Jesse Rosenberg

Miércoles 9 de julio de 2014

Diecisiete días antes de la inauguración

Extractos de la primera plana del Orphea Chronicle del miércoles 9 de julio de 2014:

OBRA MISTERIOSA
PARA LA INAUGURACIÓN DEL FESTIVAL DE TEATRO

Cambio de programa: el alcalde anunciará el viernes la obra que se representará en la inauguración y promete una producción espectacular que debería convertir esta vigésima primera edición del festival en una de las más determinantes de su historia.

Dejé el periódico en el momento en que mi avión aterrizaba en Los Ángeles. Era Anna quien me había dado su ejemplar del Orphea Chronicle cuando la vi por la mañana, junto con Derek, para hacer balance de la situación.

—Toma —me dijo alargándome el periódico—, para que tengas algo que leer durante el trayecto.

—O el alcalde es un genio, o está de mierda hasta el cuello —dije con una sonrisa al leer la primera plana del diario antes de meterlo en la bolsa.

—Voy a optar por la segunda hipótesis —dijo Anna, riéndose.

Era la una de la tarde en California. Había despegado de Nueva York a media mañana y, pese a las seis horas y media de vuelo, la magia del desfase horario me dejaba aún unas cuantas horas antes de la cita con Kirk Harvey. Quería aprovecharlas para entender a qué había venido aquí Stephanie. No tenía mucho tiempo, tenía reserva para el vuelo de vuelta al día siguiente por la tarde, lo que me dejaba por delante veinticuatro horas exactas.

El procedimiento hay que cumplirlo; había informado a la policía de carreteras de California, que allí es el equivalente de la policía estatal. Un policía apellidado Cruz vino a buscarme al aeropuerto y estaba a mi disposición durante toda mi estancia. Le pedí al sargento Cruz que tuviera la amabilidad de llevarme derecho al hotel en el que, según decía su tarjeta, se había alojado Stephanie. Era un Best Western coqueto situado muy cerca del Beluga Bar. Las habitaciones eran caras. Así que estaba claro que el dinero no le suponía ningún problema. Alguien la financiaba. Pero ¿quién? ¿Quién le había hecho el encargo?

El recepcionista del hotel reconoció de inmediato a Stephanie cuando le enseñé una foto.

—Sí, la recuerdo bien —me aseguró.

—¿Se fijó en algo en particular? —pregunté.

—En una mujer joven, guapa y elegante siempre se fija uno —me contestó el recepcionista—. Pero lo que más me llamó la atención fue que era la primera escritora a la que conocía.

—¿Así fue como se presentó?

—Sí, decía que estaba escribiendo una novela policíaca basada en una historia verdadera y que había venido aquí a buscar respuestas.

Así que lo que Stephanie escribía era, en efecto, un libro. Cuando la despidieron de la Revista decidió cumplir ese deseo suyo de llegar a escritora, pero ¿a qué precio?

No había reservado en ningún hotel, así que, por comodidad, cogí una habitación para esa noche en el Best Western. Luego, el sargento Cruz me llevó al Beluga Bar, donde llegué a las cinco en punto. Tras la barra del establecimiento había una joven secando vasos. Comprendió por mi actitud que buscaba a alguien. Cuando mencioné el nombre de Kirk Harvey, sonrió con expresión divertida.

—¿Es usted actor?

—No —le aseguré.

Se encogió de hombros como si no me creyese.

—Cruce la calle, hay una escuela. Baje al sótano, al salón de actos.

Obedecí al instante. Como no encontraba la entrada del sótano, me dirigí al portero, que estaba barriendo el patio cubierto.

—Perdone, caballero, estoy buscando a Kirk Harvey.

El buen hombre se echó a reír.

—¡Otro! —dijo.

—Otro ¿qué? —pregunté.

—Es actor, ¿no?

—No. ¿Por qué todo el mundo piensa que soy actor?

El hombre se carcajeó aún más.

—Lo va a entender enseguida. ¿Ve esa puerta de hierro de allí? Baje un piso y verá un cartel. No puede equivocarse. ¡Buena suerte!

Como continuaba riéndose, dejé que lo hiciera a gusto y seguí sus indicaciones. Entré por la puerta, que daba a unas escaleras, bajé un piso y vi una pesada puerta en la que habían pegado chapuceramente con cinta adhesiva un cartel enorme:

Me empezó a latir más deprisa el corazón en el pecho. Hice una foto del cartel con el móvil y se la envié en el acto a Anna y Derek. Cuando me disponía a girar el picaporte, se abrió la hoja de la puerta con violencia y tuve que retroceder un paso para que no me diera en toda la cara. Vi pasar a un hombre que escapó escaleras arriba sollozando. Oí cómo se juraba a sí mismo, muy rabioso: «¡Nunca más! ¡Nunca más volverán a tratarme así!».

