Steven Bergdorf
Tracy, mi mujer, y yo siempre hemos tenido una política muy estricta en lo referido al uso de internet por los niños: podían usarlo para instruirse y formarse, pero nada de hacer de todo y a lo loco. En especial tenían prohibido darse de alta en páginas para chatear. Demasiadas historias sórdidas habíamos oído de niños con los que entraban en contacto pedófilos que se hacían pasar por críos de su edad.
Pero, en la primavera de 2013, al cumplir nuestra hija diez años, exigió poder registrarse en Facebook.
—¿Para qué? —le pregunté.
—¡Todas mis amigas tienen Facebook!
—Esa no es una razón que me valga. Ya sabes que a tu madre y a mí no nos gustan esas páginas. Internet no se inventó para esas bobadas.
A ese comentario, mi hija de diez años me respondió:
—El Metropolitan Museum está en Facebook, el MoMA, también, y National Geographic, y el ballet de San Petersburgo. ¡Todo el mundo está en Facebook menos yo! ¡En esta casa vivimos como los amish!
Tracy, mi mujer, opinó que no le faltaba razón y alegó que nuestra hija iba muy adelantada intelectualmente respecto a sus compañeras y que era importante que pudiera relacionarse con niños de su edad si no quería acabar aislada por completo en el colegio.
Yo, pese a todo, tenía reticencias. Había leído muchos artículos sobre lo que se hacían mutuamente los adolescentes en las redes sociales: agresiones escritas y visuales, insultos de todo tipo e imágenes escandalosas. Mi mujer, mi hija y yo celebramos un consejo de familia para discutir el asunto y les leí un artículo de The New York Times que refería un drama reciente que había ocurrido en un instituto de Manhattan, donde una alumna se había suicidado tras haber sido víctima de una campaña de acoso en Facebook.
—¿Estabais al tanto de esa historia? Ocurrió la semana pasada, aquí, en Nueva York: «Violentamente insultada y amenazada en Facebook, donde, sin saberlo ella, se había divulgado un mensaje suyo en el que revelaba su homosexualidad, la joven de dieciocho años, que cursaba el último año en el muy prestigioso instituto privado de Hayfair, se mató en su domicilio». ¡Os dais cuenta!
—Papá, yo solo quiero interactuar con mis amigas —me dijo mi hija.
—Tiene diez años y usa la palabra interactuar —recalcó Tracy—. Creo que ya tiene la madurez suficiente para tener cuenta en Facebook.
Acabé por ceder con una condición: tener yo también una cuenta de Facebook para poder ir siguiendo las actividades de nuestra hija y asegurarme de que no era víctima de ningún acoso.
Llegados a este punto, tengo que reconocer que nunca se me han dado demasiado bien las nuevas tecnologías. Por eso, después de haberme abierto la cuenta de Facebook, como necesitaba ayuda para configurarla, se lo dije a Stephanie Mailer mientras tomábamos un café en la sala de descanso de la redacción de la Revista. «¿Se ha registrado en Facebook, Steven?», dijo Stephanie, divertida, antes de darme un breve curso sobre cómo configurar y usar la cuenta.
Más adelante, ese mismo día, Alice, cuando entró en mi despacho para traerme el correo, me dijo:
—Debería poner una foto en su perfil.
—¿Una foto de mi perfil? ¿Dónde?
Se rio:
—En su perfil de Facebook. Debería poner una foto suya. Lo he añadido como amigo.
—¿Estamos conectados en Facebook?
—Si acepta mi solicitud de amistad, sí.
Lo hice en el acto. Me hizo gracia. Cuando se fue, le eché una ojeada a su página de Facebook, miré sus fotos y debo reconocer que me resultó divertido. Solo conocía a Alice como la chica que me traía el correo. Ahora descubría a su familia, sus lugares favoritos, lo que le gustaba leer. Descubría su vida. Stephanie me había enseñado a mandar mensajes y decidí mandarle uno a Alice:
¿Ha ido de vacaciones a México?
Me contestó:
Sí, el invierno pasado.
Le dije:
Las fotos son estupendas.
Y me volvió a contestar:
Gracias.
