Jesse Rosenberg

Jueves 10 de julio de 2014

Dieciséis días antes de la inauguración

Pasé la noche en el calabozo y me sacaron al alba. Me llevaron a un despacho en donde me esperaba un teléfono descolgado. En el otro extremo del cable, el mayor McKenna.

—¡Jesse! —voceó—. ¡Te has vuelto loco del todo! ¡Darle una paliza a un infeliz después de haberle destrozado la caravana!

—Lo siento mucho, mayor. Decía que tenía información crucial sobre el cuádruple asesinato de 1994.

—¡Tus disculpas me la sudan, Jesse! No hay nada que justifique que se pierdan los estribos. A menos que tu estado psíquico ya no te permita seguir en esta investigación.

—Voy a serenarme, mayor, se lo prometo.

El mayor dio un prolongado suspiro y me dijo luego, con voz repentinamente más suave:

—Mira, Jesse, no puedo ni imaginarme lo que debe de ser volver a vivir todo lo que sucedió en 1994. Pero tienes que controlarte. He tenido que recurrir a todos mis contactos para sacarte de ahí.

—Gracias, mayor.

—Harvey no denunciará si te comprometes a no volver a acercarte a él.

—Muy bien, mayor.

—Bueno, pues ahora búscate un vuelo para Nueva York y vuelve ahora mismo. Tienes una investigación que rematar.

Mientras estaba de camino para volver de California a Orphea, Anna y Derek fueron a ver a Buzz Leonard, el director de la obra que había abierto el primer festival, que ahora vivía en Nueva Jersey, donde impartía arte dramático en un instituto de secundaria.

Por el camino, Derek le resumió a Anna en qué punto estaba la situación:

—En 1994 —le explicó— hubo dos indicios de la investigación que fueron especialmente determinantes en contra de Ted Tennenbaum: las transacciones económicas, que ahora sabemos que no venían de él, y su ausencia durante un conato de incendio entre bastidores en el Gran Teatro. Ahora bien, la posibilidad de que hubiera salido del teatro podía resultar clave. Uno de los testigos de entonces, Lena Bellamy, que vivía a pocas casas de los Gordon, afirmaba que había visto la camioneta de Tennenbaum en la calle en el momento de los disparos, mientras que Ted afirmaba que no se había ausentado del teatro donde se hallaba como bombero de guardia. Era la palabra de Bellamy contra la de Tennenbaum. Pero resulta que Buzz Leonard, el director, apareció luego afirmando que, antes del comienzo de la representación, se había quemado un secador de pelo en uno de los camerinos y que no había habido forma de dar con Tennenbaum.

—Así que, si Tennenbaum no estaba en el Gran Teatro —dijo Anna—, es que había cogido la camioneta para ir a asesinar al alcalde Gordon y a su familia.

—Exacto.

En el salón en donde los recibió Buzz Leonard, un sesentón algo calvo, había en la pared, enmarcado, un cartel del espectáculo de 1994.

Tío Vania en el festival de Orphea de aquel año se quedó grabada en la memoria de todos. Recuerden que no éramos más que una compañía universitaria; en aquellos tiempos, el festival estaba en sus primeros balbuceos y el ayuntamiento de Orphea no podía albergar la esperanza de interesarle a una compañía profesional. Pero le dimos al público una representación excepcional. El Gran Teatro se llenó diez noches seguidas, las críticas eran unánimes. Un triunfo. Fue un éxito tal que todo el mundo pensó que los actores iban a hacer carrera.

Se notaba por su expresión risueña que Buzz Leonard disfrutaba recordando aquel período. El cuádruple asesinato no había sido para él sino un suceso inconcreto sin gran importancia.

—Y ¿qué pasó? —preguntó Derek, curioso—. ¿Los demás miembros de la compañía hicieron carrera en el teatro igual que usted?

—No, ninguno siguió por ese camino. No puedo reprochárselo, es un mundo tan difícil. A mí me lo van a decir; quise apuntar hacia Broadway y he venido a parar a un centro escolar privado del extrarradio. Solo una de aquellas personas podría haberse convertido en una auténtica estrella: Charlotte Carell. Interpretaba el papel de Elena, la mujer del profesor Serebriakov. Era extraordinaria, todas las miradas se clavaban en el escenario. Tenía una ingenuidad y una desenvoltura que le daban una categoría superior. Más presente, más fuerte. Si he de ser honrado con ustedes, el éxito de la obra en el festival se lo debimos a ella. Ninguno de nosotros le llegaba a la suela de los zapatos.

