Jesse Rosenberg
Domingo 3 de agosto de 2014
Ocho días después de la inauguración
En la habitación del hospital, en donde había pasado la noche en observación, Michael nos contó que lo habían atacado cuando salía de su casa:
—Estaba en la cocina. Acababa de telefonear a mi mujer. De repente, oí un ruido fuera. Anna se encontraba en el baño, no podía ser ella. Salí para ver qué ocurría y, en el acto, me rociaron con espray de pimienta antes de que me diesen con una pistola en la cara. Todo se volvió negro. Cuando recobré la conciencia, me hallaba en el maletero de un coche con las manos atadas. El maletero se abrió de pronto. Hice como que me había desmayado. Me arrastraron por el suelo. Noté un olor a hierba y a plantas. Oí ruido, como si alguien estuviera cavando. Acabé por entreabrir los párpados: estaba en pleno bosque. A pocos metros, había un individuo con un pasamontañas que abría un agujero. Era mi sepultura. Me acordé de mi mujer y de mis hijas, no quería morir así. Con las fuerzas que da la desesperación, me incorporé y eché a correr. Bajé una cuesta, corrí todo lo deprisa que pude, conseguí salir del bosque. Lo oía detrás de mí, me perseguía. Lo dejé atrás y llegué a una carretera. La fui siguiendo con la esperanza de encontrarme con un coche, pero por fin divisé una estación de servicio.
Derek, que había escuchado con atención el relato de Michael, le dijo:
—Déjese de historias. Hemos encontrado las llaves de Stephanie Mailer en un cajón de su escritorio.
Michael puso cara de pasmo.
—¿Las llaves de Stephanie Mailer? ¿Qué me está contando? Eso es absurdo.
—Pues es la verdad. Un manojo de llaves, las de su piso, las del periódico, las del coche y las de un guardamuebles.
—Es sencillamente imposible —dijo Michael, que de verdad parecía estar perplejo.
—¿Fue usted, Michael? —pregunté—. ¿Mató a Stephanie? ¿Y a todos los demás?
—¡No! ¡Claro que no, Jesse! Vamos a ver, ¡es ridículo! ¿Quién encontró esas llaves en mi escritorio?
Habríamos preferido que no hiciera la pregunta; como las llaves no las había encontrado un policía durante un registro, no valían como prueba. No me quedó más remedio que decir la verdad:
—Ha sido Kirk Harvey.
—¿Kirk Harvey? ¿Kirk Harvey ha registrado mi escritorio y, como quien no quiere la cosa, ha encontrado las llaves de Stephanie? ¡No tiene ningún sentido! ¿Estaba solo?
—Sí.
—Mire, no sé qué quiere decir todo esto, pero me parece que Kirk Harvey les está tomando el pelo. Al igual que hizo con la obra de teatro. Bueno, ¿qué pasa? ¿Estoy detenido?
—No —le contesté.
Las llaves de Stephanie no eran una prueba válida. ¿Las había encontrado realmente Kirk en el escritorio de Michael como afirmaba? ¿O las llevaba encima desde el principio? A menos que Michael intentara tomarnos el pelo y la agresión fuera un montaje. Era la palabra de Kirk contra la de Michael. Uno de los dos mentía. Pero ¿quién?
La herida que tenía Michael en la cara era seria y habían tenido que darle varios puntos de sutura. Habíamos descubierto sangre en los peldaños de las escaleras de la fachada. La historia se sostenía. El hecho de que hubieran metido a Anna en el asiento de atrás de su coche encajaba también con la versión de Michael, que aseguraba que lo habían encerrado en el maletero. Además, habíamos registrado su domicilio, así como toda la redacción del Orphea Chronicle, y no habíamos encontrado nada.
Después de estar con Michael, Derek y yo fuimos a ver a Anna a una habitación cercana. Ella también había pasado la noche en el hospital. Había salido bastante bien parada: un cardenal muy feo en la frente y un ojo morado. Se había salvado de lo peor: en el islote había aparecido el cuerpo de Costico enterrado; lo habían matado a tiros.
Anna no había visto a su agresor; ni le había oído la voz. Solo recordaba el espray de pimienta que la había cegado y los golpes que le habían hecho perder el conocimiento. Cuando recobró la conciencia, tenía una bolsa de tela en la cabeza. En cuanto al coche, en donde podría haber huellas, seguía sin aparecer.
Anna estaba preparada para recibir el alta y decidimos llevarla a su casa. En el pasillo del hospital, cuando le contamos la versión de Michael, pareció dudar.
—¿Entonces el agresor lo dejó en el maletero del coche mientras me llevaba a rastras a la isla? ¿Por qué?
—La barca no habría soportado el peso de tres cuerpos adultos —sugerí—. Tendría previsto hacer dos trayectos.
—Y, al llegar al lago de los Castores, ¿no visteis nada? —preguntó Anna.
—No —le contesté—. Nos tiramos inmediatamente al agua.
—Entonces, ¿no se puede hacer nada contra Michael?
—Nada, si no hay una prueba irrefutable.
—Si Michael no tiene nada de lo que arrepentirse —volvió a preguntarse Anna—, ¿por qué me mintió Miranda? Me contó que había conocido a Michael pocos años después de la muerte de Jeremiah Fold. Pero he visto en su salón una foto fechada en la Navidad de 1994. Es decir, solo seis meses después. En ese momento había vuelto a casa de sus padres a Nueva York. Así que no pudo conocer a Michael más que cuando la tenía prisionera Jeremiah.
—¿Crees que Michael podría ser el hombre del motel? —pregunté.
—Sí —asintió Anna—. Y que Miranda se inventó lo del tatuaje para falsear las pistas.
En ese preciso instante nos encontramos con Miranda Bird, que llegaba al hospital para visitar a su marido.
—¡Dios mío, Anna, cómo tiene la cara! —dijo—. Siento mucho lo que le ha sucedido. ¿Cómo se encuentra?
—Voy tirando.
Miranda se volvió hacia nosotros:
—Ya ven que Michael no había hecho nada. Y cómo lo han dejado, al pobre…
—Encontramos a Anna en el sitio que usted nos indicó —comenté.
—Pero, bueno, ¡pudo haber sido cualquiera! Toda la gente de por aquí conoce el lago de los Castores. ¿Tienen pruebas?
No teníamos ninguna prueba concreta. Me daba la impresión de estar volviendo a vivir la investigación de Tennenbaum en 1994.
—Me mintió, Miranda —dijo entonces Anna—. Me aseguró que había conocido a Michael varios años después de morir Jeremiah Fold, pero no es cierto. Lo conoció cuando estaba en Ridgesport.
Miranda no dijo nada. Parecía desconcertada. Derek vio una sala de espera vacía y nos indicó a todos que entrásemos. Sentamos a Miranda en un sofá y Anna insistió:
—¿Cuándo conoció a Michael?
—Se me ha olvidado —respondió Miranda.
Anna preguntó entonces:
—¿Era Michael el hombre del motel, el que se resistió a Costico?
—Anna, yo…
—Responda a mi pregunta, Miranda. No me obligue a llevarla a la comisaría.
Miranda estaba descompuesta.
—Sí —respondió al fin—. No sé cómo se ha enterado usted de aquel incidente en el motel, pero era Michael. Lo conocí cuando era recepcionista en el club, a finales del año 1993. Costico quiso que le tendiese una trampa en el motel, como a todos los demás. Pero Michael no se dejó.
—Así que, cuando se lo mencioné —dijo Anna—, se inventó esa historia del tatuaje para darnos una pista falsa. ¿Por qué?
—Para proteger a Michael. Si hubieran sabido que era el hombre del motel…
Miranda se interrumpió, consciente de que estaba yéndose de la lengua.
—Hable, Miranda —dijo Anna, irritada—. Si hubiéramos sabido que era el hombre del motel, ¿qué habríamos descubierto?
A Miranda le corrió una lágrima por la mejilla.
—Habrían descubierto que Michael mató a Jeremiah Fold.
Volvíamos al mismo punto: Jeremiah Fold, al que ya sabíamos que había matado el alcalde Gordon.
—Michael no mató a Jeremiah Fold —dijo Anna—. De eso estamos seguros. Lo mató el alcalde Gordon.
A Miranda se le iluminó la cara:
—¿No fue Michael? —dijo, contenta, como si toda aquella historia no fuera más que una pesadilla.
—Miranda, ¿por qué pensaba que Michael había matado a Jeremiah Fold?
—Después del altercado con Costico, volví a ver a Michael varias veces. Nos enamoramos locamente. Y a Michael se le metió en la cabeza liberarme de Jeremiah. Todos estos años he estado creyendo que… ¡Dios mío, qué alivio!
—¿Nunca habló de esto con Michael?
—Después de morir Jeremiah, nunca volvimos a hablar de lo que había ocurrido en Ridgesport. Había que olvidarlo todo. Era la única forma de reparar los daños. Lo borramos todo de la memoria y miramos hacia delante. Lo conseguimos. Mírennos, somos muy felices…
*
Pasamos el día en casa de Anna intentando volver a analizar todos los datos del caso.
Cuantas más vueltas le dábamos, más claro nos parecía que todas las pistas conducían a Michael Bird: pertenecía al entorno de Stephanie Mailer, había gozado de acceso preferente para entrar en el Gran Teatro y había podido esconder allí el arma, había seguido nuestra investigación de cerca desde la sala de archivos del Orphea Chronicle, que había puesto de manera espontánea a nuestra disposición, y eso le había permitido ir eliminando sobre la marcha todo lo que pudiera delatarlo. Salvo esta serie de coincidencias, sin ninguna prueba, no teníamos nada contra él. A un buen abogado no le costaría conseguir que lo dejasen en libertad.
A media tarde, nos llegó la sorpresa de ver al mayor McKenna en casa de Anna. Nos recordó la amenaza que teníamos encima Derek y yo desde principios de semana.
—Si el caso no está cerrado de aquí a mañana por la mañana, no me quedará más remedio que pediros que dimitáis. Lo quiere el gobernador. El asunto ha llegado demasiado lejos.
—Todo indica que Michael Bird podría ser nuestro hombre —le expliqué.
—¡No basta con indicios, tiene que haber pruebas! —dijo, airado, el mayor—. ¡Y pruebas sólidas! ¿Tengo que recordaros el fracaso de Ted Tennenbaum?
—Se han encontrado las llaves…
—Olvídate de las llaves, Jesse —me interrumpió McKenna—. No son una prueba legal y lo sabes de sobra. Ningún tribunal lo tendrá en cuenta. El fiscal quiere un caso blindado, nadie desea correr riesgos. Si no cerráis el caso, archivarán el expediente. Se ha convertido en algo peor que la peste. Si creéis que el culpable es Michael Bird, haced que hable. Necesitáis a toda costa que confiese.
—Pero ¿cómo? —pregunté.
—Hay que presionarlo —aconsejó el mayor—. Buscad su punto flaco.
Derek nos dijo entonces:
—Si Miranda pensaba que Michael había matado a Jeremiah Fold para liberarla, es que está dispuesto a todo para proteger a su mujer.
—¿Adónde quieres ir a parar? —le pregunté.
—No es con Michael con quien hay que meterse, es con Miranda. Y creo que se me ha ocurrido una idea.