Jesse Rosenberg
Lunes 7 de julio de 2014
Diecinueve días antes del festival
Primera plana del Orphea Chronicle, edición del lunes 7 de julio de 2014:
ABANDONADO EL FESTIVAL DE TEATRO
¿Y si fuera el punto final del festival de teatro de Orphea? Tras haber sido el centro de la vida estival durante veinte años, bien parece que la edición del presente año está más en el aire de lo que nunca estuvo después de que los voluntarios, acontecimiento singular en la historia de esta institución, votasen una huelga indefinida alegando que temen por su seguridad. Desde ese momento la pregunta está en todas las bocas: ¿puede celebrarse el festival sin voluntarios?
Anna se había pasado el domingo siguiéndole la pista a Kirk Harvey. Al final, había dado con su padre, Cornelius Harvey, que vivía en una residencia para jubilados en Poughkeepsie, a tres horas de camino de Orphea. Había hablado con el director, que estaba esperando nuestra visita.
—¿Trabajaste ayer, Anna? —dije extrañado mientras íbamos de camino los dos hacia la residencia—. Creía que pasabas el fin de semana en casa de tus padres.
Se encogió de hombros.
—Acortamos las celebraciones —me contestó—. Me alegraba tener algo que hacer para pensar en otra cosa. ¿Dónde está Derek?
—En el centro regional. Está repasando el expediente de la investigación de 1994. Lo agobia la idea de que a lo mejor nos perdimos algo.
—¿Qué os pasó a los dos, Jesse, en 1994? Por lo que cuentas, me da la impresión de que debíais de ser los mejores amigos del mundo.
—Lo seguimos siendo —le aseguré.
—Pero algo falló entre vosotros en 1994…
—Sí. No estoy seguro de estar preparado para hablar de eso.
Ella asintió en silencio y, luego, quiso cambiar de tema.
—Y tú, Jesse, ¿qué hiciste en la fiesta nacional?
—Estuve en mi casa.
—¿Solo?
—Solo. Me hice hamburguesas con salsa Natasha.
Sonreí; era un detalle inútil.
—¿Quién es Natasha?
—Mi novia.
—¿Tienes novia?
—Es agua pasada. Soy el soltero de guardia.
Ella se echó a reír.
—Yo también —me dijo—. Desde que me divorcié, todas las amigas me pronostican que acabaré sola en la vida.
—¡Eso duele! —dije en tono compasivo.
—Un poco. Pero tengo la esperanza de encontrar a alguien. Y, con Natasha, ¿qué se torció?
—Menudas bromas nos gasta a veces la vida, Anna.
Le vi en la mirada que entendía lo que quería decir. Y se limitó a darme la razón en silencio.
La residencia Los Robles era un edificio pequeño de balcones floridos en las afueras de Poughkeepsie. En el vestíbulo había un grupito de ancianos en silla de ruedas acechando a la gente que pasaba.
—¡Visitas! ¡Visitas! —exclamó, cuando entramos, uno de ellos que tenía un tablero de ajedrez en el regazo.
—¿Vienen a vernos? —preguntó un viejecito sin dientes que parecía una tortuga.
—Venimos a ver a Cornelius Harvey —le contestó amablemente Anna.
—¿Por qué no vienen a verme a mí? —preguntó con voz temblequeante una anciana menuda, flaca como una ramita.
—A mí hace dos meses que no han venido a verme mis hijos —intervino el jugador de ajedrez.
Nos identificamos en recepción y, pocos momentos después, apareció el director del centro. Era un hombrecillo como una bola con el traje empapado de sudor. Le echó el ojo a Anna vestida de uniforme y nos estrechó la mano con muchos bríos. La suya estaba pringosa.
—¿Para qué quieren ver a Cornelius Harvey? —preguntó.
—Estamos buscando a su hijo en relación con una investigación criminal.
—Y ¿qué ha hecho el chico?
—Nos gustaría hablar con él.
Nos llevó por los pasillos hasta un salón por donde andaban repartidos unos cuantos residentes. Algunos jugaban a las cartas, otros leían y otros más se limitaban a mirar al vacío.
—Cornelius —anunció el director—, tiene visita.
Un anciano alto y delgado de pelo blanco revuelto y que vestía una gruesa bata se levantó de su sillón y nos miró con curiosidad.
—¿La policía de Orphea? —dijo extrañado al acercarse, mirando el uniforme negro de Anna—. ¿Qué sucede?
—Señor Harvey —le dijo Anna—, no tenemos más remedio que ponernos en contacto con su hijo Kirk.
—¿Kirky? ¿Qué quieren de él?
—Venga, señor Harvey. Vamos a sentarnos —sugirió Anna.
Nos acomodamos los cuatro en una esquina en que había un sofá y dos sillones. Un rebaño de ancianos curiosos se apiñó alrededor.
—¿Para qué quieren a mi Kirky? —preguntó Cornelius, preocupado.
Por la forma en que nos hablaba ya teníamos resuelta la primera duda: Kirk Harvey, en efecto, estaba vivo.
—Hemos reabierto uno de sus casos —explicó Anna—. En 1994, su hijo investigó un cuádruple asesinato cometido en Orphea. Tenemos muy buenas razones para creer que el mismo asesino ha matado a una joven hace unos días. Necesitamos hablar con Kirk ineludiblemente para resolver este caso. ¿Está usted en contacto con él?
—Sí, claro. Hablamos por teléfono muchas veces.
—¿Viene por aquí?
—¡Ah, no! ¡Vive demasiado lejos!
—¿Dónde vive?
—En California. ¡Anda con una obra de teatro que va a tener muchísimo éxito! Es un gran director, ¿saben? Se va a hacer muy famoso. ¡Muy famoso! Cuando estrenen por fin su obra, me pondré un traje elegante e iré a aplaudirlo. ¿Quieren ver el traje? Está en mi habitación.
—No, muchas gracias —contestó Anna, rechazando la oferta—. Dígame, señor Harvey, ¿cómo podemos localizar a su hijo?
—Tengo un número de teléfono. Puedo dárselo. Hay que dejarle recado y luego llama él.
Sacó una libretita del bolsillo y le dictó el número a Anna.
—¿Cuánto tiempo lleva Harvey viviendo en California? —pregunté.
—Ya se me ha olvidado. Mucho. Veinte años, quizá.
—Así que, cuando se marchó de Orphea, ¿se fue directamente a California?
—Sí, directamente.
—¿Por qué lo dejó todo de la noche a la mañana?
—Pues por La noche negra —nos contestó Cornelius como si se tratase de una obviedad.
—¿La noche negra? Pero ¿qué es esa dichosa «noche negra», señor Harvey?
—Lo había descubierto todo —nos dijo Cornelius, sin responder en realidad a la pregunta—. Había descubierto la identidad del autor del cuádruple asesinato de 1994 y no le quedó más remedio que irse.
—¿Así que sabía que no era Ted Tennenbaum? Pero ¿por qué no lo detuvo?
—Solo mi Kirk puede contestarles a eso. Y, por favor, si lo ven, díganle que su papá le manda muchos besos.
En cuanto salimos de la residencia, Anna marcó el número que nos había dado Cornelius Harvey.
—Beluga Bar, dígame —contestó una voz femenina al otro extremo del cable.
—Buenos días —dijo Anna cuando se le pasó la sorpresa—, querría hablar con Kirk Harvey.
—Déjeme el recado y él la llamará.
Anna dio su nombre y su número de teléfono e indicó que se trataba de un asunto importantísimo. Cuando hubo colgado, hicimos una búsqueda rápida en internet: el Beluga Bar era un local situado en el barrio de Meadowood de Los Ángeles. Aquel nombre no me era desconocido. Y de pronto vi la relación. Llamé en el acto a Derek y le pedí que volviera a mirar los extractos de la tarjeta de crédito de Stephanie.
—Recordabas bien —me confirmó tras repasar con mucha atención los documentos—. Según sus cargos, Stephanie fue tres veces al Beluga Bar cuando estuvo en Los Ángeles en junio.
—¡Por eso estaba en Los Ángeles! —exclamé—. Había dado con el rastro de Kirk Harvey y fue a verlo.
*
Nueva York, ese mismo día
En el piso de los Eden, Cynthia estaba fuera de sí. Dakota llevaba dos días desaparecida. Habían avisado a la policía, que la estaba buscando afanosamente. Jerry y Cynthia habían peinado la ciudad e ido a ver a todos sus amigos. En vano. Ahora andaban dando vueltas por el piso esperando unas noticias que no llegaban. Tenían los nervios destrozados.
—Seguro que vuelve cuando necesite pasta para comprar esa mierda que se mete —acabó por decir Jerry, harto.