—¿Por qué no siguió con su carrera?

—No le interesaba. Estaba en el último curso en la universidad, estudiaba Veterinaria. Lo último que supe es que abrió una clínica de animales en Orphea.

—Espere —dijo Anna, cayendo de pronto en la cuenta—. ¿Esa Charlotte de la que habla es Charlotte Brown, la mujer del alcalde de Orphea?

—Eso mismo —asintió Buzz Leonard—. Se conocieron gracias a la obra, fue un flechazo inmediato. Formaban una pareja magnífica. Fui a su boda, pero con el paso de los años he perdido el contacto. Una lástima.

Derek preguntó entonces:

—¿Eso quiere decir que la encantadora amiguita de Kirk Harvey en 1994 era Charlotte, la futura mujer del alcalde?

—Desde luego. ¿No lo sabía, sargento?

—En absoluto —contestó Derek.

—Ese Kirk Harvey era un imbécil, ¿sabe?, un policía pretencioso y un artista fracasado. Quería ser dramaturgo y director escénico, pero no tenía ni pizca de talento.

—Sin embargo, me dijeron que su primera obra tuvo un modesto éxito.

—Tuvo éxito por una única razón: actuaba Charlotte. Lo magnificó todo. La obra en sí era malísima. Pero Charlotte te leía en el escenario la guía de teléfonos y era algo tan hermoso que te caías de espaldas. Por lo demás, nunca entendí que estuviera con un individuo como Harvey. Es algo que forma parte de los misterios sin resolver de la vida. Todos hemos conocido a chicas extraordinarias y sublimes encaprichadas con tipos tan feos como estúpidos. Bueno, en resumen, el tío ese era tan imbécil que no supo conservarla.

—¿Estuvieron mucho juntos?

Buzz Leonard se lo pensó antes de contestar:

—Creo que un año. Harvey se pateaba todos los teatros de Nueva York y Charlotte, también. Así fue como se conocieron. Ella participó en esa dichosa primera obra y el éxito que tuvo le dio alas a Harvey. Fue en la primavera de 1993. Me acuerdo porque fue por entonces cuando estábamos empezando a preparar Tío Vania. Él se hizo ilusiones, creyó que tenía dotes y escribió otra obra por su cuenta. Cuando surgió el tema de un festival de teatro en Orphea, estaba convencido de que la escogerían como obra principal. Pero yo la había leído y era muy mala. Propuse, de forma paralela, Tío Vania al comité artístico del festival y, tras unas cuantas audiciones, nos escogieron.

—Harvey debió de ponerse hecho una furia con usted.

—Ya lo creo. Decía que lo había traicionado y que, de no haber sido por él, a mí no se me habría ocurrido presentar la obra al festival. Lo cual era cierto. Pero, en cualquier caso, su obra no la habrían representado nunca. El propio alcalde se oponía.

—¿El alcalde Gordon?

—Sí. Sorprendí una conversación un día en que me había pedido que fuera a verlo a su despacho. Debió de ser a mediados de junio. Llegué pronto y estaba esperando a la puerta. De repente, Gordon la abrió para echar a Harvey. Le dijo: «Su obra es horrorosa, Harvey. ¡Mientras yo viva nunca le dejaré representarla en mi ciudad! Es usted una vergüenza para Orphea». Y, a continuación, el alcalde rompió delante de todo el mundo el texto de la obra, que Harvey le había dado.

—¿El alcalde dijo «mientras yo viva»? —preguntó Derek.

—Como lo oye —aseguró Buzz Leonard—. Tanto es así que, cuando lo asesinaron, toda la compañía se preguntó si Harvey no tendría algo que ver. Para empeorar las cosas, al día siguiente de la muerte del alcalde, Harvey se incautó del escenario del Gran Teatro en la segunda parte de la velada, después de nuestra representación, para recitarnos un monólogo espantoso.

—¿Quién lo autorizó? —preguntó Derek.

—Aprovechó la confusión general que reinaba después del cuádruple asesinato. Aseguraba a todo el que quisiera oírlo que era algo ya acordado con el alcalde Gordon; y los organizadores se lo permitieron.

—¿Por qué no mencionó usted nunca a la policía esa conversación entre el alcalde Gordon y Kirk Harvey?

—¿Para qué? —se preguntó Buzz torciendo el gesto—. Habría sido su palabra contra la mía. Y, además, la verdad es que a ese individuo no le pegaba asesinar a una familia entera. Era tan negado que daba risa. Al final de Tío Vania, cuando los espectadores se levantaban de la butaca para salir de la sala, se subía corriendo al escenario y decía: «¡Atención, la velada no ha terminado! ¡Ahora viene Yo, Kirk Harvey, de y con el famoso Kirk Harvey!».