Fue el principio de una serie de intercambios intelectualmente penosos, pero debo reconocer que adictivos. Conversaciones del todo inanes, pero que me divertían.
Por las noches, en lugar de leer o ver una película con mi mujer, como solía, empecé a tener conversaciones estúpidas con Alice en Facebook.
YO: He visto que has colgado una foto de un ejemplar de El conde de Montecristo. ¿Te gusta la literatura francesa?
ALICE: Me encanta la literatura francesa. Di clases de francés en la universidad.
YO: ¿De verdad?
ALICE: Sí. Sueño con ser escritora e irme a vivir a París.
YO: ¿Escribes?
ALICE: Estoy escribiendo una novela.
YO: Me encantaría leerla.
ALICE: A lo mejor cuando la acabe. ¿Está todavía en la oficina?
YO: No, en mi casa. Acabo de terminar de cenar.
Mi mujer, que estaba leyendo en el sofá, se interrumpió para preguntarme qué hacía.
—Tengo que terminar un artículo —le dije.
Se volvió a su libro y yo, a mi pantalla:
ALICE: ¿Qué ha cenado?
YO: Pizza. ¿Y tú?
ALICE: Voy a ir a cenar ahora.
YO: ¿Dónde?
ALICE: Todavía no lo sé, algo con unas amigas.
YO: Pues que lo paséis bien.
Aquí se acabó la conversación; seguramente había salido ya. Pero, pocas horas después, cuando me disponía a irme a la cama, tuve la curiosidad de dar una última vuelta por Facebook y vi que me había contestado:
ALICE: Gracias.
Me apetecía reanudar la conversación.
YO: ¿Lo has pasado bien?
ALICE: Bah, un aburrimiento. Espero que esté usted pasando una buena velada.
YO: ¿Por qué «un aburrimiento»?
ALICE: Me aburro un poco con la gente de mi edad. Prefiero estar con personas más maduras.
Mi mujer me llamó desde el dormitorio.
—Steve, ¿te vienes a la cama?
—Ahora voy.
Pero me enganchó la conversación y seguí conectado con Alice hasta las tres de la mañana.
Pocos días después, cuando iba con mi mujer a la inauguración de una exposición de pintura, me di de bruces con Alice en el bufé. Llevaba un vestido corto y tacones: estaba estupenda.
—¿Alice? —dije, extrañado—. No sabía que venías.
—Yo sabía que venía usted.
—¿Cómo?
—Recibió la invitación en Facebook y contestó que iría.
—Y ¿puedes ver eso en Facebook?
—Sí, en Facebook se ve todo.
Sonreí, divertido.
—¿Qué bebes? —le pregunté.
—Un Martini.
Lo pedí y, luego, también dos copas de vino.
—¿Está con alguien? —preguntó Alice.
—Con mi mujer. Por cierto, me está esperando; voy para allá.
Alice puso cara de chasco.
—Peor para mí —dijo.
Aquella noche, al volver de la exposición, me estaba esperando un mensaje en Facebook.
Lo que me gustaría poder tomar algo sola con usted.
Tras pensármelo mucho, contesté:
¿Mañana, a las cuatro, en el bar del Plaza?
No sé cómo se me ocurrió aquella idea descabellada de sugerir a la vez lo de tomar algo y lo del Plaza. Lo de tomar algo, sin duda, porque Alice me atraía y porque la idea de gustarle a una mujer guapa de veinticinco años me halagaba. El Plaza seguramente porque era el último lugar de Nueva York a donde iría a tomar algo: era un sitio que no me iba nada y estaba en el extremo opuesto de mi barrio. Así que no corría el riesgo de toparme con nadie. No es que supusiera que iba a ocurrir algo con Alice, pero no quería que la gente lo pensara. A las cuatro, en el Plaza, estaría de lo más tranquilo.
Al entrar en el bar, me encontraba nervioso y excitado a la vez. Ya me estaba esperando, acurrucada en un sillón. Le pregunté qué tomaba y me contestó:
—A usted, Steven.
Una hora después, borracho de champán, me estaba acostando con ella en una habitación del Plaza. Fue un momento de una tremenda intensidad. Creo que nunca había vivido algo así con mi propia mujer.
Eran las diez cuando llegué a casa, con los sentidos trastornados, con el corazón palpitante y alteradísimo por lo que acababa de vivir. Conservaba las imágenes de aquel cuerpo que había penetrado, de aquellos pechos tan firmes que había agarrado, de aquella piel que se me había brindado. Notaba en mí una excitación adolescente. Nunca había engañado antes a mi mujer. Nunca me había imaginado que algún día engañaría a mi mujer. Siempre había juzgado con mucha severidad a mis amigos o colegas que habían tenido una aventura extraconyugal. Pero, al llevarme a Alice a aquella habitación de hotel, ni siquiera había pensado en eso. Y había salido de esa habitación con una única idea en la cabeza: repetirlo. Me sentía tan bien que no me parecía que hubiera nada malo en engañar a tu mujer. Ni siquiera tenía la impresión de haber cometido una falta. Había vivido. Sencillamente.
Al entrar en casa, Tracy se me echó encima:
—¿Dónde te habías metido, Steven? Me moría de preocupación.
—Lo siento. Una emergencia tremenda en la Revista; creí que acabaría antes.
—Pero, a ver, te he dejado por lo menos diez mensajes. Me podrías haber llamado —me reprochó—. Casi aviso a la policía.
Fui a la cocina para revolver en la nevera. Estaba muerto de hambre. Encontré un plato con sobras que me calenté y me comí allí mismo, en la barra. Mi mujer, mientras tanto, andaba de la mesa al fregadero, recogiendo el follón que habían dejado nuestros hijos. Seguía sin sentirme culpable. Me sentía bien.
Al día siguiente por la mañana, al presentarse en mi despacho con el correo del día, Alice me soltó con expresión traviesa:
—Buenos días, señor Bergdorf.
—Alice —susurré—, tengo que volver a verte sin falta.
—A mí también me apetece, Steven. ¿Después, en mi casa?
Me apuntó las señas en un trozo de papel y lo dejó encima de un montón de cartas.
—Estaré a las seis. Ven cuando quieras.
Me pasé el día en un estado de total sobreexcitación. Cuando llegó por fin la hora, cogí un taxi para ir a la calle 100. Me bajé dos manzanas antes para comprar unas flores de supermercado. El edificio era muy antiguo y tiñoso. El telefonillo de la entrada estaba roto, pero el portal se encontraba abierto. Subí los dos pisos a pie y recorrí luego un pasillo estrecho. Había dos nombres en el timbre, no me fijé en ellos, pero me inquietó que pudiera haber alguien más en el piso. Cuando me abrió Alice, medio desnuda, comprendí que no era el caso.
—¿Compartes piso? —pregunté, pese a todo, con la preocupación de que no me viera nadie.
—Ni caso, la otra no está —me contestó Alice agarrándome el brazo para hacerme pasar y cerrando la puerta con la punta del pie.
Me llevó a su cuarto, en donde me quedé hasta muy tarde. Y volví a hacer lo mismo al día siguiente, y al otro. Solo pensaba en ella, solo quería estar con ella. Alice todo el rato. Alice por todas partes.
Al cabo de una semana, me propuso que quedásemos en el bar del Plaza, como la primera vez. Me pareció una idea estupenda: reservé una habitación y avisé a mi mujer de que tenía que ir a Washington y de que pasaría allí la noche. No sospechaba nada; todo me parecía tan sencillo.
Nos emborrachamos en el bar con champán gran reserva y cenamos en La Palmeraie. No sé por qué, pero me apetecía impresionarla. Quizá era un efecto del Plaza. O a lo mejor era el hecho de sentirme más libre. Con mi mujer siempre era todo presupuesto, presupuesto y presupuesto. Siempre había que andar con cuidado: la comida, las salidas, las compras. Se sometía a una deliberación el mínimo gasto. Por lo demás, las vacaciones de verano estaban decididas ya de año en año: las pasábamos en la cabañita que tenían mis suegros cerca del lago Champlain, donde nos apretujábamos con la familia de mi cuñada. Había propuesto muchas veces cambiar de destino, pero mi mujer me decía: «A los niños les gusta ir allí. Pasan tiempo con sus primos. Se puede ir en coche, resulta práctico y, además, nos ahorramos el hotel. ¿Para qué meternos en gastos inútiles?».
En este hotel Plaza, que ya me resultaba casi familiar, cenando a solas con aquella chica de veinticinco años, pensé que mi mujer no sabía vivir.
—Stevie, ¿me escuchas? —me preguntó Alice pelando el bogavante.
—Solo te escucho a ti.
El sumiller nos llenó las copas con un vino de un precio absurdo. Se había acabado la botella y pedí otra inmediatamente. Alice me dijo:
—¿Sabes lo que me gusta de ti, Stevie? Que eres un hombre, un hombre de verdad, con los cojones bien puestos, con responsabilidades, con pasta. No aguanto más a esos chiquilicuatres que andan contando los dólares y me llevan a una pizzería. Tú sabes follar y sabes vivir y me haces feliz. Vas a ver de qué forma voy a darte las gracias.
Alice no solo me hacía feliz, sino que me magnificaba. A su lado, me sentía poderoso, me sentía un hombre cuando me la llevaba de tiendas y la mimaba. Me daba la impresión de ser por fin el hombre que siempre había querido ser.
Podía gastar sin preocuparme demasiado por mi economía: tenía algo de dinero ahorrado, una cuenta de la que no le había hablado a mi mujer, donde se ingresaban los reembolsos de los gastos de la Revista, que no había tocado nunca y donde, andando el tiempo, se había juntado un capital de unos cuantos miles de dólares.
*
No tardaron en decir de mí que había cambiado. Parecía más seguro de mí mismo, más feliz, se fijaban más en mí. Había empezado a hacer deporte, había adelgazado y lo había usado de pretexto para remozar un poco el guardarropa, en compañía de Alice.
—¿Cuándo te ha dado tiempo a ir de compras? —me preguntó mi mujer cuando se fijó en mi ropa nueva.
—Una tienda que está cerca de la oficina. Me estaba haciendo mucha falta, me quedan ridículos esos pantalones que me están grandes.
Torció el gesto:
—Es como si quisieras parecer más joven.
—Todavía no he cumplido los cincuenta. Aún soy joven, ¿no?
Mi mujer no entendía nada. Y yo nunca había vivido una historia de amor así, porque desde luego se trataba de amor. Estaba tan encaprichado con Alice que no tardé en pensar en divorciarme de mi mujer. Solo concebía el futuro con Alice. Me hacía soñar. Me veía incluso viviendo en aquel pisito suyo, minúsculo, si fuera necesario. Pero, como mi mujer no sospechaba absolutamente nada, decidí no precipitar las cosas: ¿por qué buscarme complicaciones cuando todo iba de maravilla? Prefería dedicarle a Alice todas las energías y, sobre todo, el dinero: la vida que llevábamos estaba empezando a salirme cara, pero me importaba un bledo. O será que no quería pensar en ello. Me agradaba tanto darle gusto. Para lograrlo, tuve que pedir otra tarjeta de crédito con más disponible; y me organicé también para meter parte de nuestras cenas en las notas de gastos de la Revista. No había problemas, solo había soluciones.
A principios de mayo de 2013, recibí en la Revista una carta del ayuntamiento de Orphea que me proponía pasar un fin de semana en los Hamptons con todos los gastos pagados a cambio de publicar un artículo sobre el festival de teatro en el siguiente número de la Revista, que, en teoría, debería salir a finales de junio. Es decir, justo a tiempo para atraer a más espectadores. Estaba claro que el ayuntamiento tenía miedo de que la afluencia fuera escasa; se comprometía incluso a comprar tres páginas de publicidad de la Revista.
Hacía tiempo que andaba pensando en organizar algo especial para Alice. Soñaba con llevármela a alguna parte para un fin de semana romántico. Hasta aquel momento no veía muy bien cómo hacerlo, teniendo que cargar con mi mujer y con los niños, pero aquella invitación cambiaba las circunstancias.
Cuando le anuncié a mi mujer que tenía que irme a Orphea el fin de semana porque había un artículo por medio, dijo que quería acompañarme.
—Demasiado complicado —le dije.
—¿Complicado? Le pido a mi hermana que se quede con los niños. Hace lustros que no hemos pasado un fin de semana juntos, como dos enamorados.
Habría querido contestarle que era eso precisamente, un fin de semana de enamorados, pero con otra. Me limité a una explicación muy liosa.
—Ya sabes lo complicado que es mezclar el trabajo y la vida privada. Daría que hablar en la redacción; y ni te cuento lo que diría el departamento de contabilidad, al que no le gustan estas cosas y me va a regatear todas las notas de gastos de las comidas.
—Me pagaré mi parte —me aseguró mi mujer—. ¡Venga, Steve, no seas tan cabezota, hombre!
—No, es imposible. No puedo hacer las cosas como a mí me dé la gana. No lo compliques todo, Tracy.
—¿«Complicarlo todo»? ¿Qué es lo que estoy complicando? Steve, es una oportunidad para estar juntos como antes, para pasar dos días en un hotel bonito.
—No es ninguna juerga, ¿sabes? Es un viaje de trabajo. No te creas que me gusta la idea.
—Entonces, ¿por qué tienes tanto empeño en ir? Tú que siempre has dicho que no volverías a pisar Orphea. Manda a alguien que vaya por ti. A fin de cuentas, eres el redactor jefe.
—Por eso mismo tengo que ir.
—¿Sabes, Steven? Desde hace una temporada, no eres el mismo: ya no me hablas, ya no me tocas, ya no te veo, casi ni te ocupas de los niños, e incluso cuando estás con nosotros es como si no estuvieras. ¿Qué pasa, Steven?
Estuvimos discutiendo un buen rato. Lo más raro es que ahora nuestras discusiones me dejaban indiferente. Me importaba un rábano lo que opinase mi mujer y que estuviera descontenta. Me sentía en una posición de fuerza: si ella no estaba a gusto, que se fuera. Yo tenía otra vida que me esperaba en otra parte, con una joven de la que estaba locamente enamorado, y, cuando pensaba en Tracy, era para decirme a mí mismo: «Como esta gilipollas me siga dando por saco, me divorcio».
Al día siguiente por la noche, alegando ante mi mujer que tenía que ir a Pittsburgh para una entrevista con un gran escritor, reservé una habitación en el Plaza —al que me había aficionado del todo— e invité a Alice a cenar en La Palmeraie y pasar la noche juntos. Aproveché para anunciarle la buena noticia de nuestro fin de semana en Orphea; fue una velada mágica.
Pero, al día siguiente, en el momento de irme del hotel, el recepcionista me indicó que rechazaban mi tarjeta de crédito por falta de saldo. Noté un nudo en el estómago y me entraron sudores fríos. Menos mal que Alice ya se había ido a la Revista y no presenció esa embarazosa escena. Telefoneé inmediatamente a mi banco para que me dieran explicaciones y, en el otro extremo del cable, el empleado me dijo:
—Su tarjeta ha llegado a su tope de diez mil dólares, señor Bergdorf.
—Pero si tengo otra tarjeta con ustedes.
—Sí, la tarjeta platino. El tope es de veinticinco mil dólares, pero también ha llegado usted a él.
—Entonces pase dinero de la cuenta asociada.
—Tiene un saldo negativo de quince mil dólares.
Me entró el pánico:
—¿Me está diciendo que tengo con ustedes un descubierto de cuarenta y cinco mil dólares?
—58.480 dólares para ser exactos, señor Bergdorf. Porque están los diez mil dólares de su otra tarjeta de crédito y, además, los intereses.
—Y ¿por qué no me han avisado antes? —escupí.
—La gestión de sus gastos no nos compete, señor —me contestó el empleado sin perder la calma.
Llamé «idiota» al individuo aquel y pensé que mi mujer nunca me habría dejado llegar a una situación así. Era siempre ella la que tenía cuidado con el presupuesto. Decidí dejar el problema para más adelante: nada debía estropearme el fin de semana con Alice; y, como el tipo del banco dijo que me correspondía otra tarjeta de crédito, la acepté en el acto.
Debía tener cuidado, sin embargo, con lo que gastaba y, sobre todo, pagar la noche en el Plaza, cosa que hice con la tarjeta de la Revista. Fue el primero de una serie de errores que iba a cometer.