—¡Jerry, no te reconozco! ¡Es nuestra hija! ¡Teníais tanta complicidad los dos! ¿Te acuerdas? Cuando era pequeña, yo tenía incluso celos de esa relación vuestra.
—Ya lo sé, ya lo sé —contestó Jerry, queriendo calmar a su mujer.
No se habían percatado de la desaparición de su hija hasta muy entrado ya el domingo. Creían que estaba durmiendo y no fueron a su cuarto hasta primera hora de la tarde.
—Deberíamos haber ido antes a echar una ojeada —se reprochó Cynthia.
—Y ¿cuál habría sido la diferencia? Y, además, de todas formas, se supone que «respetamos “su espacio íntimo”», como se me ha pedido en las sesiones de terapia familiar. Nos hemos limitado a aplicar el puñetero principio de confianza de tu puñetero doctor Lern.
—¡No lo tergiverses todo, Jerry! Cuando hablamos de eso en la sesión fue porque Dakota se quejaba de que registrabas su habitación para buscar droga. Lo que dijo el doctor Lern fue que convirtiéramos su cuarto en un espacio propio que respetásemos, que implantásemos un principio de confianza. ¡No nos dijo que no fuéramos a ver si nuestra hija estaba bien!
—Lo que parecía era que se le habían pegado las sábanas. Quería dejarle el beneficio de la duda.
—Sigue teniendo el móvil apagado —dijo con un nudo en la garganta Cynthia, quien entretanto había intentado localizar, una vez más, a su hija—. Voy a llamar al doctor Lern.
En ese momento sonó el teléfono fijo. Jerry fue corriendo a cogerlo.
—¿Señor Eden? Policía de Nueva York. Hemos encontrado a su hija. Está bien, no se preocupen. Una patrulla la recogió en un callejón, dormida, a todas luces borracha. La han llevado al hospital Mount Sinai para que le hagan una revisión.
En ese mismo momento, en la redacción de la Revista de Letras de Nueva York, Skip Nalan, el redactor jefe adjunto, entró como una fiera en el despacho de Steven Bergdorf.
—¿Has puesto en la calle a Ostrovski? —gritó Skip—. Pero ¿es que has perdido por completo la cabeza? Y ¿qué es esa sección penosa que quieres meter en el próximo número? Y ¿de dónde has sacado a esa Alice Filmore? Su texto es una porquería, ¡no me digas que quieres publicar semejante birria!
—Alice es una periodista muy capaz. Tengo mucha fe en ella. La conoces, es la que se ocupaba antes del correo.
Skip Nalan se echó las manos a la cabeza.
—¿Del correo? —repitió exasperado—. ¿Has puesto en la calle a Ostrovski para sustituirlo por una chica encargada del correo que escribe artículos de mierda? ¿Es que te drogas, Steven?
—Ostrovski ya no tiene nivel. Es odioso de forma innecesaria. ¡Y Alice es una joven rebosante de talento! —protestó Bergdorf—. Sigo siendo el jefe de esta revista, ¿sí o no?
—¿De talento? ¡Es para cagarse encima, desde luego! —siguió gritando Skip, que se fue dando un portazo.
Nada más salir, se abrió de golpe la puerta del armario empotrado y apareció Alice. Steven se abalanzó hacia la puerta para echar el pestillo.
—Ahora no, Alice —le suplicó, temiendo que le fuera a montar una escena.
—¡Pero bueno! ¿Lo has oído, Stevie? ¡Oyes las cosas espantosas que dice de mí y tú ni siquiera me defiendes!
—Pues claro que te he defendido. He dicho que tu artículo era muy bueno.
—Deja ya de ser un huevón, Stevie. ¡Quiero que lo despidas a él también!
—No seas ridícula, no voy a despedir a Skip. Tú ya has conseguido que echase a Stephanie y la cabeza de Ostrovski. ¡No pretenderás diezmarme la revista, digo yo!
Alice lo fulminó con la mirada y luego exigió un regalo.
Bergdorf obedeció, avergonzado. Recorrió las tiendas de lujo de la Quinta Avenida con las que tan encariñada estaba Alice. En una tienda de artículos de piel encontró un bolsito muy elegante. Sabía que era exactamente la clase de bolso que le gustaba a Alice. Lo cogió y entregó su tarjeta de crédito a la vendedora. La rechazaron por falta de saldo. Probó con otra y la rechazaron también. Lo mismo pasó con la tercera. Le empezó a entrar el pánico, se le humedeció de sudor la frente. Solo estaban a 7 de julio, se había agotado el crédito de las tarjetas y la cuenta estaba pelada. A falta de otra solución, decidió usar la tarjeta de la Revista, que aceptaron. Ya solo le quedaba la cuenta con el dinero de las vacaciones. Tenía que convencer como fuera a su mujer para que renunciase al proyecto de viaje en autocaravana a Yellowstone.
Tras efectuar la compra, siguió vagabundeando por las calles. El cielo encapotado se estaba poniendo tormentoso. Cayó una primera salva de gotas de lluvia, calientes y sucias, que le mojó la camisa y el pelo. Siguió andando sin hacer caso, se sentía completamente perdido. Acabó por entrar en un McDonald’s y pidió un café, que se tomó en una mesa mugrienta. Estaba desesperado.
*
Anna y yo, de regreso a Orphea, nos detuvimos en el Gran Teatro. Durante el camino de vuelta de Poughkeepsie habíamos llamado a Cody: estábamos buscando cualquier documento que tuviera que ver con el primer festival de teatro. Teníamos sobre todo mucha curiosidad por la obra que había interpretado Kirk Harvey y que, inicialmente, el alcalde Gordon había querido prohibir.
Anna me guio por el edificio hasta llegar entre bastidores. Cody nos estaba esperando en su despacho: había sacado de los archivos una caja de cartón llena de recuerdos, todos revueltos.
—¿Qué buscáis en concreto? —nos preguntó Cody.
—Información relevante sobre el primer festival. El nombre de la compañía que representó la obra inaugural, cuál era la obra de Kirk Harvey…
—¿Kirk Harvey? Interpretaba una obra ridícula que se llamaba Yo, Kirk Harvey. Un monólogo sin interés. La obra inaugural fue Tío Vania. Mirad, aquí está el programa.
Sacó un folleto viejo con el papel amarillento y me lo alargó.
—Podéis quedaros con él —me dijo—. Tengo más.
Luego siguió rebuscando en la caja y sacó un librito.
—Ah, se me había olvidado por completo la existencia de este libro. Una idea del alcalde Gordon en aquel momento. A lo mejor os es de utilidad.
Cogí el libro y leí el título:
HISTORIA DEL FESTIVAL DE TEATRO DE ORPHEA
por Steven Bergdorf
—¿Qué libro es este? —le pregunté en el acto a Cody.
—Steven Bergdorf —dijo Anna atragantándose al leer el nombre del autor.
Cody nos contó entonces un episodio ocurrido dos meses antes del cuádruple asesinato.
*
Orphea, mayo de 1994
Encerrado en su despachito de la librería, Cody estaba ocupado haciendo pedidos cuando Meghan Padalin abrió tímidamente la puerta.
—Perdona que te moleste, Cody, pero está aquí el alcalde y quiere verte.
Cody se puso en pie en el acto y salió de la trastienda. Tenía curiosidad por saber qué se le ofrecía al alcalde. Por alguna razón misteriosa, este llevaba sin ir por la librería desde el mes de marzo. Cody no se explicaba el motivo. Le daba la impresión de que el alcalde evitaba ir a su tienda. Incluso lo había visto comprar libros en la librería de East Hampton.
Gordon estaba del otro lado del mostrador, sobando nerviosamente un folleto.
—¡Señor alcalde! —exclamó Cody.
—Hola, Cody.
Se dieron un caluroso apretón de manos.
—¡Qué felicidad tener una librería tan estupenda en Orphea! —dijo el alcalde Gordon contemplando las baldas llenas de libros.
—¿Todo va bien, señor alcalde? —inquirió Cody—. Me ha dado la impresión de que últimamente me andaba evitando.
—¿Que yo lo evitaba a usted? —dijo Gordon divertido—. ¡Vamos, qué idea tan curiosa! ¿Sabe? ¡Me tiene impresionado cuánto lee aquí la gente! Siempre con un libro en la mano. El otro día estaba cenando en el restaurante y, se lo crea o no, había en la mesa de al lado una pareja joven, sentados uno enfrente de otro, ¡y cada cual con las narices metidas en un libro! Me dije que la gente se había vuelto loca. ¡Hablad, qué demonios, en vez de estar ensimismados en vuestro libro! Y, además, los bañistas no van a la playa más que con montones de buenas novelas. Es su droga.
Cody escuchó, divertido, el relato del alcalde. Le pareció afable y simpático. Tan campechano. Pensó que se lo habría imaginado todo. Pero la visita de Gordon no era desinteresada.
—Quería hacerle una pregunta, Cody —siguió diciendo Gordon entonces—. Como ya sabe, el 30 de julio inauguramos nuestro primer festival de teatro…
—Sí, claro que lo sé —contestó Cody, con entusiasmo—. Ya he pedido varias ediciones de Tío Vania para ofrecérselas a los clientes.
—¡Qué espléndida idea! —aprobó el alcalde—. Pues esto es lo que venía a pedirle: Steven Bergdorf, el redactor jefe del Orphea Chronicle, ha escrito un librito dedicado al festival de teatro. ¿Cree usted que podría venderlo aquí? Tenga, le he traído un ejemplar.
Le alargó a Cody el cuadernillo. La portada era una foto del alcalde delante del Gran Teatro; y, encima, el título.
—Historia del festival —leyó Cody en voz alta, antes de decir con extrañeza—. Pero esta es solo la primera edición del festival, ¿no? ¿No es un poco pronto para dedicarle un libro?
—Hay tanto que decir al respecto, ya sabe —le aseguró el alcalde antes de irse—. No descarte unas cuantas buenas sorpresas.
Cody no le veía, en realidad, ningún interés al libro, pero quería ser amable con el alcalde y aceptó venderlo en su librería. Cuando Gordon se hubo marchado, volvió a aparecer Meghan Padalin.
—¿Qué quería? —le preguntó a Cody.
—Hacer la promoción de un cuadernillo que ha editado.
Ella se relajó y hojeó el librito.
—No tiene mala pinta —opinó—. ¿Sabes? Hay bastantes personas por aquí que pagan de su bolsillo la publicación de sus libros. Deberíamos ofrecerles un rinconcito para que pudieran ponerlos a la venta.
—¿Un rincón? Pero si estamos ya sin sitio. Y, además, no le interesará a nadie —le dijo Cody—. A la gente no le apetece comprar el libro del vecino.
—Usemos el trastero que está al fondo de la tienda —insistió Meghan—. Una manita de pintura y quedará como nuevo. Lo convertimos en una habitación para los escritores locales. Ya verás: los escritores son buenos clientes para las librerías. Vendrán de toda la zona a ver su libro en las estanterías y aprovecharán para comprar.
Cody pensó que podía ser una buena idea. Y, además, quería agradar al alcalde Gordon: se daba cuenta claramente de que algo no iba bien y eso lo disgustaba.
—Probemos si quieres, Meghan —asintió Cody—. No perdemos nada por probar. En el peor de los casos, habremos arreglado el trastero. Sea como fuere, gracias al alcalde Gordon me entero de que Steven Bergdorf es escritor en sus horas muertas.
*
—¿Steven Bergdorf es el antiguo redactor jefe del Orphea Chronicle? —se asombró Anna—. ¿Tú lo sabías, Jesse?
Me encogí de hombros; yo tampoco tenía ni idea. ¿Había coincidido con él entonces? Ya no lo sabía.
—¿Lo conocéis? —preguntó Cody, sorprendido por nuestra reacción.
—Es el redactor jefe de la Revista donde trabajaba Stephanie Mailer en Nueva York —explicó Anna.
¿Cómo podía yo no recordar a Steven Bergdorf? Tras informarnos, descubrimos que Bergdorf había dimitido de su puesto de redactor jefe del Orphea Chronicle al día siguiente del cuádruple asesinato y le había dejado el sitio a Michael Bird. Curiosa coincidencia. ¿Y si Bergdorf se hubiera ido llevándose unas preguntas que lo seguían atormentando hoy? ¿Y si era él quien le había encargado a Stephanie el libro que estaba escribiendo? Ella se refería a alguien que no podía escribirlo directamente. Parecía lógico que el antiguo redactor jefe del periódico local no pudiera volver veinte años después a meter las narices en aquel asunto. Teníamos que ir por fuerza a Nueva York para hablar con Bergdorf. Decidimos hacerlo al día siguiente a primera hora.
No se habían acabado las sorpresas. Ese mismo día, ya muy a última hora de la tarde, llamaron a Anna al móvil. El número que aparecía era el del Beluga Bar.
—¿Subjefa Kanner? —le dijo una voz de hombre al otro extremo del hilo—. Kirk Harvey al aparato.