Anna no pudo contener la risa.

—¿Bromea? —preguntó.

—No puedo hablar más en serio, señora —le aseguró Buzz Leonard—. Y arrancaba en el acto con su soliloquio, cuyas primeras palabras recuerdo aún; «¡Yo, Kirk Harvey, el hombre sin obra!», berreaba. Se me ha olvidado qué venía a continuación, pero me acuerdo de que todos nos dábamos prisa para salir de entre bastidores e irnos a la fila de palcos para ver cómo se desgañitaba. Aunque en la sala no quedasen espectadores, seguía impasible ante los tramoyistas y los limpiadores. Cuando terminaba el recital, bajaba del escenario y desaparecía sin que nadie le hiciera ni caso. A veces, los limpiadores acababan la tarea antes y el último en irse interrumpía a Harvey en plena declamación. Le decía: «¡Ya basta, caballero! ¡Vamos a cerrar la sala, tiene que irse!». En los segundos siguientes se apagaban las luces. Y, mientras Harvey se humillaba él solito, Alan Brown se había reunido con nosotros en las butacas y cortejaba a Charlotte, sentada a su lado. Disculpen, pero ¿por qué les interesa todo esto? Por teléfono dijeron que querían hablar de un incidente en particular.

—Exacto, señor Leonard —contestó Derek—. Lo que nos interesa sobre todo es que se quemase un secador en uno de los camerinos antes del estreno de Tío Vania.

—Ah, sí, me acuerdo de eso porque fue un inspector a preguntarme si el bombero de guardia había hecho algo fuera de lo normal.

—Era mi colega de entonces, Jesse Rosenberg —especificó Derek.

—Sí, eso es, Rosenberg, así se llamaba. Le dije que el bombero me había parecido nervioso, pero que, sobre todo, hecho asombroso, esa tarde se había quemado un secador a eso de las siete y no hubo forma de dar con el bombero. Menos mal que uno de los actores se las apañó para encontrar un extintor y acabar con el siniestro antes de que ardiera todo el camerino. Habría podido ser una catástrofe.

—Según el informe de entonces, el bombero no volvió a aparecer hasta eso de las siete y media —dijo Derek.

—Sí, de eso es de lo que me acuerdo. Pero, si han leído mi testimonio, ¿por qué vienen a verme? Fue hace veinte años… ¿Tienen la esperanza de que les cuente algo más?

—En el informe indica que estaba usted en el pasillo, que vio el humo salir por debajo de la puerta y que llamó al bombero de guardia y no se lo pudo encontrar.

—Exacto —confirmó Buzz Leonard—. Abrí la puerta, vi el secador echando humo y las llamas que empezaban a prender. Todo sucedió muy deprisa.

—Eso lo entiendo —dijo Derek—. Pero lo que me ha llamado la atención al volver a leer su testimonio es que la persona que estuviera en el camerino no reaccionase ante ese conato de incendio.

—Porque el camerino estaba vacío —se percató de repente Buzz—. No había nadie dentro.

—Pero ¿sí estaba ese secador de pelo funcionando?

—Sí —afirmó Buzz Leonard, confuso—. No entiendo por qué ese detalle no me ha llamado nunca la atención… Estaba tan obnubilado con el incendio…

—A veces tenemos algo delante de los ojos y no lo vemos —dijo Anna, repitiendo más o menos la funesta frase de Stephanie.

Derek prosiguió:

—Dígame, Buzz, ¿quién ocupaba ese camerino?

—Charlotte Brown —respondió en el acto el director.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—Porque ese secador de pelo estropeado era el suyo. Me acuerdo. Decía que, si lo usaba demasiado rato, se recalentaba y empezaba a echar humo.

—¿Podría haber dejado voluntariamente que se calentase demasiado? —dijo Derek, extrañado—. ¿Por qué?

—No, no —aseguró Buzz Leonard, haciendo memoria—. Hubo un corte de luz muy largo esa tarde. Un problema con los plomos que no soportaban toda la carga eléctrica necesaria. Eran alrededor de las siete, me acuerdo porque faltaba una hora para que empezase la representación y a mí me estaba entrando el pánico porque los técnicos no conseguían volver a dar la corriente. Tardaron un buen rato, pero al final lo consiguieron y poco después hubo ese conato de incendio.

—Eso quiere decir que Charlotte salió de su camerino durante la avería —dedujo Anna—. El secador estaba enchufado y se puso en marcha mientras ella no estaba.

