Jesse Rosenberg
Sábado 19 de julio de 2014
Siete días antes de la inauguración
Los documentos bancarios descubiertos en la caja de seguridad de Gordon eran auténticos. La cuenta a la que había transferido el dinero de la corrupción la habían abierto Gordon y Brown. Juntos. Y este último había firmado de su puño y letra los impresos de apertura.
A primerísima hora de la mañana y con la mayor discreción, llamamos a la puerta de casa de Alan y Charlotte Brown y los llevamos a ambos al centro regional de la policía estatal para interrogarlos. Charlotte no podía por menos de estar al tanto de la implicación de Alan en la corrupción endémica que gangrenaba Orphea en 1994.
Pese a nuestros esfuerzos para no hacernos notar en el momento de llevarnos a los Brown, una vecina madrugadora, apalancada en la ventana de la cocina, los había visto subir en dos coches de la policía estatal. La noticia corrió de casa en casa a la velocidad exponencial de los mensajes electrónicos. Algunos incrédulos extremaron la curiosidad hasta el punto de ir a llamar a la puerta de los Brown y, entre ellos, Michael Bird, que quería comprobar la autenticidad del rumor. La onda expansiva no tardó en llegar a las televisiones locales; al parecer, al alcalde de Orphea y a su mujer los había detenido la policía. Peter Frogg, el vicealcalde, al que hostigaban por teléfono, se encerró en su casa. Por su parte, el jefe Gulliver contestaba de buen grado a todo el mundo, pero no parecía enterado de nada. Empezaba a cocerse un escándalo a fuego lento.
Cuando Kirk Harvey llegó al Gran Teatro, poco antes de la hora a la que comenzaban los ensayos, se encontró allí plantados a los periodistas. Lo estaban esperando.
—Señor Harvey, ¿existe alguna relación entre su obra y la detención de Charlotte Brown?
Harvey titubeó un momento antes de contestar.
—Tendrán que venir a ver la obra. Está todo en ella —dijo por fin.
Los periodistas se entusiasmaron aún más y Harvey sonrió. Todo el mundo hablaba ya de La noche negra.
*
En el centro regional de la policía estatal, interrogamos a Alan y a Charlotte en salas separadas. La primera en desmoronarse fue Charlotte, cuando Anna le enseñó los extractos bancarios hallados en la caja del alcalde Gordon. Al descubrir esos documentos, Charlotte se puso pálida.
—¿Que cobraba comisiones? —dijo indignada—. ¡Alan no habría hecho nunca algo así! ¡No existe hombre más honrado que él!
—Están ahí las pruebas, Charlotte —le dijo Anna—. ¿Reconoces su firma, sí o no?
—Sí, de acuerdo, es su firma, pero tiene que haber otra explicación. Estoy segura. ¿Él qué ha dicho?
—De momento lo niega todo —reconoció Anna—. Si no nos ayuda, nosotros no podremos ayudarlo a cambio. Pasará a la oficina del fiscal y lo meterán en prisión preventiva.
Charlotte rompió a llorar.
—¡Ay, Anna, te juro que yo no sé nada de todo esto…!
Anna le tocó la mano, compasiva, y preguntó:
—Charlotte, ¿nos lo contaste todo el otro día?
—Me callé un detalle, Anna —confesó entonces Charlotte, recobrando el aliento con dificultad—. Alan sabía que los Gordon iban a escapar.
—¿Lo sabía? —dijo Anna, asombrada.
—Sí, sabía que la noche de la inauguración del festival iban a irse de la ciudad a hurtadillas.
*
Orphea, 30 de julio de 1994, once y media de la mañana
Seis horas antes del cuádruple asesinato
En el escenario del Gran Teatro, Buzz Leonard daba a sus actores, reunidos a su alrededor, las últimas indicaciones. Quería pulir aún unos cuantos detalles. Charlotte aprovechó una escena en que no salía para ir al baño. En el foyer se tropezó con Alan y se echó en sus brazos, radiante. Él se la llevó lejos de las miradas y se besaron con ternura.
—¿Has venido a verme? —preguntó ella, traviesa.
Le chispeaban los ojos. Pero él parecía preocupado:
—¿Todo va bien? —le preguntó a Charlotte.
—Muy bien, Alan.
—¿No has sabido nada del chiflado de Harvey?
—Pues sí. Una noticia tirando a buena: ha dicho que estaba dispuesto a dejarme en paz. Se acabaron las amenazas de suicidio, se acabaron los numeritos. A partir de ahora va a portarse como es debido. Solo quiere que lo ayude a recuperar el texto de su obra de teatro.
—Pero ¿qué chantaje es ese? —dijo Alan, irritado.
—No, Al, no me importa ayudarlo. Ha trabajado tanto en esa obra… Por lo visto, solo queda un ejemplar y lo tiene el alcalde Gordon. ¿Puedes pedirle que se lo devuelva? O que te lo dé a ti y nosotros se lo damos a Kirk.
Alan se puso de uñas enseguida.
—Olvídate de toda esa historia de la obra, Charlotte.
—¿Por qué?
—Porque te lo pido yo. Y, a Harvey, que le den.
—Alan, ¿por qué te pones así? No te reconozco. Harvey es raro, vale. Pero se merece recuperar su texto. ¿Sabes la cantidad de trabajo que hay ahí?
—Mira, Charlotte, yo respeto a Harvey como policía y como director escénico, pero olvídate de esa obra. Olvídate de Gordon.
Ella insistió:
—Pero, bueno, Alan, podrías hacerme ese favor. Tú no sabes lo que es aguantar a Kirk amenazando continuamente con volarse los sesos.
—¡Pues que se los vuele! —exclamó Brown, muy irritado.
—No sabía que fueras tan estúpido, Alan —se lamentó Charlotte—. Me he equivocado contigo.
Se apartó de él y se dirigió a la sala. Él la cogió del brazo.
—Espera, Charlotte. Perdóname, de verdad que lo siento. De verdad que me gustaría ayudar a Kirk, pero es imposible.
—Pero ¿por qué?
Alan titubeó un momento y luego confesó:
—Porque el alcalde Gordon está a punto de irse de Orphea. Para siempre.
—¿Cómo? ¿Esta noche?
—Sí, Charlotte. La familia Gordon se dispone a desaparecer.
*
—¿Por qué tenían que irse los Gordon? —le preguntó Anna a Charlotte veinte años después de aquella conversación.
—No lo sé —respondió esta—. Ni quería saberlo. El alcalde Gordon me había parecido siempre un individuo raro. Lo único que yo quería era recuperar el texto de la obra y devolvérselo a Harvey. Pero no conseguí salir del teatro en todo el día. Buzz Leonard estaba empeñado en seguir ensayando unas cuantas escenas; luego quiso hacer un ensayo leído y charlar con cada uno de nosotros. El reto que suponía aquella obra lo tenía muy nervioso. Hasta última hora del día no tuve un momento libre para ir a casa del alcalde y salí volando. Sin saber siquiera si seguían en casa o si se habían marchado ya. Sabía que era mi última oportunidad para recuperar el texto.
—¿Y después? —preguntó Anna.
—Cuando me enteré de que habían asesinado a los Gordon, quise hablar con la policía, pero Alan me disuadió. Me dijo que eso podría meterlo a él en serios problemas. Al igual que a mí, por haberme presentado en su casa poco antes de la matanza. Cuando le conté a Alan que una mujer que hacía ejercicio en el parque me había visto, me dijo con cara de terror: «También está muerta. Todos los que vieron algo están muertos. Creo que vale más no hablar de esto con nadie».
Anna fue luego a ver a Alan a la sala de al lado. No le mencionó su conversación con Charlotte y se limitó a decirle:
—Alan, usted sabía que el alcalde no iba a asistir al acto de inauguración. El discurso que supuestamente improvisó estaba escrito a máquina.
Bajó la vista.
—Te aseguro que no tengo nada que ver con la muerte de la familia Gordon.
Anna dejó encima de la mesa los extractos bancarios.
—Alan, usted abrió una cuenta conjunta con Joseph Gordon en 1992 en la que se ingresaron más de quinientos mil dólares en dos años, procedentes de comisiones relacionadas con las obras de mejora de los edificios públicos de Orphea.
—¿Dónde habéis encontrado eso? —preguntó Alan.
—En una caja de seguridad que pertenecía a Joseph Gordon.
—Anna, te juro que no soy un corrupto.
—¡Pues entonces explíqueme todo esto, Alan! Porque hasta ahora se ha limitado a negarlo todo, que es algo que no le beneficia en absoluto.
Tras un último titubeo, el alcalde Brown se decidió a hablar de una vez por todas:
—A principios de 1994, descubrí que Gordon era un corrupto.
—¿Cómo?