La puerta se había quedado abierta y entré tímidamente en la estancia sumida en la oscuridad. Era el típico salón de actos de una escuela, bastante amplio, con techos altos. Había filas de sillas frente a un escenario pequeño, que iluminaban unos focos demasiado fuertes y de luz cegadora, en el que había dos personas: una señora gruesa y un señor menudo.

Apiñado delante de ellos y pendiente, con atención religiosa, de lo que ocurría, había una reducida pero impresionante multitud; en una esquina, una mesa con café, bebidas, donuts y galletas. Vi a un hombre medio desnudo que se zampaba un dulce deprisa y corriendo mientras se ponía un uniforme de policía. Se trataba visiblemente de un actor que se estaba cambiando. Me acerqué y le pregunté en un susurro:

—Perdone, pero ¿qué está pasando aquí?

—¿Cómo que «qué está pasando aquí»? ¡Es el ensayo de La noche negra!

—¡Ah! —dije con precaución—. Y ¿qué es La noche negra?

—Es la obra en la que el Maestro Harvey lleva trabajando veinte años. ¡Veinte años de ensayo! Hay una leyenda que dice que el día en que por fin esté lista la obra, tendrá un éxito nunca visto.

—Y ¿cuándo estará lista?

—Nadie lo sabe. De momento, no ha acabado de ensayar la primera escena. Veinte años solo para la primera escena. ¡Imagínese la calidad del espectáculo!

Las personas que teníamos alrededor se volvieron y nos lanzaron miradas aviesas para indicarnos que nos callásemos. Me arrimé a mi interlocutor y le susurré al oído:

—¿Quién es toda esta gente?

—Actores. Todo el mundo quiere probar suerte y estar en el reparto de la obra.

—¿Tantos papeles hay? —pregunté, calculando la cantidad de personas presentes.

—No, pero hay mucha rotación. Por culpa del Maestro. Es muy exigente…

—Y ¿dónde está el Maestro?

—Ahí, en la primera fila.

Me indicó por señas que ya habíamos hablado bastante y ahora debíamos callarnos. Me colé entre el gentío. Me di cuenta de que la obra había empezado y que el silencio era parte de ella. Al acercarme al escenario, vi a un hombre tumbado, haciendo de muerto. Una mujer se acercó al cuerpo que el señor menudo de uniforme estaba contemplando.

El silencio duró muchos minutos. De pronto una voz extasiada dijo entre la asistencia:

—¡Es una obra maestra!

—¡Cierra la bocaza! —le contestó otra.

Volvió el silencio. Luego se puso en marcha una grabación y leyó una acotación:

Es una mañana lúgubre. Llueve. En una carretera de campo está paralizado el tráfico: se ha formado un atasco gigantesco. Los automovilistas, exasperados, tocan rabiosamente la bocina. Una joven va siguiendo por el arcén la hilera de coches parados. Llega hasta el cordón policial y pregunta al policía que está de guardia.

LA JOVEN: ¿Qué ocurre?

EL POLICÍA: Un hombre muerto. Un accidente de moto. Una tragedia.

—¡Corten! —vociferó una voz gangosa—. ¡Luces! ¡Luces!

Se encendió la luz muy bruscamente e iluminó el local. Un hombre con el traje arrugado, el pelo revuelto y un texto en la mano se acercó al escenario. Era Kirk Harvey con veinte años más que cuando lo había conocido yo.

—¡No, no, no! —rugió dirigiéndose al señor menudo—. ¿Qué tono es ese? ¡Sea convincente, amigo! Venga, repítamelo.

El señor menudo con el uniforme que le estaba grande sacó pecho y voceó:

—«¡Un tipo muerto!».

—¡Que no, idiota! —dijo airado Kirk—. Es: «Un hombre muerto». Y, además, ¿por qué ladra como un perro? Está anunciando un fallecimiento, no recontándole las ovejas a un pastor. ¡Sea dramático, carajo! El espectador tiene que estremecerse en la butaca.

—Perdone, Maestro Kirk —gimió el señor menudo—. ¡Deme otra oportunidad, se lo suplico!

—Bueno, pues la última. ¡Luego lo pongo de patitas en la calle!

Aproveché la interrupción para presentarme ante Kirk Harvey.

—¿Qué tal, Kirk? Soy Jesse Rosenberg y…

—¿Se supone que tengo que conocerlo, cara de atontado? ¡Si lo que quiere es un papel, cuando hay que venir a verme es al final del ensayo, pero usted ya no tiene nada que hacer! ¡Chapucero!

