba que unos cuantos días más aquí le dejarían más tiempo para solucionar sus conflictos afectivos con Alice. Salió a la terraza para poder hablar tranquilamente con Skip Nalan, su adjunto en la redacción de la Revista.

—Estaré fuera unos días para cubrir el acontecimiento del siglo —le explicó a Skip, antes de entrar en detalles acerca de lo que acababa de presenciar—. Un antiguo jefe de la policía convertido en director escénico representa su obra a cambio de hacer unas revelaciones en un caso criminal de hace más de veinte años y que todo el mundo creía cerrado. Voy a hacerte un reportaje desde dentro; todo el mundo nos quitará el artículo de las manos, vamos a triplicar las ventas.

—Quédate el tiempo que necesites —le contestó Skip—. ¿Tú crees que va en serio?

—¿Que si va en serio? Ni te lo imaginas. Es algo tremendo.

Bergdorf llamó luego a Tracy, su mujer, y le explicó que iba a estar unos días fuera aduciendo las mismas razones que le había dado a Skip un momento antes. Tras unos instantes de silencio, Tracy acabó por preguntarle con voz preocupada:

—Steven, ¿qué ocurre?

—Una obra de teatro curiosísima, cariño, te lo acabo de explicar. Es una oportunidad única para la Revista; ya sabes que las suscripciones están cayendo en picado ahora mismo.

—No —contestó ella—; quiero decir: ¿qué te pasa a ti? Hay algo que no va bien y me doy cuenta perfectamente. No eres el mismo. Han llamado del banco, dicen que tienes un descubierto.

—¿Un descubierto? —dijo él con un nudo en la garganta.

—Sí, en tu cuenta bancaria —repitió ella.

Estaba demasiado tranquila para estar al tanto de que también había vaciado la cuenta de ahorros de la familia. Pero él sabía que era ya solo cuestión de tiempo que lo descubriera. Se esforzó por mantener la calma.

—Sí, ya lo sé, por fin pude hablar con el banco. Era un error suyo en la gestión de una transacción. Todo va bien.

—Haz lo que tengas que hacer en Orphea, Steven. Espero que luego vayan mejor las cosas.

—Irán mucho mejor, Tracy. Te lo prometo.

Colgó. Aquella obra de teatro era un regalo del cielo: iba a poder arreglarlo todo tranquilamente con Alice. Había sido demasiado brusco antes. Dedicaría el tiempo que hiciera falta a explicárselo bien y ella lo entendería. Al final, no iba a tener que matarla. Todo se arreglaría.

La desaparición de Stephanie Mailer
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