—Recibí una llamada anónima. Fue a finales de febrero. Una voz de mujer. Me dijo que examinase la contabilidad de las empresas que contrataba el ayuntamiento para las obras públicas y que comparase, en la misma contrata, la facturación interna de las empresas y la facturación entregada en el ayuntamiento. Existía una diferencia importante. Todas las empresas hinchaban las facturas de forma sistemática; alguien del ayuntamiento se llevaba un pellizco al pasar. Alguien que estaba en una posición que le permitía adoptar la decisión final en la adjudicación de contratas, es decir, Gordon o yo. Y yo sabía que no era yo.
—¿Qué hizo?
—Fui de inmediato a ver a Gordon para pedirle explicaciones. Te confieso que, sobre la marcha, aún le concedía el beneficio de la duda. Pero lo que no me esperaba fue su contraofensiva.
*
Orphea, 25 de febrero de 1994
Despacho del alcalde Gordon
El alcalde Gordon estudió rápidamente los documentos que le había llevado Alan Brown, a quien tenía delante. Este, sintiéndose violento ante la falta de reacción de Gordon, acabó por decirle:
—Joseph, tranquilíceme, no está metido en un escándalo de corrupción, ¿verdad? ¿No ha pedido dinero a cambio de adjudicar contratas?
El alcalde Gordon abrió un cajón, sacó unos documentos y se los alargó a Alan, diciéndole en tono de disculpa:
—Alan, no somos más que dos sinvergüenzas de poca monta.
—¿Esto qué es? —preguntó Alan, leyendo los documentos—. ¿Y por qué está mi nombre en este extracto de cuenta?
—Porque abrimos esa cuenta juntos hace dos años. ¿No se acuerda?
—¡Abrimos una cuenta del ayuntamiento, Joseph! Usted decía que así se agilizaría la contabilidad, sobre todo en las cuentas de gastos. Y veo aquí que se trata de una cuenta personal sin relación con el ayuntamiento.
—Haber leído atentamente antes de firmar.
—Pero ¡yo me fiaba de usted, Joseph! ¿Me tendió una trampa? ¡Ay, Dios…! Si hasta le di mi pasaporte para verificar mi firma en el banco…
—Sí, y le estoy agradecido por la colaboración. Eso quiere decir que, si yo caigo, también cae usted, Alan. Ese dinero es de los dos. No intente jugar a los justicieros, no vaya a la policía, no se ponga a enredar en esa cuenta. Todo está a nombre de los dos. Así que, a menos que desee que compartamos la misma celda en una prisión federal por corrupción, más le vale olvidarse de esta historia.
—Pero ¡todo esto acabará por saberse, Joseph! ¡Aunque no fuera más que porque todos los contratistas de la ciudad saben que es usted un corrupto!
—Deje de lamentarse como un cobarde, Alan. Los contratistas están todos tan pillados como usted. No dirán nada porque son tan culpables como yo. Puede estar tranquilo. Y, además, esto no es una cosa de ayer, ni mucho menos, y todo el mundo está contento: los contratistas tienen garantizado su trabajo, no van a arriesgarlo todo para jugar a los caballeros andantes.
—Joseph, no lo entiende: hay alguien enterado de sus apaños y dispuesto a hablar. He recibido una llamada anónima. Así fue como lo descubrí todo.
Por primera vez, Gordon parecía asustado:
—¿Quién? ¿Quién?
—No lo sé, Joseph. Se lo repito, era una llamada anónima.
*
En la sala de interrogatorios del centro regional de la policía estatal, Alan miró a Anna en silencio.
—Me hallaba completamente pillado, Anna —le dijo—. Sabía que me resultaría imposible demostrar que no me había metido en ese caso de corrupción generalizada. La cuenta estaba también a mi nombre. Gordon era un demonio, lo tenía todo previsto. A veces parecía un poco blando, un poco torpe, pero en realidad sabía muy bien lo que hacía. Yo me encontraba a su merced.
—¿Qué ocurrió luego?
—Gordon empezó a asustarse por esa historia de la llamada anónima. Estaba tan seguro de que nadie se iba a ir de la lengua que no se le había ocurrido esa posibilidad. Deduje de ello que las ramificaciones de aquella corrupción eran aún más extensas de lo que yo sabía y que Gordon corría grandes riesgos. Los meses siguientes fueron muy complicados. Teníamos unas relaciones tóxicas, pero había que guardar las apariencias. Gordon no era un hombre que se quedase de brazos cruzados y yo sospechaba que buscaba una salida a aquella situación. En abril, en efecto, me citó una noche en el aparcamiento del puerto deportivo. «Dentro de poco voy a irme de la ciudad», me anunció. «¿Adónde va, Joseph?» «¿Qué más da?» «¿Cuándo?», seguí preguntando. «En cuanto termine de despejar este jodido embrollo». Todavía pasaron dos meses, que me parecieron una eternidad. A finales de junio de 1994, volvió a citarme en el aparcamiento del puerto deportivo y me anunció que se iría a finales del verano: «Anunciaré en el festival que no pienso volver a presentarme a las elecciones municipales de septiembre. Y, acto seguido, me mudaré». «¿Por qué no se va antes?», le pregunté, «¿por qué esperar otros dos meses?». «Llevo desde marzo vaciando poco a poco la cuenta bancaria. Tengo que respetar un límite en las transferencias para no levantar sospechas. Al ritmo que voy, estará vacía a finales del verano. La organización del tiempo es perfecta. Llegado ese momento, cerraremos la cuenta. Dejará de existir. Nadie le buscará nunca a usted las vueltas. Y la ciudad será suya. Siempre había soñado con eso, ¿no?» «Y ¿de aquí a entonces?», dije, preocupado: «Este asunto puede estallarnos en las narices en cualquier instante. E incluso, aunque cierre la cuenta, siempre quedará en algún sitio un rastro de las transacciones. ¡No se puede borrar todo de un plumazo, Joseph!». «Que no le entre el pánico, Alan. Me he ocupado de todo. Como siempre.»
—¿El alcalde Gordon dijo: «Me he ocupado de todo»? —repitió Anna.
—Sí, fueron sus palabras exactas. Nunca se me olvidará aquella expresión tan fría y aterradora con que las pronunció. Después de llevar tanto tiempo tratándolo, nunca me había dado cuenta de que Joseph Gordon no era un hombre que permitiera que nadie se cruzara en su camino.
Anna asintió sin dejar de tomar notas. Alzó la vista para mirar a Brown y entonces le preguntó:
—Pero, si Gordon tenía previsto marcharse después del festival, ¿por qué cambió de planes y decidió irse la tarde de la inauguración?
Alan torció el gesto:
—Te lo ha contado Charlotte, ¿verdad? —dijo—. Solo ha podido ser ella, era la única que lo sabía. A medida que se acercaba el festival, me fastidiaba cada vez más que Gordon se llevase todo el mérito, cuando, en realidad, no había participado ni en su creación, ni en su organización. Todo cuanto había hecho era seguir embolsándose dinero con los permisos para montar puestos ambulantes en la calle principal. Yo no aguantaba más. Había llevado la cara dura hasta el punto de editar un librito de autobombo. Todo el mundo le daba la enhorabuena, ¡menuda farsa! La víspera del festival me planté en su despacho y le exigí que se fuera antes del día siguiente por la mañana. No quería que cosechara todos los laureles del acontecimiento, ni que pronunciase el discurso inaugural. Pensaba irse de Orphea tranquilamente después de haberse llevado todos los honores y dejando el recuerdo imperecedero de un político fuera de serie, aunque lo hubiera hecho todo yo. Desde mi punto de vista, era algo intolerable. Quería que Gordon saliera huyendo como un perro, que se fuera como un pobre hombre. Así que le exigí que se quitase de en medio la noche del 29 de julio. Pero se negó. La mañana del 30 de julio de 1994 me lo encontré provocándome, pavoneándose por la calle principal, haciendo como que se aseguraba de que todo salía bien. Le dije que me iba derecho a su casa para hablar con su mujer. Me metí en el coche y salí a toda velocidad hacia Penfield Crescent. En el preciso momento en que su mujer, Leslie, me abría la puerta y me saludaba con amabilidad, oí que Gordon llegaba a toda prisa, pisándome los talones. Leslie Gordon se encontraba ya al tanto de todo. En la cocina, les dije: «Si no se han ido de Orphea de aquí a esta tarde, le cuento a todo el mundo, desde el escenario del Gran Teatro, que Joseph Gordon es un corrupto. ¡Tiro de la manta! No me dan miedo las consecuencias que pueda tener eso para mí. Su única oportunidad para escapar es hoy». Joseph y Leslie Gordon se dieron cuenta de que no se trataba de un farol. Yo estaba a punto de estallar. Me prometieron que se esfumarían de la ciudad esa misma noche como muy tarde. Al salir de su casa, fui al Gran Teatro. Era a última hora de la mañana. Vi a Charlotte, a quien se le había metido en la cabeza ir a buscar unos papeles que tenía Gordon, una puñetera obra de teatro que había escrito Harvey. Insistía tanto que le confié que Gordon se marcharía en las horas siguientes.
—Así que ¿nadie más que usted y Charlotte sabían que los Gordon iban a escapar ese mismo día? —preguntó Anna.
—Sí, éramos los únicos en saberlo. Te lo puedo asegurar. Conociendo a Gordon, seguro que no fue a contárselo a nadie. No le gustaban los imprevistos y tenía la costumbre de controlarlo todo. Por eso no me explico que lo matasen en su casa. ¿Quién podía saber que se hallaba allí? Oficialmente, se suponía que a esa hora estaba en el Gran Teatro conmigo, estrechando manos. Lo ponía en el programa: «19:00 h-19:30 h: recepción oficial en el foyer del Gran Teatro con el alcalde Joseph Gordon».
—Y ¿qué sucedió con la cuenta del banco? —preguntó Anna.
—Siguió abierta. Nunca se había declarado a Hacienda, era como si no existiera. Yo no la toqué nunca, me parecía que era la mejor forma de echarle tierra a esa historia. Seguro que todavía queda mucho dinero en ella.
—Y ¿la famosa llamada anónima? ¿Descubrió por fin de quién se trataba?
—Nunca, Anna.
*
Esa noche, Anna nos invitó a Derek y a mí a cenar en su casa.
Acompañamos los platos con unas botellas de un burdeos excelente y, cuando estábamos tomando una copita en el salón, Anna nos dijo:
—Podéis quedaros a dormir, si queréis. La cama del cuarto de invitados es muy cómoda. Tengo también un par de cepillos de dientes sin estrenar y un lote de camisetas viejas de mi exmarido que he conservado no sé muy bien por qué y que os sentarán estupendamente.
—¡Qué buena idea! —dijo entonces Derek—. Podemos aprovechar para contarnos nuestra vida. Anna nos hablará de su exmarido; yo, de esa vida espantosa que llevo en los servicios administrativos de la policía; y Jesse, de su proyecto de restaurante.
—¿Piensas abrir un restaurante, Jesse? —me preguntó Anna, intrigada.
—No hagas caso de lo que cuenta, Anna; el pobre chico se ha pasado con la bebida.
Derek se fijó en que había encima de la mesa una copia de La noche negra, que Anna se había llevado para leerla. La cogió.
—¿Tú no paras nunca de trabajar? —le dijo.
El ambiente se volvió de pronto grave.
—No entiendo por qué a Gordon le parecía tan valiosa esta obra de teatro —dijo Anna.
—Tan valiosa que la guardó en la caja de seguridad de un banco —precisó Derek.
—Con los documentos bancarios que incriminaban al alcalde Brown —añadí—. ¿Quiere eso decir que a lo mejor conservaba este texto como garantía para protegerse de alguien?
—¿Estás pensando en Kirk Harvey, Jesse? —me preguntó Anna.
—No lo sé —contesté—. En cualquier caso, la obra en sí no presenta ningún tipo de interés. Y el alcalde Brown afirma que nunca oyó a Gordon hablar de ella.
—¿Podemos creer a Alan Brown? —se preguntó Derek—. Después de todo lo que nos ha ocultado…
—No tendría ningún motivo para mentirnos —comenté—. Y, además, sabemos desde el principio que, en el momento de los asesinatos, estaba en el foyer del Gran Teatro dando la mano a decenas de personas.
Derek y yo habíamos leído la obra de Harvey, pero seguramente por culpa del cansancio no nos habíamos fijado en lo que le había llamado la atención a Anna.
—¿Y si tuviera que ver con las palabras subrayadas? —sugirió.
—¿Las palabras subrayadas? —dije, extrañado—. ¿A qué te refieres?
—En el texto hay alrededor de diez palabras subrayadas a lápiz.
—Pensaba que eran notas que Harvey había tomado —dijo Derek—. Cambios que quería hacer en la obra.
—No —contestó Anna—. Creo que se trata de otra cosa.
Nos sentamos en torno a la mesa. Derek volvió a coger el texto y Anna tomó nota de las palabras subrayadas según él las iba diciendo. De entrada, salió el siguiente galimatías: «jamás en regreso es mucho interés arrogante horizontal fogón opaco los destinos».
—¿Qué demonios querrá decir esto? —me pregunté.
—¿Estará en clave? —sugirió Derek.
Entonces, Anna se inclinó sobre la hoja.
Parecía habérsele ocurrido una idea. Volvió a escribir la frase:
Jamás En Regreso Es Mucho Interés Arrogante Horizontal Fogón Opaco Los Destinos.
J E R E M I A H F O L D