—Soy el capitán Rosenberg —aclaré—, de la policía estatal de Nueva York. Investigamos juntos hace veinte años el cuádruple asesinato de 1994.

Se le iluminó de repente la cara.

—¡Pues claro! ¡Por supuesto! ¡Leonberg! No has cambiado nada.

—«Rosenberg».

—Mira, Leonberg, vienes en un momento fatal. Me interrumpes en pleno ensayo. ¿Qué te trae por aquí?

—Habló con la subjefa Anna Kanner, de la policía de Orphea. Me envía ella. Como habían quedado en verse a las cinco…

—Y ¿qué hora es? —me preguntó Harvey.

—Las cinco.

—Oye, ¿eres el nieto de Eichmann o qué? ¿Haces en la vida todo lo que te dicen? Si te dijera que sacases el arma y les disparases a la cabeza a mis actores, ¿lo harías?

—Esto… no. Kirk, tengo que hablar con usted, es importante.

—¡Ah, escuchen a este! ¡«Importante, importante»! Permite que te diga lo que es importante, muchacho: ese escenario. ¡Eso es lo que está pasando aquí ahora!

Se volvió hacia el escenario y, señalándolo con ambas manos, dijo:

—¡Mira, Leonberg!

—¡«Rosenberg»!

—¿Qué ves?

—Solo veo unas tablas vacías…

—Cierra los ojos y mira bien. Acaba de haber un asesinato, pero aún no lo sabe nadie. Es por la mañana. Es verano, pero hace frío. Nos está cayendo encima una llovizna muy fría. Se nota la tensión, la exasperación de los automovilistas que no pueden avanzar, porque la policía ha cortado la carretera. El aire apesta con los olores acres de los tubos de escape, porque a todos esos imbéciles que llevan atrapados una hora no les ha parecido oportuno parar el motor. ¡Paren los motores, panda de gilipollas! Y, de pronto, ¡paf! Vemos llegar a esa mujer que sale de la niebla. Le pregunta a un policía: «¿Qué ocurre?», y el policía le responde: «Un hombre muerto…». ¡Y la escena arranca de verdad! El espectador se queda con la boca abierta. ¡Luces! ¡Luces! ¡Que me apaguen esa luz, me cago en Dios!

Se apagó la luz de la sala y solo quedó iluminado el escenario entre un silencio religioso.

—¡Venga, criatura! —le gritó Harvey a la actriz que hacía de la mujer, para darle la señal de salida.

Esta recorrió medio escenario hasta llegar al policía y dijo su frase:

—«¿Qué ocurre?» —preguntó.

—«¡Un hombre muerto!» —se desgañitó el señor menudo metido en un uniforme que le estaba grande.

Harvey aprobó con la cabeza y dejó que la escena siguiera.

La actriz sobreactuó en su papel de mujer intrigada y quiso acercarse al cadáver. Pero, seguramente por los nervios, no vio la mano del que hacía de cadáver y se la aplastó.

—¡Ay! —se quejó el muerto—. ¡Me ha pisado!

—¡Corten! —vociferó Harvey—. ¡Luces! ¡Luces, cojones!

Volvió a encenderse la sala. Harvey se subió de un salto al escenario. El que hacía de cadáver se dio un masaje en la mano.

—¡No andes como una vaca gorda! —gritó Harvey—. ¡Fíjate en dónde pones los pies, atontada!

—¡No soy una vaca gorda ni una atontada! —exclamó la actriz, rompiendo a llorar.

—¡Ah, conque no! ¡Un poco de honradez, por favor! ¡Mira la tripa que tienes!

—¡Me voy! —vociferó la mujer—. ¡Me niego a consentir que me traten así!

Quiso irse del escenario, pero estaba tan nerviosa que volvió a pisotear al cadáver, que voceó a más y mejor.

—¡Eso es! —le gritó Harvey—. ¡Vete, vaca espantosa!

La infeliz, hecha un mar de lágrimas, se abrió camino a empujones entre los asistentes hasta llegar a la puerta y salió huyendo. Pudieron oírse los gritos que iban escaleras arriba. Harvey tiró con rabia el mocasín de charol contra la puerta. Luego, dándose la vuelta, miró de arriba abajo a la muchedumbre de actores silenciosos que no le quitaban ojo y dejó que estallara su ira:

—¡Sois todos unos negados! ¡No entendéis nada! ¡Que se vaya todo el mundo! ¡Fuera, joder, fuera! ¡El ensayo ha acabado por hoy!

Los actores se fueron dócilmente. Cuando se hubo marchado el último, Harvey cerró la puerta por dentro y se desplomó contra ella. Soltó un prolongado estertor de desesperación:

—¡No lo conseguiré nunca! ¡NUNCA!

Yo me había quedado en la sala y me acerqué a él, un tanto apurado.

—Kirk —le dije con suavidad.

—Llámame Maestro, sin más.

Le tendí una mano amistosa; se incorporó y se secó los ojos con las vueltas de ambas mangas del traje negro.

—¿No querrías ser actor, por casualidad? —me preguntó entonces Harvey.

—No, gracias, Maestro. Pero tengo preguntas que hacerle, si me puede conceder un momento.

Me llevó a tomar una cerveza al Beluga Bar, mientras el sargento Cruz, acomodado en una mesa vecina, me esperaba fielmente haciendo un crucigrama.

—¿Stephanie Mailer? —me dijo Harvey—. Sí, la vi aquí mismo. Quería hablar conmigo. Estaba escribiendo un libro sobre el cuádruple asesinato de 1994. ¿Por qué?

—Está muerta. Asesinada.

—Vaya…

—Creo que ha muerto por lo que había descubierto relacionado con los asesinatos de 1994. ¿Qué le dijo usted exactamente?

—Que seguramente os habíais equivocado de culpable.

—¿Así que fue usted quien le metió esa idea en la cabeza? Pero ¿por qué no nos lo dijo en el momento de la investigación?

—Porque me di cuenta después.

—¿Esa es la razón por la que escapó de Orphea?

—No puedo revelarte nada, Leonberg. Todavía no.

—¿Cómo que «todavía no»?

—Ya lo entenderás.

—Maestro, he recorrido unas dos mil quinientas millas para verlo.

—No deberías haber venido. No puedo arriesgarme a comprometer mi obra.

—¿Su obra? ¿Qué quiere decir La noche negra? ¿Tiene que ver con los sucesos de 1994? ¿Qué pasó la noche del 30 de julio de 1994? ¿Quién mató al alcalde y a su familia? ¿Por qué huyó usted? Y ¿qué hace en esa sala del sótano de una escuela?

—Ven conmigo, vas a entenderlo.

En el coche patrulla, el sargento Cruz nos llevó a Kirk Harvey y a mí a lo alto de las colinas de Hollywood para contemplar la ciudad, que se extendía ante nosotros.

—¿Existe una razón para que estemos aquí? —acabé por preguntarle a Harvey.

—¿Crees que conoces Los Ángeles, Leonberg?

—Un poco…

—¿Eres un artista?

—La verdad es que no.

—¡Pfff! Entonces eres como los demás, solo conoces lo que brilla: el Château Marmont, el Nice Guy, el Rodeo Drive y Beverly Hills.

—Procedo de una familia modesta de Queens.

—Da igual de dónde vengas, la gente te juzgará por adónde vas. ¿Cuál es tu destino, Leonberg? ¿Qué es para ti el arte? Y ¿qué haces para servirlo?

—¿Adónde quiere ir a parar, Kirk? Habla como si dirigiera una secta.

—¡Llevo veinte años construyendo esta obra! Todas las palabras cuentan, todos los silencios de los actores, también. Es una obra maestra, ¿entiendes? Pero no puedes entenderlo, no puedes notarlo. No es culpa tuya, Leonberg, naciste idiota.

—¿Sería posible dejar los insultos?

No contestó y siguió mirando la inmensa extensión de Los Ángeles.

—¡Vamos allá! —dijo de repente—. ¡Te lo voy a enseñar! Te voy a enseñar al otro pueblo de Los Ángeles, ese a quien engañó el espejismo de la gloria. Te voy a enseñar la ciudad de los sueños rotos y de los ángeles con las alas quemadas.

Le indicó al sargento Cruz el camino hacia un local de hamburguesas y me mandó que entrase solo y pidiera para los tres. Obedecí sin entender bien a qué venía todo aquello. Al acercarme al mostrador, reconocí al señor menudo a quien le estaba grande el traje de policía, al que había visto en el escenario hacía dos horas.

—Bienvenido a In-N-Out. ¿Qué va a pedir? —me preguntó.

—Lo he visto hace un rato —dije—. Estaba en el ensayo de La noche negra.

—Sí.

—Terminó mal.

—Termina así con frecuencia; el Maestro Harvey es muy exigente.

—Yo diría más bien que está completamente chalado.

—No diga eso. Es como es. Está montando un gran proyecto.

¿La noche negra?

—Sí.

—Pero ¿qué es?

—Solo los iniciados pueden entenderlo.

—¿Iniciados en qué?

—Ni siquiera lo tengo claro.

—Alguien me ha hablado de una leyenda —seguí diciendo.

—¡Sí, que La noche negra va a convertirse en la obra de teatro más grande de todos los tiempos!

La cara se le había iluminado de repente y rebosaba entusiasmo.

—¿Tiene un medio de conseguirme el texto de esa obra? —pregunté.

—Nadie tiene el texto. Solo está en circulación la primera escena.

—Pero ¿por qué acepta que lo trate así?

—Míreme: llegué aquí hace ahora treinta años. Treinta años llevo intentando despuntar como actor. Ahora tengo cincuenta, gano siete dólares a la hora, no tengo ni jubilación, ni seguro. Vivo en un estudio alquilado. No tengo nada. La noche negra es mi última esperanza de despuntar. ¿Qué va a pedir?

Unos minutos después, volví al coche cargado con una bolsa de hamburguesas y patatas fritas.

—¿Y qué? —me preguntó Harvey.

—He visto a uno de sus actores.

—Ya lo sé. Encantador sargento Cruz, tire por Westwood Boulevard, por favor. Hay un bar de moda que se llama Flamingo, no puede usted perderse. No me importaría ir allí a tomar algo.

Cruz asintió y se puso en camino. Harvey era tan odioso como carismático. Al llegar delante del Flamingo, reconocí a uno de los aparcacoches: era el actor con quien había hablado en la mesa del café y los donuts. Cuando me estaba acercando a él, se subió al coche de lujo de unos clientes que acababan de llegar.

—Vayan a coger mesa —le dije a Harvey—. Ahora voy yo.

Me subí precipitadamente al coche, en el asiento del acompañante.

—¿Qué hace? —se alarmó el aparcacoches.

—¿Me recuerda? —pregunté, esgrimiendo la placa de policía—. Hemos hablado durante el ensayo de La noche negra.

—Sí.

Arrancó y condujo el coche hacia un amplio aparcamiento al aire libre.

—¿Qué es La noche negra? —le pregunté.

—Algo de lo que todo el mundo habla en Los Ángeles. Quienes participen en ella…

—Tendrán un enorme éxito. Ya lo sé. ¿Qué puede decirme que no sepa ya?

—¿Por ejemplo?

Entonces se me vino a la cabeza una pregunta que debería haberle hecho al empleado del In-N-Out:

—¿Cree que Kirk Harvey podría ser un asesino?

El hombre contestó sin titubear:

—Pues claro. ¿No lo ha visto? Si le llevas la contraria, te aplasta como a una mosca.

—¿Ha sido violento alguna vez?

—No hay más que ver cómo berrea. Eso ya dice mucho, ¿no?

Aparcó el coche y se bajó. Se encaminó hacia uno de sus compañeros, instalado tras una mesa de jardín de plástico, que preparaba las llaves de los coches de los clientes atendiendo a las llamadas que llegaban por radio desde el restaurante. Le alargó un juego de llaves al aparcacoches y le indicó qué coche tenía que llevarse.

—¿Qué representa para usted La noche negra? —le seguí preguntando al aparcacoches.

—La reparación —me dijo como si fuera una obviedad.

Se subió a un BMW negro y desapareció, dejándome con más preguntas que respuestas.

Fui andando hasta el Flamingo, que estaba solo a una manzana. Al entrar en el establecimiento, reconocí en el acto al recepcionista: era el que interpretaba el papel de cadáver. Me acompañó hasta la mesa de Kirk, que ya se estaba bebiendo a sorbitos un Martini. Se acercó una camarera para traerme la carta. Era la actriz de antes.

—¿Y qué? —me preguntó Harvey.

—¿Quiénes son esas personas?

—El pueblo de los que esperaban la gloria y la siguen esperando. Es el mensaje que nos envía a diario la sociedad: la gloria o la muerte. Ellos esperarán la gloria hasta que la palmen, porque, al final, las dos se encuentran.

Le pregunté entonces a bocajarro:

—Kirk, ¿mató usted al alcalde y a su familia?

Soltó la carcajada, se acabó el Martini y, luego, miró el reloj.

—Ya es la hora. Tengo que ir a trabajar. ¡Llévame, Leonberg!

El sargento Cruz nos llevó a Burbank, en los arrabales del norte de Los Ángeles. Las señas que le había dado Harvey correspondían a un poblado de caravanas.

—Final del trayecto para mí —me dijo amablemente Kirk—. Me alegro de haber vuelto a coincidir contigo, Leonberg.

—¿Es aquí donde trabaja? —pregunté.

—Aquí es donde vivo —me contestó—. Tengo que ponerme el uniforme de trabajo.

—¿A qué se dedica? —pregunté.

—Soy limpiador en el turno de noche de los estudios Universal. Soy como todas esas personas a quienes has visto esta tarde, Leonberg: mis sueños me engulleron. Creo que soy un gran director, pero les friego la taza del váter a los grandes directores.

Así que el antiguo jefe de la policía de Orphea, convertido en director escénico, vivía en la miseria en un suburbio de Los Ángeles.

Kirk se bajó del coche. Yo hice lo mismo para coger la bolsa en el maletero y darle mi tarjeta.

—La verdad es que querría poder verlo otra vez mañana —le dije—. Necesito avanzar en esta investigación.

Mientras hablaba, rebuscaba entre mis cosas. Kirk se fijó entonces en el ejemplar del Orphea Chronicle.

—¿Puedo quedarme con el periódico? —me preguntó—. Me entretendrá durante el descanso y me traerá unos cuantos recuerdos.

—Faltaría más —contesté, alargándole el diario.

Lo abrió y echó una ojeada a la primera página:

OBRA MISTERIOSA
PARA LA INAUGURACIÓN DEL FESTIVAL DE TEATRO

Kirk exclamó entonces:

—¡Por los clavos de Cristo!

—¿Qué ocurre, Kirk?

—¿Cuál es esa «obra misteriosa»?

—No lo sé… A decir verdad ni siquiera sé si el alcalde Brown lo sabe.

—Y ¿si fuera la señal? ¡La señal que llevo esperando veinte años!

—¿La señal de qué? —pregunté.

Con ojos extraviados, Harvey me agarró por los hombros.

—¡Leonberg! ¡Quiero representar La noche negra en el festival de Orphea!

—¿Cómo? El festival es dentro de dos semanas. Lleva ensayando veinte años y solo va por la primera escena.

—No entiendes…

—¿No entiendo qué?

—Leonberg, quiero figurar en el programa del festival de Orphea. Quiero representar La noche negra. Y tú hallarás respuesta a todas tus preguntas.

—¿Acerca del asesinato del alcalde?

—Sí, lo sabrás todo. ¡Si me dejáis representar La noche negra, lo sabrás todo! ¡La noche del estreno, quedará revelada toda la verdad sobre ese caso!

Llamé en el acto por teléfono a Anna y le expliqué la situación:

—Harvey dice que, si lo dejamos representar la obra, nos revelará quién mató al alcalde Gordon.

—¿Qué? ¿Lo sabe todo?

—Eso es lo que dice.

—¿No es un farol?

—Pues, curiosamente, no lo creo. Se pasó toda la última parte de la tarde negándose a contestar a mis preguntas y estaba a punto de irse cuando vio la primera plana del Orphea Chronicle. La reacción fue inmediata: me propuso revelarme la verdad si lo dejamos representar la dichosa obra.

—O, a lo mejor —me dijo Anna—, mató él al alcalde y a su familia, está como una cabra y va a delatarse.

—Eso ni se me había ocurrido —le contesté.

Anna me dijo entonces:

—Confírmale a Harvey que de acuerdo. Ya me las apañaré para conseguir lo que quiere.

—¿De verdad?

—Sí. Tienes que traerlo aquí. En el peor de los casos, lo detenemos y estará en nuestra jurisdicción. No le quedará más remedio que hablar.

—Muy bien —asentí—. Deja que vaya a decírselo.

Volví junto a Kirk, que me estaba esperando delante de su caravana.

—Tengo al teléfono a la subjefa de la policía de Orphea —le expliqué—. Me dice que de acuerdo.

—¡No me tome por un papanatas! —vociferó Harvey—. ¿Desde cuándo decide la policía el programa del festival? Quiero una carta de puño y letra del alcalde de Orphea. Voy a dictarle mis condiciones.

*

Con el desfase horario, eran las once de la noche en la costa este. Pero a Anna no le quedó más remedio que ir a ver al alcalde Brown a su casa.

Al llegar delante de la puerta, se fijó en que había luz en la planta baja. Con un poco de suerte, el alcalde estaba levantado todavía.

En efecto, Alan Brown no dormía. Andaba arriba y abajo por la habitación que le hacía las veces de despacho, repasando su discurso de dimisión para sus colaboradores. No había encontrado solución para sustituir la obra inicial. Las otras compañías eran de aficionados o demasiado modestas para atraer espectadores suficientes y llenar el Gran Teatro de Orphea. La idea de que las tres cuartas partes de la sala estuvieran vacías se le hacía insoportable y era económicamente arriesgada. Ya estaba decidido: al día siguiente, jueves, por la mañana reuniría a los empleados del ayuntamiento y les comunicaría que se iba. El viernes convocaría a la prensa, como estaba previsto, y la noticia se haría pública.

Se asfixiaba. Necesitaba aire. Como estaba ensayando el discurso en voz alta, no había querido abrir la ventana por temor a que Charlotte, que dormía justo en la habitación de arriba, lo oyera. Cuando no pudo aguantar más, abrió las hojas de la puerta vidriera que daba al jardín y el aire tibio de la noche entró en la habitación. Le llegó el aroma de los rosales y lo calmó. Volvió a leer, en un cuchicheo ahora: «Señoras y señores: los he reunido hoy con honda consternación para comunicarles que el festival de Orphea no podrá celebrarse. Saben hasta qué punto me sentía unido a este acontecimiento, a título personal, pero también en el ámbito político. No he conseguido convertir el festival en la cita imprescindible que habría tenido que volver a dar nuevo lustre a nuestra ciudad. He fracasado en el proyecto mayor de mi mandato. Es pues con gran emoción como tengo que anunciarles que voy a dimitir de mi cargo de alcalde de la ciudad de Orphea. Quería que fueran ustedes los primeros en saberlo. Cuento con su absoluta discreción para que esta noticia no salga a la luz hasta la rueda de prensa del viernes».

Casi se sentía aliviado. Había sido demasiado ambicioso para sí mismo, para Orphea y para aquel festival. Cuando puso en marcha el proyecto era solo el vicealcalde. Supuso que lo convertiría en uno de los acontecimientos culturales de más envergadura del estado y, más adelante, del país. El Sundance del teatro. Pero todo había sido solo un fracaso rotundo.

En ese momento, sonó el timbre de la puerta de la calle. ¿Quién podía presentarse a aquellas horas? Se dirigió a la puerta. Charlotte, a quien había despertado el ruido, estaba bajando las escaleras mientras se ponía una bata. Miró por la mirilla y vio a Anna de uniforme.

—Alan —le dijo—, de verdad que siento muchísimo molestarle a semejante hora. No habría venido si no fuera muy importante.

Poco después, en la cocina de los Brown, Charlotte, que estaba preparando té, se quedó de piedra al oír el nombre pronunciado.

—¿Kirk Harvey? —repitió.

—¿Qué quiere ese loco? —preguntó Alan, visiblemente irritado.

—Ha montado una obra de teatro y querría representarla en el festival de Orphea. A cambio…

Anna aún no había terminado la frase cuando Alan dio un bote en la silla. Había recobrado el color del rostro de repente.

—¿Una obra de teatro? ¡Pues claro! ¿Crees que podría llenar el Gran Teatro varias noches seguidas?

—Por lo visto, es la obra del siglo —contestó Anna, enseñándole la foto del cartel pegado en la puerta de la sala de ensayos.

—¡La obra del siglo! —repitió el alcalde Brown dispuesto a lo que fuera para salvar el pellejo.

—A cambio de poder representar su obra, Harvey nos dará información crucial sobre el cuádruple asesinato de 1994 y, quizá, del de Stephanie Mailer.

—Cariño —dijo con suavidad Charlotte Brown—, ¿no crees que…?

—¡Creo que es un regalo del cielo! —dijo jubiloso Alan.

—Tiene exigencias —avisó Anna, desdoblando la hoja en la que había apuntado una serie de cosas que procedió a leer—. Pide una suite en el mejor hotel de la ciudad, que se le paguen todos los gastos y se ponga a su disposición inmediatamente el Gran Teatro para los ensayos. Quiere un acuerdo con su firma de puño y letra. Esta es la razón por la que me he permitido venir a semejante hora.

—Y ¿no pide caché? —se sorprendió el alcalde Brown.

—Por lo visto, no.

—¡Amén! Todo eso me va de maravilla. Dame esa hoja para que la firme. ¡Y ve corriendo a avisar a Harvey de que va a ser la cabecera de cartel del festival! Necesito que coja mañana el primer vuelo para Nueva York; ¿le puedes dar el recado? Tiene que estar a toda costa conmigo el viernes por la mañana en la rueda de prensa.

—Muy bien —asintió Anna—, se lo diré.

El alcalde Brown agarró un bolígrafo y, antes de firmar, añadió en la parte de abajo del documento una línea manuscrita que confirmaba su compromiso.

—Toma, Anna. Ahora te toca a ti.

Anna se fue, pero, cuando Alan cerró la puerta, ella no bajó en el acto las escaleras de la entrada. Y oyó la conversación entre el alcalde y su mujer.

—¡Es una locura que te fíes de Harvey! —dijo Charlotte.

—Pero, bueno, cariño, ¡es algo inesperado!

—¡Va a volver aquí, a Orphea! ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

—Me va a salvar la carrera, eso es lo que significa —contestó Brown.

*

Por fin, sonó mi teléfono.

—Jesse —me dijo Anna—, el alcalde acepta. Ha firmado la solicitud de Harvey. Quiere que estéis en Orphea el viernes por la mañana para la rueda de prensa.

Le di el recado a Harvey, que enseguida se entusiasmó:

—¡Sí, qué demonios! —vociferó—. ¡Sí, qué demonios! ¡Rueda de prensa y todo! ¿Puedo ver la carta firmada? Quiero tener la seguridad de que no me estáis liando.

—Todo está en orden —le prometí—. Anna tiene la carta.

—¡Pues que me la mande por fax! —exclamó.

—¿Que se la mande por fax? Pero, Harvey, ¿quién sigue teniendo fax hoy?

—Apañaos. Aquí la estrella soy yo.

Se me estaba empezando a agotar la paciencia, pero me esforcé en conservar la calma. Kirk podía estar en posesión de informaciones decisivas. Había un fax en la comisaría de Orphea y Anna sugirió que podía enviar la carta al despacho del sargento Cruz, donde seguramente también había fax.

Media hora después, en un despacho del centro de la policía de carreteras de California, Harvey leía el fax, muy ufano.

—¡Es maravilloso! —exclamó—. Se va a representar La noche negra.

—Harvey —le dije entonces—, ahora que ya tiene la garantía de que se va a representar su obra en Orphea, ¿podría decirme lo que sabe del cuádruple asesinato de 1994?

—¡La noche del estreno se sabrá todo, Leonberg!

—El estreno es el 26 de julio. No podemos esperar hasta entonces. Una investigación policial depende de usted.

—Nada antes del 26. ¡Y se acabó!

La ira me hervía por dentro.

—Harvey, exijo saberlo todo, ahora. O hago que rescindan la representación de su obra.

Me miró con desprecio:

—¡Cierra el pico, Leomierda! ¿Cómo te atreves a amenazarme? ¡Soy un gran director! ¡Como sigas te hago lamer el suelo con cada paso que dé!

Ya era demasiado. Perdí los nervios, agarré a Harvey por el pescuezo y lo puse contra la pared.

—¡Hable! —vociferé—. ¡Hable o lo dejo sin dientes! ¡Quiero saber lo que sabe usted! ¿Quién es el asesino de la familia Gordon?

Como Harvey pedía ayuda, acudió el sargento Cruz a separarnos.

—¡Quiero ponerle una denuncia a este hombre! —pidió Harvey.

—¡Han muerto inocentes por su culpa, Harvey! No lo dejaré en paz hasta que hable.

El sargento Cruz me hizo salir de la habitación para que me calmase, pero decidí, rabioso, irme de la comisaría. Encontré un taxi que me llevó al poblado de caravanas donde vivía Kirk Harvey. Pregunté cuál era la suya y tiré abajo la puerta de una patada. Me puse a registrar el interior. Si la respuesta estaba en la vivienda de Kirk, me bastaba con dar con ella. Encontré diversos papeles sin interés. Luego, en el fondo de un cajón, una carpeta de cartón con el logo de la policía de Orphea. Dentro, fotos policiales de los cuerpos de la familia Gordon y de Meghan Padalin. Eran los documentos de la investigación de 1994, los que habían desaparecido de la sala de archivos.

En ese instante oí un grito: era Kirk Harvey.

—¿Qué haces aquí, Leonberg? —vociferó—. ¡Sal ahora mismo!

Me lancé sobre él y rodamos por el polvo. Y entonces le arreé unos cuantos puñetazos en el vientre y en la cara.

—¡Ha muerto gente, Harvey! ¿Lo entiende? ¡Este caso me quitó lo que más quería! ¿Y usted lleva veinte años guardándose el secreto? ¡Hable ya!

Como con el último golpe había caído al suelo, le di una patada en las costillas.

—¿Quién está detrás de todo este asunto? —exigí.

—¡No lo sé! —gimió Harvey—. ¡No lo sé! Llevo veinte años haciéndome la pregunta.

Vecinos del poblado de caravanas habían avisado a la policía y llegaron a toda velocidad varias patrullas, con las sirenas aullando. Los policías se arrojaron sobre mí, me pegaron al capó de un coche y me esposaron sin contemplaciones.

Miré a Harvey, hecho un ovillo en el suelo y tembloroso. ¿Cómo se me había ocurrido pegarle así? No me reconocía a mí mismo. Tenía los nervios destrozados. Esta investigación me estaba corroyendo. Los demonios del pasado retornaban.

La desaparición de Stephanie Mailer
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml