Jesse Rosenberg

Martes 1 de julio de 2014

Veinticinco días antes de la inauguración

Stephanie llevaba ocho días desaparecida.

En la comarca la gente ya solo hablaba de eso. Unos cuantos estaban convencidos de que era una huida voluntaria. La mayoría creía que le había sucedido una desgracia y se preocupaba, pensando en cuál iba a ser la siguiente víctima. ¿Una madre de familia yendo a la compra? ¿Una muchacha camino de la playa?

Aquella mañana del 1 de julio, Derek y yo quedamos con Anna para desayunar en el Café Athéna. Nos habló de la misteriosa desaparición de Kirk Harvey, de la que no nos habíamos enterado Derek y yo en su momento. Lo cual quería decir que había ocurrido después de estar ya resuelto el cuádruple asesinato.

—Me he pasado por los archivos del Orphea Chronicle —nos dijo Anna—. Y mirad lo que encontré buscando artículos sobre el primer festival de 1994.

Nos enseñó la fotocopia de un artículo que se titulaba:

EL GRAN CRÍTICO OSTROVSKI NOS CUENTA SU FESTIVAL

Le eché una ojeada rápida al principio del artículo. Se trataba del punto de vista de Meta Ostrovski, el famoso crítico neoyorquino, acerca de esa primera edición del festival. De repente, se me detuvo la vista en una frase.

—Atiende —le dije a Derek—. El periodista le pregunta a Ostrovski cuáles han sido las sorpresas buenas y malas del festival y Ostrovski contesta: «La sorpresa buena es, desde luego (y todo el mundo coincidirá conmigo), la soberbia representación de Tío Vania, que Charlotte Carell convierte en sublime en el papel de Elena. En cuanto a la sorpresa mala es, sin lugar a dudas, el monólogo estrambótico de Kirk Harvey. Qué desastre del principio al fin, resulta indigno que un festival incluya en su programa a semejante nulidad. Diré incluso que es una ofensa a los espectadores».

—¿Dijo Kirk Harvey? —repitió Derek, incrédulo.

—Dijo Kirk Harvey —confirmó Anna, muy ufana con su hallazgo.

—¿Qué chanchullo es ese? —dije extrañado—. ¿El jefe de policía de Orphea participaba en el festival?

—Y hay más —añadió Derek—. Harvey investigó los asesinatos de 1994. Así que tenía relación con los asesinatos y con el festival.

—¿Sería por eso por lo que Stephanie quería localizarlo? —pregunté—. Tenemos que dar con él a toda costa.

Había un hombre que podía ayudarnos a buscar a Kirk Harvey: Lewis Erban, el policía cuyo lugar había ocupado Anna en Orphea. Toda su carrera la había hecho en la policía de Orphea, así que, por fuerza, había trabajado codo con codo con Harvey.

Anna, Derek y yo fuimos a verlo: nos lo encontramos cuidando un macizo de flores delante de su casa. Al ver a Anna se le iluminó la cara con una sonrisa simpática.

—Anna —le dijo—, ¡qué alegría! Eres la primera que viene a ver qué es de mi vida.

—Es una visita interesada —le confesó Anna sin rodeos—. Estos señores que me acompañan son de la policía estatal. Nos gustaría hablar contigo de Kirk Harvey.

Ya acomodados en la cocina, donde Lewis Erban insistió en invitarnos a un café, nos explicó que no tenía ni la más remota idea de lo que podía haber sido de Kirk Harvey.

—¿Ha muerto? —preguntó Anna.

—No lo sé. Lo dudo. ¿Qué edad tendrá ahora? Andará por los cincuenta y cinco.

—Así que desapareció en octubre de 1994, o sea inmediatamente después de resolverse el asesinato del alcalde Gordon y de su familia, ¿es eso? —siguió diciendo Anna.

—Sí, de la noche a la mañana. Dejó una carta de dimisión muy rara. Nunca se supo ni el cómo, ni el porqué.

—¿Hubo una investigación? —preguntó Anna.

—Pues no exactamente —contestó Lewis con expresión un tanto avergonzada y metiendo la nariz en la taza.

—¿Cómo que no? —dijo Anna dando un respingo—. ¿Vuestro jefe lo deja todo plantado y nadie intenta averiguar más?

—La verdad es que en la comisaría todo el mundo lo detestaba —contestó Erban—. Cuando desapareció, el jefe Harvey no controlaba ya a la policía. El poder lo había tomado su adjunto, Ron Gulliver. Los policías no querían ya tratar con él. Lo odiaban. Lo llamábamos «jefe solitario».

—¿«Jefe solitario»? —dijo Anna, sorprendida.

—Como lo oyes. Todo el mundo despreciaba a Harvey.

—Y, entonces, ¿por qué lo hicieron jefe? —intervino Derek.

—Porque al principio lo adorábamos. Era un hombre carismático y muy inteligente. Y un buen jefe, de propina. ¡Fanático del teatro! ¿Saben lo que hacía en su tiempo libre? ¡Escribía obras de teatro! Se pasaba los días de permiso en Nueva York, iba a ver todas las obras que ponían. Montó incluso una obra que tuvo cierto éxito con la compañía de estudiantes de la universidad de Albany. Hablaron de él en el periódico y todo eso. Y se echó una amiguita preciosa, una estudiante que trabajaba en la compañía. El colmo, vamos. El tío lo tenía todo a su favor, todo.

—Y, entonces, ¿qué pasó? —siguió preguntando Derek.

—La buena racha le duró un añito apenas —explicó Lewis Erban—. Animado por el éxito, escribió otra obra. Nos hablaba de ella continuamente. Decía que iba a ser una obra maestra. Cuando se creó el festival de teatro de Orphea, hizo cuanto pudo para que su obra fuera la función inaugural. Pero el alcalde Gordon no lo aceptó. Dijo que la obra era mala. Discutieron mucho por eso.

—Pero pese a todo la obra se programó en el festival, ¿no? He leído una crítica al respecto en los archivos del Orphea Chronicle.

—Interpretó un monólogo suyo. Fue un desastre.

Derek concretó:

—Lo que yo me pregunto es: ¿cómo Kirk Harvey pudo participar en el festival cuando el alcalde Gordon no quería que lo hiciera?

—¡Porque al alcalde lo liquidaron la noche de la inauguración del festival! Fue el vicealcalde de entonces, Alan Brown, quien tomó las riendas de la ciudad y Kirk Harvey consiguió que incluyesen su creación en el programa. No sé por qué aceptó Brown. Seguramente tenía problemas más importantes.

—Así que fue solo porque el alcalde Gordon murió por lo que Kirk Harvey pudo participar —fue mi conclusión.

—Exacto, capitán Rosenberg. Todas las noches en el segundo tramo de la velada, en el Gran Teatro. Fue un fracaso total. No se puede imaginar lo penoso que era. Quedó en ridículo delante de todo el mundo. Por lo demás, para él fue el principio del fin: su reputación estaba por los suelos, su novia lo dejó, todo cayó en picado.

—Pero ¿fue por la obra por lo que los demás policías le cogieron manía a Harvey?

—No —contestó Lewis Erban—, no directamente al menos. Durante los meses anteriores al festival, Harvey nos comunicó que su padre tenía cáncer y que lo estaban tratando en un hospital de Albany. Nos explicó que iba a pedir un permiso sin sueldo para cuidarlo en lo que duraba el tratamiento. En la comisaría se nos rompió el corazón con esa historia. Pobre Kirk, su padre estaba moribundo. Intentamos hacer colectas para compensar la falta del sueldo, organizamos varios actos, incluso cedimos días de nuestras vacaciones para dárselos y que pudiera seguir cobrando cuando no estaba. Era nuestro jefe y le teníamos aprecio.

—Y ¿qué pasó?

—Se descubrió el pastel: el padre, en realidad, estaba muy bien. Harvey se había inventado esa historia para ir a Albany a preparar su famosa obra de teatro. A partir de ese momento, nadie quiso ya saber nada de él, ni obedecerlo. Él se defendió diciendo que se había pillado los dedos con la mentira y que nunca hubiera podido imaginarse que íbamos todos a poner dinero para ayudarlo. Con lo cual nos irritamos más, porque eso quería decir que su forma de pensar era diferente de la nuestra. A partir de ese día, no lo consideramos ya nuestro jefe.

—¿A qué época se remonta ese incidente?

—Lo descubrimos durante el mes de julio de 1994.

—Pero ¿cómo pudo la policía funcionar sin jefe de julio a octubre?

—Ron Gulliver se convirtió en jefe de facto. Los muchachos respetaban su autoridad, todo funcionó bien. Aquella situación no era ni pizca de oficial, pero a nadie le molestó porque, poco después, ocurrió el asesinato del alcalde Gordon y luego su sustituto, el alcalde Brown, tuvo que bregar durante los meses siguientes con casos más acuciantes.

—Sin embargo —reaccionó Derek—, colaboramos regularmente con Kirk Harvey durante la investigación del cuádruple asesinato.

—¿Y con quién más de la comisaría trataron? —le replicó Erban.

—Con nadie —admitió Derek.

—Y ¿no le pareció raro no tener contacto más que con Kirk Harvey?

—Ni siquiera me fijé en eso entonces.

—Ojo —aclaró Erban—, eso no quiere decir que nosotros descuidásemos el trabajo. No dejaba de ser un cuádruple asesinato. Todas las llamadas de los vecinos se tomaron en serio y también todas las solicitudes de la policía estatal. Pero, dejando eso aparte, Harvey llevó a cabo su investigación personal solo y metido en su rincón. Ese caso lo tenía completamente obsesionado.

—¿Así que había un expediente?

—Desde luego. Lo compiló Harvey. Tiene que estar en la sala de archivos.

—No hay nada —dijo Anna—. Solo una caja vacía.

—A lo mejor está en su despacho del sótano —sugirió Erban.

—¿Qué despacho del sótano? —preguntó Anna.

—En julio de 1994, cuando descubrimos la historia del cáncer de mentira del padre, todos los policías se presentaron en el despacho de Harvey para pedirle explicaciones. No estaba y entonces empezamos a rebuscar y nos dimos cuenta de que pasaba más tiempo escribiendo la obra de teatro que con las tareas de policía: había textos manuscritos y guiones. Decidimos hacer limpieza: metimos en la trituradora todo lo que no tenía que ver con su trabajo de jefe de la policía y les puedo asegurar que no quedó gran cosa. Luego, desenchufamos el ordenador, cogimos la silla y el escritorio y los trasladamos a una habitación del sótano. Un almacén de material, en medio de un caos gigantesco, sin ventanas, ni ventilación. Pensábamos que no aguantaría una semana, pero pese a todo permaneció en el sótano tres meses hasta que desapareció del mapa en octubre de 1994.

Nos quedamos un ratito pasmados con aquella escena de cuartelazo que había descrito Erban. Por fin, dije:

—Y, en vista de eso, ¿un día desapareció?

—Sí, capitán. Me acuerdo bien porque la víspera quería a toda costa hablarme de su caso.

*

Orphea, finales de octubre de 1994

Al entrar en los aseos de la comisaría, Lewis Erban se encontró con Kirk Harvey, que se estaba lavando las manos.

—Lewis, tengo que hablar contigo —le dijo Harvey.

Al principio, Erban hizo como que no oía. Pero, como Harvey lo miraba fijamente, le dijo en un susurro:

—Kirk, no quiero que me enfilen los demás.

—Mira, Lewis, ya sé que la cagué…

—Pero, joder, Kirk, ¿cómo se te ocurrió? Todos renunciamos a días de permiso por ti.

—¡No os había pedido nada! —protestó Harvey—. Había cogido un permiso sin sueldo. No molestaba a nadie. Sois vosotros los que os metisteis donde no debíais.

—Así que ¿ahora resulta que la culpa es nuestra?

—Mira, Lewis, estás en tu derecho si me odias. Pero necesito que me ayudes.

—Olvídate. Si los muchachos se enteran de que hablo contigo, voy a acabar yo también en el sótano.

—Entonces, vamos a quedar en otro sitio. Esta noche en el aparcamiento del puerto deportivo, a eso de las ocho. Te lo contaré todo. Es muy importante. Tiene que ver con Ted Tennenbaum.

*

—¿Ted Tennenbaum? —repetí.

—Sí, capitán Rosenberg —me confirmó Lewis—. Por supuesto que no fui. Que me vieran con Harvey era como coger la sarna. Esta conversación fue la última que tuve con él. Al día siguiente, al llegar a la comisaría, me enteré de que Ron Gulliver se había encontrado en su despacho una carta suya firmada de puño y letra encima del escritorio en la que le comunicaba que se había ido y no volvería nunca a Orphea.

—¿Cuál fue su reacción? —preguntó Derek.

—Pensé que de buena nos habíamos librado. Sinceramente, era lo mejor para todo el mundo.

Tras irnos de casa de Lewis Erban, Anna nos dijo:

—En el Gran Teatro, Stephanie hacía preguntas a los voluntarios para saber el horario exacto de Ted Tennenbaum la noche del cuádruple asesinato.

—Mierda —dijo por lo bajo Derek.

Le pareció que debía ser más específico:

—Ted Tennenbaum era…

—… el que cometió el cuádruple asesinato en 1994, ya lo sé —lo interrumpió Anna.

Derek añadió entonces:

—Al menos eso es lo que hemos estado creyendo durante veinte años. ¿Qué había descubierto sobre él Kirk Harvey y por qué no nos lo dijo?

Ese mismo día, recibimos de la policía científica el análisis del contenido del ordenador de Stephanie: en el disco duro solo había un documento, en Word y protegido con una contraseña que los informáticos habían podido saltarse con facilidad.

Lo abrimos, apiñados los tres delante del ordenador de Stephanie.

—Es un texto —dijo Derek—. Su artículo, seguramente.

—Más bien parece un libro —comentó Anna.

Estaba en lo cierto. Al leer el documento descubrimos que Stephanie dedicaba un libro entero al caso. Copio aquí el principio:

NO CULPABLE

por Stephanie Mailer

El anuncio estaba entre otros dos, uno de un zapatero y otro de un restaurante chino que ofrecía un bufé libre por menos de veinte dólares:

¿QUIERE ESCRIBIR UN LIBRO DE ÉXITO?

LITERATO BUSCA ESCRITOR AMBICIOSO PARA TRABAJO SERIO. REFERENCIAS INDISPENSABLES.

De entrada, no me lo tomé en serio. Intrigada, decidí pese a todo marcar el número indicado. Me contestó un hombre cuya voz no reconocí de inmediato. Solo caí en la cuenta cuando me encontré con él en el café SoHo donde habíamos quedado.

—¿Usted? —dije asombrada al verlo.

Parecía tan sorprendido como yo. Me explicó que necesitaba a alguien para escribir un libro que le andaba dando vueltas por la cabeza hacía mucho.

—Va a hacer veinte años que pongo ese anuncio, Stephanie —me dijo—. Todos los candidatos que han ido respondiendo durante estos años eran a cuál más impresentable.

—Pero ¿por qué busca a alguien para escribir un libro por usted?

—No, por mí no. Un libro para mí. Le doy un argumento y usted escribe.

—¿Por qué no lo escribe usted?

—¿Yo? ¡Imposible! ¿Qué diría la gente? ¿Se lo imagina…? Concretando: yo me hago cargo de todos sus gastos mientras escribe. Y luego ya no tendrá que volver a preocuparse.

—¿Por qué? —pregunté.

—Porque ese libro la convertirá en una escritora rica y famosa; y a mí, en un hombre con más paz. Tendré por fin la satisfacción de tener respuestas a unas preguntas que llevan veinte años obsesionándome. Y la felicidad de ver que ese libro existe. Si da con la clave del enigma, será una novela policíaca maravillosa. Los lectores se van a chupar los dedos.

Hay que reconocer que el libro resultaba apasionante. Stephanie contaba que había conseguido que la contratasen en el Orphea Chronicle para tener una tapadera e investigar con calma el cuádruple asesinato de 1994.

Sin embargo, resultaba difícil diferenciar entre lo que era relato y lo que era ficción. Si se limitaba a describir la realidad de los hechos, ¿quién era entonces ese misterioso patrocinador que le había pedido que escribiera ese libro? Y ¿por qué? No mencionaba su nombre, pero parecía indicar que se trataba de un hombre a quien conocía y que, aparentemente, estaba en el Gran Teatro la noche del cuádruple asesinato.

—A lo mejor es por eso por lo que me tiene tan obsesionado ese suceso. Yo estaba en la sala, viendo la obra que se representaba. Una versión muy mediocre de Tío Vania. Y resulta que la tragedia auténtica y apasionante estaba ocurriendo a pocas calles de allí, en el barrio de Penfield. Desde aquella noche, me pregunto a diario qué pudo pasar; y me digo a diario que esa historia sería una novela policíaca fantástica.

—Pero, por la información que yo tengo, descubrieron al asesino. Se trataba de un tal Ted Tennenbaum, el dueño de un restaurante de Orphea.

—Ya lo sé, Stephanie. También sé que todos los indicios confirman su culpabilidad. Pero no estoy del todo convencido. Aquella tarde era el bombero de servicio en el teatro. Ahora bien, poco antes de las siete, salí a la calle para estirar las piernas y vi pasar una camioneta. Se la podía identificar con facilidad por la curiosa pegatina del cristal trasero. Mucho después caí en la cuenta, al leer los periódicos, de que era el vehículo de Ted Tennenbaum. El problema era que quien iba al volante no era él.

—¿Qué historia de una camioneta es esa? —preguntó Anna.

—La camioneta de Ted Tennenbaum es uno de los puntos centrales que condujeron a su detención —explicó Derek—. Un testigo dejó firmemente establecido que estaba aparcada delante de la casa del alcalde antes de los asesinatos.

—¿Así que era efectivamente su camioneta, pero él no iba al volante? —preguntó Anna.

—Eso es lo que parece afirmar este hombre —dije—. Y por eso vino Stephanie a decirme que nos habíamos equivocado de culpable.

—¿Así que por lo visto hay alguien que duda de su culpabilidad y lleva sin decir nada todo este tiempo? —preguntó Derek.

Para los tres había un detalle muy claro: si Stephanie hubiera desaparecido voluntariamente, nunca se habría ido sin el ordenador.

Por desgracia, nuestro convencimiento iba a resultar acertado: a la mañana siguiente, miércoles 2 de julio, una ornitóloga aficionada que se paseaba al amanecer por las inmediaciones del lago de los Ciervos se fijó en un bulto que flotaba a lo lejos entre nenúfares y juncos. Intrigada, cogió los prismáticos. Tardó bastantes minutos en caer en la cuenta: era un cuerpo humano.

La desaparición de Stephanie Mailer
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