—Pero, si no estaba en el camerino, ¿dónde estaba? —se preguntó Derek—. ¿En otro lugar del teatro?

—Si hubiera estado entre bastidores —comentó Buzz Leonard—, habría acudido a la fuerza con el barullo del incendio. Hubo gritos y nervios. Pero me acuerdo de que vino a quejárseme de que le había desaparecido el secador por lo menos media hora más tarde. Puedo asegurarlo porque en ese momento yo estaba aterrado con la idea de no estar preparados a tiempo para alzar el telón. Ya había empezado la parte oficial, no podíamos permitirnos un retraso. Charlotte se presentó en mi camerino y me dijo que alguien le había cogido el secador. Y le dije muy irritado: «¡Tu secador se ha achicharrado y está en la basura! ¿Todavía no estás peinada? Y ¿por qué llevas los zapatos mojados?». Me acuerdo de que tenía chorreando el calzado que llevaba en la obra. Como si se hubiera metido aposta en el agua. Cuando faltaban treinta minutos para subir a escena. ¡Qué angustia!

—¿Tenía los zapatos mojados? —repitió Derek.

—Sí, me acuerdo bien de esos detalles, porque en aquellos momentos creía que la obra iba a ser un fracaso. Faltaban treinta minutos para alzar el telón. Entre los plomos que habían saltado, el conato de incendio y que mi actriz principal no estaba lista y llegaba con los zapatos de la obra calados, no podía ni imaginarme qué éxito íbamos a tener aquella noche.

—Y, luego, ¿la obra transcurrió con normalidad? —siguió preguntando Derek.

—A la perfección.

—¿Cuándo se enteró de que habían asesinado al alcalde Gordon y a su familia?

—Corrió un rumor en el descanso, pero la verdad es que no hicimos mucho caso. Yo quería que mis actores se concentrasen en la obra. Me di cuenta, cuando se reanudó la función, de que se habían ido algunas personas del público, entre ellas el vicealcalde Brown, me fijé porque estaba sentado en primera fila.

—¿En qué momento se esfumó el vicealcalde?

—Eso no se lo puedo decir. Pero, si puede serle de ayuda, tengo la cinta del vídeo de la obra.

Buzz Leonard se fue a revolver en un montón de reliquias amontonadas en la biblioteca y volvió con una cinta VHS antigua.

—Grabamos en vídeo el estreno de la obra, para tener un recuerdo. La calidad no es muy allá, está hecho con los medios que había entonces, pero a lo mejor les ayuda a volver a meterse en el ambiente. Prométame que me devolverá la cinta, que le tengo cariño.

—Por supuesto —le aseguró Derek—. Gracias por su valiosísima ayuda, señor Leonard.

Al salir de casa de Buzz Leonard, Derek parecía muy preocupado.

—¿Qué pasa, Derek? —le preguntó Anna según se subían al coche.

—Es esa historia de los zapatos —contestó él—. Me acuerdo de que la tarde de los asesinatos la cañería de riego automático de los Gordon estaba rota y el césped de delante de la casa estaba empapado.

—¿Crees que Charlotte podría estar implicada?

—Ahora sabemos que no estaba en el Gran Teatro a una hora que corresponde a la de los asesinatos. Si estuvo fuera media hora, tuvo tiempo de sobra para un trayecto de ida y vuelta hasta el barrio de Penfield mientras todo el mundo creía que se encontraba en su camerino. Me estoy acordando de esa frase de Stephanie Mailer: lo que teníamos delante de los ojos y que no vimos. ¿Y si aquella noche, mientras el barrio de Penfield estaba acordonado y ponían controles en toda la comarca, el autor del cuádruple asesinato estaba de hecho en el escenario del Gran Teatro ante cientos de espectadores que le servían de coartada?

—Derek, ¿tú crees que la cinta de vídeo nos ayudará a ver las cosas más claras?

—Eso espero, Anna. Si vemos al público, a lo mejor podemos dar con algún detalle que se nos hubiera escapado. Tengo que confesarte que en la época de la investigación lo que sucedió mientras se representaba la obra no nos pareció de interés. Gracias a Stephanie Mailer estamos ahora mirándolo de cerca.

*

En ese mismo instante, en su despacho del ayuntamiento, Alan Brown escuchaba, irritado, las dudas de su vicealcalde, Peter Frogg.

—¿Kirk Harvey es su baza para salir del apuro en el festival? ¿El antiguo jefe de policía? ¿Tengo que recordarle los servicios prestados con Yo, Kirk Harvey?

—No, Peter, pero por lo visto su nueva obra es muy buena.

—Pero ¿cómo lo sabe? ¡Ni siquiera la ha visto! ¡Qué locura haber prometido en la prensa «una obra de teatro sensacional»!

—Y ¿qué tendría que haber hecho? Michael me tenía acorralado, debía encontrar una salida. Peter, hace veinte años que trabajamos juntos; ¿te he dado alguna vez algún motivo para dudar?

Se entornó la puerta del despacho; una secretaria asomó tímidamente la cabeza por la rendija.

—¡He dicho que no quería que me molestasen! —dijo, irritado, el alcalde Brown.

—Ya lo sé, señor alcalde. Pero tiene una visita imprevista: Meta Ostrovski, el gran crítico.

—¡Lo que nos faltaba! —dijo, espantado, Peter Frogg.

Pocos minutos después, Ostrovski, muy sonriente, estaba repantigado en un sillón enfrente del alcalde. Le encantaba haber podido escaparse de Nueva York para ir a aquella ciudad deliciosa donde sentía que lo respetaban como se merecía. Sin embargo, la primera pregunta del alcalde lo molestó.

—Señor Ostrovski, no acabo de entender qué hace usted en Orphea.

—Ah, pues, embelesado con su hermosa invitación, he venido para asistir a su celebérrimo festival.

—Pero ya sabe que el festival no empieza hasta dentro de dos semanas —le hizo notar el alcalde.

—Por supuesto —contestó Ostrovski.

—Pero ¿para qué? —preguntó el alcalde.

—Para qué ¿qué?

—Para hacer ¿qué? —preguntó el alcalde, que estaba empezando a perder la paciencia.

—¿Cómo que para hacer qué? —preguntó Ostrovski—. Explíquese con mayor claridad, amigo, me está volviendo loco.

Peter Frogg, que captaba la exasperación de su jefe, tomó el relevo.

—El alcalde querría saber si existe una razón para que haya venido usted, ¿cómo lo diría yo?, de forma tan prematura a Orphea.

—¿Una razón para que haya venido? ¡Pero bueno! Si fue usted quien me invitó. Y, cuando por fin llego, tan fraternal y tan alegre, ¿me pregunta qué hago aquí? Me parece a mí que es usted un pelín perverso narcisista, ¿no? ¡Si lo prefiere, me vuelvo a Nueva York a contarle a todo el que lo quiera oír que Orphea es la fértil tierra de la arrogancia y la deshonra intelectual!

Al alcalde Brown se le ocurrió de repente una idea.

—¡No se vaya a ningún sitio, señor Ostrovski! Resulta que lo necesito.

—¡Ah! ¿Ve qué bien he hecho en venir?

—Mañana viernes doy una rueda de prensa para anunciar la obra con que se inaugura el festival. Será un preestreno mundial. Querría tenerlo a mi lado y que dijera que es la obra más extraordinaria que haya podido usted ver en toda su carrera.

Ostrovski se quedó mirando al alcalde, pasmado por aquella petición.

—¿Quiere que le mienta descaradamente a la prensa ensalzando una obra que nunca he visto?

—Eso mismo —le confirmó el alcalde Brown—. A cambio lo acomodo esta misma noche en una suite del Palace del Lago hasta que termine el festival.

—¡Choque esos cinco, amigo! —exclamó Ostrovski lleno de entusiasmo—. ¡Por una suite le prometo los mejores elogios!

Cuando se marchó Ostrovski, Brown encargó al vicealcalde Frogg que organizase la estancia del crítico.

—¿Tres semanas en una suite del Palace, Alan? —dijo este, atragantándose—. ¿Lo dice en serio? Va a salir por un dineral.

—No te preocupes, Peter. Ya encontraremos la forma de equilibrar las cuentas. Si el festival es un éxito, tengo la reelección asegurada y a los vecinos les importará un bledo saber si se ha superado el presupuesto. Ya recortaremos en la edición siguiente si hace falta.

*

En Nueva York, en el piso de los Eden, Dakota descansaba en su cuarto. Metida en la cama y con los ojos clavados en el techo, lloraba en silencio. Por fin había podido salir del hospital Mount Sinai y volver a casa.

No se acordaba de lo que había hecho después de escaparse de casa el sábado. Tenía el vago recuerdo de haber ido a reunirse con Leyla en una fiesta y haberse colocado con ketamina y alcohol; luego, de vagabundeos, de lugares desconocidos, de un club, de un piso, de besar a un chico y a una chica también. Se acordaba de haber estado en el tejado de un edificio vaciando una botella de vodka, de haberse acercado al filo para mirar la calle que bullía más abajo. Se había sentido irremediablemente atraída por el vacío. Había querido saltar. Pero no lo había hecho. A lo mejor esa era la razón por la que se colocaba. Para tener el valor de hacerlo un día. Desaparecer. Quedar en paz. Unos policías la habían despertado en el callejón donde dormía, andrajosa. Según los exámenes ginecológicos que le habían hecho los médicos, no la habían violado.

Tenía la mirada clavada en el techo. Le corrió un lagrimón por la mejilla hasta la comisura de los labios. ¿Cómo había podido llegar a esto? Había sido una buena alumna, muy capaz, ambiciosa, querida. Lo había tenido todo a su favor. Una vida fácil y sin escollos, y unos padres que siempre habían estado a su lado. Todo cuanto había querido, lo había tenido. Y luego había llegado Tara Scalini y la tragedia posterior. Desde aquel episodio, se aborrecía. Tenía ganas de destruirse. Tenía ganas de reventar de una vez. Tenía ganas de arañarse hasta hacerse sangre, de hacerse daño y que todo el mundo pudiera ver después, por las señales, cuánto se odiaba y cuánto sufría.

Su padre, Jerry, tenía la oreja pegada a la puerta. No la oía ni siquiera respirar. Entreabrió la puerta. Ella cerró en el acto los párpados para hacerse la dormida. Su padre se acercó a la cama, la gruesa moqueta amortiguaba el ruido de los pasos; vio que tenía los ojos cerrados y salió de la habitación. Cruzó la amplia vivienda y volvió a la cocina, donde Cynthia lo esperaba, sentada en un taburete alto, delante de la barra.

—¿Y qué? —preguntó.

—Está durmiendo.

Se puso un vaso de agua y se acodó en el mostrador, enfrente de su mujer.

—¿Qué vamos a hacer? —se desesperó Cynthia.

—No lo sé —suspiró Jerry—. A veces me digo que ya no queda nada por hacer. No hay esperanza.

—Jerry, no te reconozco. ¡Habrían podido violarla! Cuando te oigo hablar así, me da la impresión de que has renunciado a tu hija.

—Cynthia, hemos probado las terapias individuales, las terapias familiares, un gurú, un hipnotizador, médicos de todo tipo, ¡de todo! La hemos mandado dos veces a curas de desintoxicación y las dos veces ha sido una catástrofe. No reconozco a mi hija. ¿Qué quieres que te diga?

—¡Tú no has probado, Jerry!

—¿Qué quieres decir?

—Sí, la has mandado a todos los médicos habidos y por haber, e incluso la has acompañado a veces, pero ¡tú no has intentado ayudarla!

—Pero ¿qué más podría hacer yo que no hayan hecho los médicos?

—¿Que qué más podrías hacer? ¡Eres su padre, caramba! No has estado siempre así con ella. ¿Se te han olvidado los tiempos en que teníais tanta complicidad?

—¡Sabes muy bien lo que ha pasado entremedias, Cynthia!

—¡Lo sé, Jerry! Y precisamente tienes que recomponerla. Solo tú puedes hacerlo.

—¿Y a esa muchachita que se murió? —dijo Jerry con un nudo en la garganta—. ¿Se la puede recomponer?

—¡Para ya, Jerry! No se puede dar marcha atrás. Ni tú, ni yo, ni nadie. Llévate a Dakota, por favor, y sálvala. Nueva York la está matando.

—Llevármela, ¿dónde?

—Donde éramos felices. Llévala a Orphea. Dakota necesita un padre. No una pareja de padres que se pasan el día chillándose.

—Nos chillamos porque…

Jerry había alzado la voz y su mujer le puso en el acto suavemente los dedos en los labios para hacerlo callar.

—Salva a nuestra hija, Jerry. Solo tú puedes hacerlo. Tiene que irse de Nueva York, llévala lejos de sus fantasmas. Vete, Jerry, te lo ruego. Vete y vuelve después a mí. Quiero recuperar a mi marido, quiero recuperar a mi hija. Quiero recuperar a mi familia.

Se echó a llorar. Jerry asintió con expresión de conformidad y ella le apartó el dedo de los labios; Jerry salió de la cocina y se encaminó con paso decidido al cuarto de su hija. Abrió la puerta con brusquedad y levantó las persianas.

—¡Eh! ¿Qué haces? —protestó Dakota incorporándose en la cama.

—Lo que tendría que haber hecho hace mucho.

Abrió un cajón al azar y luego otro y los registró sin miramientos. Dakota se levantó de un salto.

—¡Para! ¡Para, papá! El doctor Lern ha dicho que…

Quiso interponerse entre su padre y el cajón, pero Jerry se lo impidió, apartándola con un enérgico ademán que la sorprendió.

—El doctor Lern ha dicho que tenías que dejar de meterte cosas —dijo Jerry con voz de trueno, sacudiendo una bolsita llena de un polvo blanco que acababa de encontrar.

—¡Deja eso! —gritó ella.

—¿Qué es? ¿La puta ketamina esa?

Sin esperar la respuesta, entró en el cuarto de baño contiguo a la habitación.

—¡Para! ¡Para! —chillaba Dakota, queriendo recuperar la bolsita de la mano de su padre, mientras este la mantenía a distancia con el musculoso brazo.

—¿Qué andas buscando? —preguntó levantando la tapa del retrete—. ¿Reventar? ¿Acabar en la cárcel?

—¡No hagas eso! —imploró ella echándose a llorar, sin que fuera posible saber si era de tristeza o de rabia.

Jerry tiró el polvo por el retrete y descargó en el acto la cisterna ante la mirada impotente de su hija, que acabó por vociferar:

—¡Tienes razón, lo que quiero es reventar para no tener que seguir soportándote!

Su padre le lanzó una mirada triste y le anunció con voz pasmosamente tranquila:

—Haz la maleta, nos vamos mañana por la mañana, temprano.

—¿Qué? ¿Cómo que «nos vamos»? Yo no voy a ninguna parte —avisó ella.

—No te he pedido tu opinión.

—Y ¿se puede saber adónde vamos?

—A Orphea.

—¿A Orphea? ¿Qué te ha dado? ¡No pienso volver nunca allí! Y, de todas formas, ya he hecho planes, mira tú por dónde. Leyla tiene un amigo que tiene una casa en Montauk y…

—Olvídate de Montauk. Tus planes acaban de cambiar.

—¿Cómo? —gritó Dakota—. ¡No, no puedes hacerme eso! ¡Ya no soy una niña pequeña, hago lo que quiero!

—No, no haces lo que quieras. Ya te he dejado demasiado tiempo hacer lo que has querido.

—¡Sal ahora mismo de mi cuarto, déjame en paz!

—No te reconozco, Dakota…

—¡Soy una adulta, ya no soy tu niña que te decía el alfabeto mientras se comía los cereales!

—Eres mi hija, tienes diecinueve años y haces lo que yo diga. Y lo que te digo es: haz la maleta.

—¿Y mamá?

—Tú y yo solos, Dakota.

—¿Por qué voy a irme contigo? Quiero hablarlo primero con el doctor Lern.

—No, no se habla con Lern, ni con nadie. Ya es hora de ponerte límites.

—¡No puedes hacerme eso! ¡No puedes obligarme a irme contigo!

—Sí puedo. Porque soy tu padre y te lo ordeno.

—¡Te odio! Te odio, ¿me oyes?

—Lo sé muy bien, Dakota, no hace falta que me lo recuerdes. Haz la maleta ya. Nos vamos mañana a primera hora —repitió Jerry con un tono que no dejaba lugar a dudas.

Salió de la habitación con paso decidido, fue a ponerse un whisky y se lo tomó en unos pocos tragos mirando por el ventanal la noche espectacular que caía sobre Nueva York.

En ese mismo momento, Steven Bergdorf volvía a su casa. Apestaba a sudor y a sexo. Le había asegurado a su mujer que asistía a la inauguración de una exposición de pintura en representación de la Revista, pero en realidad había ido de tiendas con Alice. Había vuelto a contemporizar con locuras carísimas y ella le había prometido que luego podría echarle un polvo y había cumplido su palabra. Steven se la había follado como un gorila enfurecido en su pisito de la calle 100 y luego ella le pidió un fin de semana romántico.

—Vayámonos mañana, Stevie; vamos a pasar dos días de enamorados.

—Imposible —le afirmó con tono consternado Steven, mientras volvía a ponerse los calzoncillos, pues no solo no le quedaba ni un céntimo, sino que, además, tenía la carga de una familia.

—¡Contigo todo es siempre imposible, Stevie! —gimoteó Alice, que estaba en plan niña pequeña—. ¿Por qué no vamos a Orphea, esa ciudad encantadora donde fuimos el año pasado en primavera?

¿Cómo iba a justificar ese viaje? La vez anterior ya había jugado la baza de que lo habían invitado al festival.

—Y ¿qué se supone que le voy a decir a mi mujer? —preguntó.

Alice se puso como una pantera y le tiró a la cara un almohadón.

—¡Tu mujer! ¡Tu mujer! —dijo a voces—. ¡Te prohíbo que menciones a tu mujer cuando esté yo delante!

Alice lo echó de su casa y Steven regresó a la suya.

Su mujer y los niños estaban terminando de cenar en la cocina. Ella le dirigió una sonrisa tierna; no se atrevió a darle un beso, apestaba a sexo.

—Mamá ha dicho que nos vamos de vacaciones al parque de Yellowstone —le comunicó entonces su hija mayor.

—Y hasta vamos a dormir en una autocaravana —dijo, extasiado, el pequeño.

—Mamá debería consultarme antes de prometer cosas —se limitó a decir Steven.

—Venga, Steve —objetó su mujer—, vámonos en agosto. Ya he pedido las vacaciones. Y mi hermana está de acuerdo en prestarnos la autocaravana.

—¡Pero bueno! —dijo Steven enfadado—. ¿Estáis locos? ¡Un parque por donde pululan osos grizzly hambrientos! ¿Tú has visto las estadísticas? ¡Solo el año pasado hubo decenas de heridos en el parque! ¡Incluso a una mujer la mató un bisonte! Y eso sin mencionar los pumas, los lobos y los géiseres.

—Estás exagerando, Steve —dijo su mujer en tono de censura.

¿Que yo exagero? ¡Toma, mira!

Se sacó del bolsillo un artículo que había imprimido antes y lo leyó: «Veintidós personas han muerto desde 1870 en los manantiales sulfúricos de Yellowstone. La pasada primavera, un joven de veinte años, haciendo caso omiso de las advertencias, se tiró a una piscina de azufre hirviendo. Murió en el acto y, al no haber podido los servicios de emergencia sacar el cuerpo hasta el día siguiente del accidente debido a las condiciones climáticas, solo encontraron sus chanclas. El cuerpo entero se había disuelto en el azufre. No quedaba nada de él».

—¡Es que hay que ser idiota para tirarse a un manantial de azufre! —protestó su hija.

—¡Y tú que lo digas, cariño! —le dio la razón la mujer de Steven.

—Mamá, ¿nos vamos a morir en Yellowstone? —preguntó preocupado el pequeño.

—No —contestó la madre, irritada.

—¡Sí! —voceó Steven antes de encerrarse en el cuarto de baño con el pretexto de darse una ducha.

Abrió el agua y se sentó en la taza del retrete, contrariadísimo. ¿Qué tenía que decirles a sus hijos? ¿Que su papá se había gastado todos los ahorros de la familia, porque era incapaz de controlar sus impulsos?

Se había visto en la tesitura de tener que despedir a Stephanie, que era una periodista con talento y prometedora, y, luego, de echar al pobre Meta Ostrovski, que no le hacía daño a nadie, y, de propina, era su cronista estrella. ¿Quién sería el siguiente? Seguramente él cuando se descubriera que tenía un lío con una empleada a la que le doblaba la edad y le compraba regalos cargándoselos a la Revista.

Alice era insaciable. Él no sabía ya cómo poner coto a esa espiral infernal. ¿Dejarla? Amenazaba con acusarlo de violación. Quería que todo pudiera parar ya. Por primera vez, tenía ganas de que Alice se muriera. Le pareció incluso que la vida era injusta; si se hubiera muerto ella en vez de Stephanie, ahora todo sería muy sencillo.

El pitido del teléfono le anunció que acababa de entrar un correo electrónico. Miró la pantalla maquinalmente y, de pronto, se le iluminó el rostro. El correo era del ayuntamiento de Orphea. ¡Qué coincidencia! Desde su artículo del año anterior sobre el festival, su dirección estaba en la lista de envíos del ayuntamiento. Lo abrió en el acto: era un recordatorio de la rueda de prensa que se celebraría al día siguiente a las once en el ayuntamiento en la que el alcalde iba a «desvelar el nombre de la obra única cuyo preestreno mundial inauguraría el festival de teatro».

Le envió de inmediato un mensaje a Alice para decirle que la llevaba a Orphea y que saldrían temprano a la mañana siguiente. Notaba que el corazón le aporreaba el pecho. Iba a matarla.

Nunca se habría imaginado que algún día estaría dispuesto a matar a alguien a sangre fría. Pero se trataba de un caso de fuerza mayor. Era la única solución para librarse de ella.

La desaparición de Stephanie Mailer
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml