Derek Scott
Finales de noviembre de 1994. Cuatro meses después del cuádruple asesinato.
Jesse no quería ver a nadie.
Yo pasaba todos los días por su casa, llamaba durante un buen rato, le suplicaba que me abriera. Todo inútil. A veces esperaba horas en la puerta. Pero no había nada que hacer.
Acabó por dejarme entrar cuando amenacé con volar la cerradura y empecé a darle patadas a la puerta. Me encontré entonces ante un fantasma: sucio, con el pelo revuelto, sin afeitar, la mirada hosca y sombría. El piso estaba manga por hombro.
—¿Qué quieres? —me preguntó con tono desabrido.
—Asegurarme de que estás bien, Jesse.
Soltó una risa sarcástica.
—¡Estoy bien, Derek, estoy estupendamente! Nunca he estado mejor.
Y terminó echándome de su casa.
Dos días después, el mayor McKenna fue a buscarme a mi despacho.
—Derek, tienes que ir a la comisaría del distrito 54, en Queens. Tu amigo Jesse ha hecho de las suyas y la policía de Nueva York lo ha detenido esta noche.
—¿Detenido? Pero ¿dónde? Lleva semanas sin salir de casa.
—Bueno, pues le han debido de entrar ganas de desahogarse, porque ha destrozado un restaurante en obras. Un sitio que se llama La Pequeña Rusia. ¿Te suena de algo? Resumiendo, busca al dueño y arréglame este jodido asunto. Y haz que entre en razón, Derek. Si no, no podrá nunca volver a incorporarse a la policía.
—Me pongo a ello —asentí.
El mayor McKenna me miró.
—Tienes una pinta malísima, Derek.
—No me encuentro muy allá.
—¿Has ido a ver a la psicóloga?
Me encogí de hombros.
—Vengo todas las mañanas por rutina, mayor. Pero creo que mi sitio ya no está en la policía, después de lo que ha ocurrido.
—Pero, Derek, joder, ¡si eres un héroe! ¡Le salvaste la vida! Que no se te olvide nunca; sin ti, Jesse estaría ahora muerto. ¡Le salvaste la vida!