84

Donde se cuenta el final de este libro

Cervantes le dio su palabra de honor de guardar dicha historia —«Aunque mejor me gustaría verte gitana y preciosa, como eres, que para qué tanto desgitanizarte. ¿Y tú por qué quieres ser no-hija-de-gitanos, María?» «¿Me lo preguntas tú?, que si no hubieras nacido en barrio de judíos, quién quita, y muy otra sería tu vida». «Que yo no nací en barrio de judíos, ni siquiera de conversos». «Guárdate tus mentiras para otro, que yo ya sé de ellas. Te he estado oyendo y oyendo hablar de ti todos estos días, ya te vi. El que miente una vez, miente diez veces, Cervantes. Pero a mí qué me importa, que si es por salvar el pescuezo o tener qué llevarse a la boca, o siquiera por mejor parecer, como quiero yo mi historia, lo que es por mí, tú miente. Y te contesto que si me desgitanizo es porque si mi padre hubiese sido idéntico a quien era pero no gitano, no lo habrían tomado preso los guardas, ni lo habrían desorejado, apaleado y atado a una cadena… ¿Te basta mi motivo?»

—Me basta.

María estaba por salir cuando sorrajó a Cervantes lo siguiente:

—Quiero pedirte algo más. Tengo un padre en las galeras, como te he dicho, el bello Gerardo. ¿No podrías escribir que lo liberan? ¿O podrías liberarlo antes de que se vea sujeto a padecer tamaño infierno, antes de que su camisa se vea llena de piojos, antes de verse los pies enterrados en como hemos visto que los traen esos miserables, condenados a sentarse entre sus inmundicias?

(Si porque Cervantes es un hombre de palabra, muy fiel en el mentir, si porque olvidando esta petición terminó por recordarla, muchos años después pondría por escrito su liberación: don Quijote suelta de las cadenas a un grupo de hombres que, por mandato del Rey, van camino a las galeras. En respuesta, en lugar de agradecimientos, los convictos recién liberados le zumban una tunda célebre).

Apenas escuchar la segunda petición de María, el enfermo cae de nuevo en su estado febril. En sus calenturas, enmedio de muchas palabras comidas, dice una frase comprensible: «¡Viva la verdad y muera la mentira!» María lo revisa, la frente perlada de sudor. En su agitación, el joven gira los ojos, no reconoce nada, da muestras de pavor. Dice: «¡Tengo frío, tengo frío!». María se desprende del manto que trae a la espalda, lo tira sobre el hombre, bajo éste le sujeta una mano con sus dos, él cierra los ojos, cae en un sopor profundo, deja de sudar, y de pronto queda dormido. La bailaora escurre lentamente sus palmas y sus dedos, separándolos de él con delicadeza para no despertarlo. Lo observa unos minutos, confirma que duerme. Le quita el manto. El enfermo se despierta, de nuevo agitado, «¡Tengo frío, tengo!», María le regresa el manto, y él cae de nuevo dormido profundo. María deja su lado, va con las manos vacías. Cruza la enorme habitación donde camas de distintos tamaños se han acomodado en completo desorden. En las más, hay dos enfermos o heridos, pero hay algunas donde se encuentran tres, y en la pequeña que ocupa una esquina hay cuatro, tendidos inmóviles como cadáveres, casi desnudos y sin lienzos, son cuatro malamente mutilados, con muy poco cuerpo, desechos de guerra. Uno de ellos tiene la cabeza vendada casi por completo. No se ven sus ojos, de su boca siempre abierta escurre un «¡Aaayy!» continuo.

María la bailaora sale, la habitación desemboca en uno de los patios interiores sobre el que cae una lenta llovizna de gotas diminutas y grisáceas. Ignorando la lluvia, dos niños juguetean adentro de una fuente seca. Del otro lado del patio, María atisba la puerta a la calle y camina hacia ella por los corredores laterales, no tanto por esquivar la lluvia como por darse tiempo para acabar de dejar atrás a su amigo. A fin de cuentas, amurallados en sus propias dos personas habían resistido con fortuna al asedio de la humillación y la malaria, el pillaje y el cadaverío inmediatos, el hambre de la tropa victoriosa y los lamentos de los miles de prisioneros, revueltos los esclavos con los que fueron generales, unos viéndose despojados de sus honores y otros redoblados los cautiverios. Habían compartido sus miserias, enfermedad y enfados, habían puesto coto al horror. Pero no piensa en esto. Divaga en otras cosas, no con mucho orden; se dice frases que no la llevan a ningún sitio: «¡Conque viva la verdad, muera la mentira! Si así fuera, ¿dónde estarías, Saavedra?». Termina de bordear el patio y alcanza el acceso a la puerta. Bajo el arco de la entrada hay tres mendigos que pasan los días completos ahí varados: un viejo soldado que no fue aceptado en la Liga porque apenas puede tenerse en pie en su tembladera, ciego como un topo; una anciana tuerta, el ojo bueno cubierto de cataratas, sus hinchadas piernas juntas tienen más volumen que la de un elefante, y un niño que tienen esos dos para ayudarles en todos los menesteres, comenzando por invocar la piedad y generosidad de quienes cruzan. El niño es su lazarillo, su ayudante y el mayor de los tres granujas, el ladrón que roba al ladrón, y también el más baldado: algún cruel, por vengarse de sus padres en alguna oscura guerra, le mochó las dos piernas con un hacha. Extiende sus dos muñones desnudos, con un orgullo impúdico: son su trofeo de campaña.

Al ver a María pasar a su lado, los tres chilletean al unísono: «¡Una limosna, piedad, un mendrugo, socorro a los desposeídos!». El niño agita sin cesar los muñones dichos. La bailaora les contesta al vuelo, sin detenerse: «Dios da, Dios quita». El niño la describe a sus dos cómplices, siguiéndola con la mirada, pensándola tacaña, ¿no les dará un poco de pan, un cuenco de semillas, algo? Les dice que es hermosa, joven, y que está llena de gracia y salud. Los ciegos le codician sus virtudes, le embeben sus dones con los ojos del niño.

—¿Carga bolso? —pregunta la vieja.

—No…

—¿De dónde quieres que saque pan para darnos?

—¿Alguna monedilla? —el niño no le despega la mirada de encima. Sin manto, descubierta, se va contoneando con su gracia bailarina.

—Si trae ropa de seda —dice el viejo—, no carga monedillas. Debe ser morisca, esos muertos de hambre…

El niño no le hace caso, la sigue viendo: esa bella no puede ser una muerta de hambre.

La ciudad tiene un aspecto muy diferente al celebratorio con que recibió y despidió a la armada camino a Lepanto. No porque el clima haya empeorado, ni porque sin respiro el tronar del mar furioso invada todos los rincones o llueva sin descanso, sino porque no queda un solo racimo de obispos púrpuras recorriendo las calles, ni hay procesiones que paseen al Corpus Christi y otorguen dones enviados desde el trono mayor del Vaticano. En los arcos triunfales, las guirnaldas han sido peladas de hojas y pétalos por el viento y la lluvia, cuando no arrancadas completas, y los colores de sus decoraciones han sido embarrados y barridos. Los adornos con que los balcones celebraron a los valientes, desgarrados, ondean aquí y allá sus jirones. Tampoco hay asomada en éstos alguna bella que alegre la vista. La tropa ha sido llamada a las galeras para revisión. Las calles están sucias, vaciadas, lodosas, teñidas del pardo color que se ha derramado del cielo al mar y del mar a la isla.

María no se deja contaminar por el espíritu gris que ronda Mesina. Su ánimo no puede ser mejor. Siente en las venas correrle la premura. Se le ha desatado la urgencia de irse. Apenas se enfila hacia el mesón a recoger sus cosas (de ahí se irá al muelle; no hay necesidad de pararse a comprar abastos, porque los del correo se encargarán del matalotaje), cuando ya se siente lejos, cree que llegó a Nápoles, que reencontró a sus amigos, que ha vuelto a bailar, que tiene en las manos el libro con hojas de metal que le confiaron sus amigos moriscos, y se ve llevándolo donde pueda ser «descubierto» y validado. Como su destino no puede ser Famagusta, ya se siente ir hacia el lugar preciso donde aconteció la asunción de la Virgen, en Éfeso, en Grecia. Entierra ahí el libro plúmbeo, a unos pasos del sagrado sitio; encuentra quién lo «descubra» en breve, quien divulgue el milagro y lea como ciertas y antiguas las páginas con la hermosa historia de san Cecilio.

Pero de pronto vacila, se hace una pregunta: ¿habrían dado Carlos y Andrés con otra bailaora? No ha dado sino unos cuantos pasos, cuando se detiene. El mendigo niño la mira, la ve parecer dudar. Piensa en desplazarse a remo de sus brazos para ir a pedirle «una caridad, por el amor de Dios» y para verla otra vez de cerca, pero antes de que le dé tiempo, María se echa a andar de nueva cuenta. Se ha contestado a su pregunta con un «¡ni soñarlo!»; engreída, no cree que haya quién pueda suplirla, ella es María la bailaora; está deseosa de regresar a tener de vuelta su vida. No mide las consecuencias de sus actos, no piensa que tal vez Andrés y Carlos no estén en Nápoles, que tal vez se han dedicado a otro oficio, que tal vez no quieran volver a bailar con ella, que tal vez no quieran volver a verla nunca… Ni lo pondera, eso está fuera de su alcance imaginario. Ha retomado la marcha con su paso bailarín.

Junto con este sentimiento de premura y la certeza de que dejará atrás la isla y la Liga, se siente feliz; se sabe radiante, luz, belleza, baile. Cada paso que da, se siente mejor, hasta quedar invadida por un inmenso algo que no es solamente alegría, no sólo satisfacción; María está con el alma ancha como un vuelo de gaviota. Se le queman las habas para regresar a tierra continental y volver a ser quien ella es. Quiere ser otra vez real, una auténtica bailaora. Quiere seguir al pie de la letra lo que es su persona, no más una guerrera, no más una enamorada, siguiendo incondicional y a costa de todo a un hombre que no… Pero esto lo deja completamente de lado María, mejor ignorar lo de «hombre», Jerónimo no puede entrar a sus memorias. Le cierra la puerta en las narices, con fría decisión. No quiere tampoco ser una gitanilla que va y viene con el nombre de Preciosa, que mucho más le gusta ser la bailaora, ni menos impuesta a ser hija de quién-sabe-quién que ni siquiera es gitano para salvar el pellejo y evitar el desprecio y la persecución. No es ya una mujer vestida de varón peleando en una guerra ajena. A mucha honra ella es gitana de Granada, y lleva en la sangre la de Gerardo, el duque del pequeño Egipto. Y tiene pies, y tiene honra, y ninguna necesidad tiene de ser el caballero del toisón de oro.

Rápida, María va volando con la imaginación. Invisiblemente grita, ríe, se sacude y agita sin que su cuerpo lo denote. Caminando baila, estalla y vuela. Y como cualquier otro paseante, desde que traspuso la puerta del hospital camina casi rozando su costado para que los aleros de tejas rojas la ayuden a protegerse de la persistente y fina lluvia. Lleva la cara volteada hacia el cuerpo del edificio; en lugar de mirar la desolada apariencia de Mesina, fija su vista en la textura y los detalles del muro. Como lo ve desde tan cerca y se va desplazando, sus ojos la engañan y cree ir rápida, mide su paso con el territorio de las hormigas, las pequeñas imperfecciones de la pared, aquí una ranurilla, allá una grieta… Por esto se cree que va como un bólido, y arrullada con esta sensación imagina, sueña. No ha dado sino unos pasos, cuando ya fue y vino de Éfeso. Y así dé cada paso más distraída, más en babia, los ojos la engañan, haciéndola creer que va corriendo, y su imaginación sí que va veloz. Los pensamientos agitados son caballos cimarrones que recién llegados al corral de María la bailaora se niegan a estar inmóviles. Se agitan, se encabritan; están frescos, vigorosos; alborotados rebotan, zumban, saltan… María está llena, y es decir poco, repleta. Recuperada, quiere comerse el mundo. Ni un ápice en paz o serena, pero no quiere estarlo; necesita de toda la energía posible para volver a sus propias alpargatas. Libre de su vestimenta guerrera, sin armas y ataviada de mujer hermosa en sus ropas de seda vuelta, a ser una simple bailaora, se siente volar.

Jamás se ha sabido más viva. Sigue con la mirada la pared, las pequeñas imperfecciones la ilusionan y fascinan, y la ciegan; no ve más allá de sus narices, no ve que va pisando sobre la mierda de las palomas que viven en los aleros, porque el muro del hospital es como su antifaz. Perdido todo sentido de la proporción, se aísla más a cada paso; siente su caminar un correr vertiginoso; ve sin ver, pero ve lo suficiente como para sentirse volar. Da más alimento a lo que va soñando. Que por dónde viajará. Que, ya entregado el libro, dónde se irá a vivir, que si una ciudad flamenca; que si cómo será su vida, que si invitará a los músicos célebres a tocar con ella, que si las ropas, que si las riquezas, que si los cantos, que si más viajes, que si cómo la adorarán, que si bailará cómo, que si vivirá en su propio palacio… Hace algo que no había hecho antes: fantaseándose, María juega a ser su propia hacedora. Su alma ríe, que no su cara. Su alma baila, que no su cuerpo. Grita en silencio: «¡Soy de Granada, soy María la bailaora!», ninguna de sus palabras suben por su garganta, ninguna toca sus labios.

Su cuerpo la conduce mecánico, mientras que con la imaginación, flexible y por caminos inesperados, va más lejos, a cada momento más lejos, más… ¡Las nubes le quedan muy abajo! ¡Deja atrás a todo Ícaro! Sigue caminando, sin separar un ápice la cara de la pared, casi rozándola, ya en franca ebriedad iluminatoria, transportada: sus pensamientos han dejado de tener toda forma, toda palabra. Su agitación se ha ido lejos, impulsada por la imaginación, tan lejos que ni le roza la razón. Ciega, vuela, vuela, María siente y allá ríe, ella misma es puro aire feliz, es vida, pura, espléndida, completa vida, liberada de toda carga, de toda sombra de pesar, del fardo que es la Palabra.

—¡Bailaora!, ¡eh, tú, la de Granada, María!

María se detiene, con el cuerpo y en lo imaginario. Oír decir su nombre la interrumpe, de golpe la encaja al piso. Todas las altas fantasías caen sobre ella, se precipitan sobre ella, difusas, como una cortina de espesa materia acuática que abrupta y enceguecedoramente la envuelve. Escucha otra vez:

—¡María la bailaora!

Cegada aún, trata de desperezarse, de salir del líquido que fue vital cuando la detenía allá en lo alto. Todavía en la embriaguez, pero no ya en imaginarias grandezas sino con franca tontería, María voltea, como abotagada, sin tener ninguna gana, obligada a caer de sus altos cielos por quien la ha llamado, como un títere sin voluntad. La voz le repite:

—¡Ten! ¡Mierda! ¡Traidora!

Y María reconoce la voz. El cuerpo de quien le ha hablado se le viene encima, como un plomo. No le ha dado tiempo de reaccionar, responder o siquiera de comprender, cuando entra en su vientre encajándose un puñal. Entra, y certero sale para volver a penetrarla y asestarle un segundo golpe, ahora en el pecho, cerca del cuello. El puñal se remueve en su carne, camina partiéndole el corazón en pedazos.

María se desploma sobre el empedrado de la calle empinada de Mesina, el puñal todavía enterrado en el pecho. La cortina de sus imaginaciones no ha terminado de caer de su frente cuando ella no puede ya saberlo o sentirlo. María la bailaora está tirada en el piso, sin que la hayan acogido o acojinado las muchas alas que hacía un instante la llevaban por los cielos de la fantasía.

Desde la puerta del hospital el niño mendigo ve cómo otra mujer se le ha echado encima, y ve a María caer ensangrentada. Los dos viejos le preguntan «¿Qué pasa?». Sin detenerse un segundo a contemplar su obra, Zaida echa a correr carrera abajo, hacia el muelle, envuelta en capa y embozo. El niño mendigo se arrastra hacia María, impulsándose veloz con sus dos ágiles brazos. Llega a ella en un santiamén, toquetea sus ropas de seda, a la altura de su cintura, le mete la mano en el refajo. Rápido, le saca unas monedas y un objeto: el espejo que María ha venido cargando desde Granada. Se los guarda en sus ropas, y apenas lo hace, da de gritos pidiendo vengan a socorrerla:

—¡Se nos muere!, ¡se nos muere!, ¡auxilio!

Los dos viejos mendigos se unen al coro de sus gritos, pidiendo ayuda.

Apenas dar la vuelta a la siguiente esquina, Zaida se desembaraza de capa y embozo. Nadie podrá dar con ella, si no la cubre lo que podría servir para identificarla. Trae su velo bien acomodado sobre la cabeza, escondiéndole la roja cabellera que la distingue. Tirados sobre la calle, el embozo y la capa reciben la lluvia, la absorben, luego la dejan correr encima de ellos, y ahí quedan.

¿Qué siente Zaida ahora que ha matado a la varias veces traidora María, la que no supo cumplir el pacto firmado con Luna de día un día que ahora parece tan lejano; a la deleznable amiga de los cristianos, a la asquerosa soldada de su ejército contra los mahometanos? Zaida ha quedado sin pensamientos hace ya meses. Perpetra una venganza tras la otra mecánicamente, sin pensar, sin sentir. Si Zaida hubiera hablado, si algo le hubiera salido por la boca, si hubiera podido formular de alguna manera su odio, su ansia de venganza, si hubiera sabido poner en palabras un poco siquiera de lo que sentía por María, muy probablemente hubiéramos podido ver cuán desquiciada está la vengadora.

A pocos pasos de la entrada del hospital de la ciudad se ha armado un gran alboroto y mucha gente se ha congregado alrededor de la mujer malherida. Alguien reconoce sus ropas, dice su nombre, «¡Ella es el Pincel de la Real!», «Es María la bailaora», «Es la más valiente entre todos los valientes de Lepanto». ¿Quién podía haberla atacado de tan artero modo? La reconoce el que le había impuesto la espada cuando jugaba María con el tal Cervantes a las risas, el que pidió lo recordara con el nombre de «el Carriazo», el que le regaló el collar de oro que María todavía trae al cuello, bajo sus ropas, la joya que la distingue como caballera del toisón de oro. Si el niño mendigo se hubiera atrevido a palpar el pecho, lo habría sentido.

La fama de María atrajo a la multitud. Del hospital salió auxilio y fue el doctor Daza Chacón en persona quien hizo hasta lo imposible por salvarle la vida, sabiendo también de su prestigio glorioso, habiéndola conocido en persona —según explicó a diestra y siniestra— cuando atendió a don Jerónimo Aguilar, «que dio su vida por ella, por la bailaora». Rodeado de los mutilados que lucían gallinas muertas en lugar de manos o piernas, echó mano de toda su sabiduría para volverle la sangre al cuerpo. Primero desgarró la camisa, quitó el puñal y limpió la herida para poder observarla, luego vació sobre ésta aceite hirviendo para cauterizarla de inmediato, obligando a la sangre a un alto. Pero todo fue inútil. Ni el más genial de los magos hubiera podido volverla a la vida.

La sacaron del hospital en camilla, toda cubierta con una sábana algo blanca de la que sobresalía colgando su mano izquierda. Cuando pasó por la puerta principal, aún atestada de los mesinenses que habían venido a verla caída, la gente se pregunta si es ella: «¿Es la bailaora?», pero nadie les da noticias. El mendigo niño, apoyado en el muro, dando la espalda a la gente, se estaba mirando en su nueva pertenencia. La mano de María quedó reflejada al pasar, y el niño creyó ver en su meneo un gesto de amenaza, un «¡Ya verás!» que lo hizo cerrar el espejo y temblar. Dijo a sus dos cómplices y dueños: «¡Ahí va, la bailaora esa!».

—¡Que Dios la acompañe! —dijo la anciana, y se santiguó.

El viejo soldado bajó la cabeza, y musitó una pequeña oración, encomendando al Creador el alma de María. La gitana tendría que contentarse con esto, porque no hubo barquero que acunara su camino con historias o fábulas.

La llevaron a la morgue militar de Mesina. Ahí los cadáveres de los soldados cristianos se apilaban en decenas. Eran los dichosos que habían venido a morir a tierra, los que no se habían dejado tragar por el océano, los que no padecieron la humillación de ser cadáveres flotantes acompañando a los vencedores en el puerto de Petela, golpeando los tablones de las naves, sin dignidad, desechos entre los desechos, desprovistos de toda humanidad. Eran los que tuvieron suerte, los que resistieron el plomo del arcabuz, el filo o la flecha, pero cayeron en la trampa pegajosa de la infección, los que sobrevivieron varios días ahogándose en pus, los que se fueron lentamente desangrando, porque su carne no encontraba cómo reparar la ausencia de una pierna; los que tuvieron huesos afuera de la piel; los que navegaron en la fétida peste de sus heridas desafiando la muerte. Los que pelearon segundas y terceras batallas mientras los cristianos se decían vencedores; los que en la victoria comprendieron la humillación y padecieron el tormento; los que conocieron el dolor; los que comenzaron a pudrirse en vida; los que vieron largo los ojos de la muerte.

Los apilaban, pero llegado el momento de amortajarlos, a cada uno se le daba el trato merecido. A algunos los despojaban de sus ropas, a otros los vestían con las ajenas; los amortajaban según sonara el son de las monedas provistas por los deudos. Luego los regresaban a velar, a que escucharan su última misa, a que fueran llevados en hombros al camposanto, o a que compartieran con otros, metidos en un saco, la fosa común. Todos eran varones. No que las féminas sicilianas hubieran decidido en bloque esperar momentos mejores para dejar la tierra, que pudibundas pensaran que entre tantos varones era una indecencia cruzar la puerta que vigila san Pedro, sino que como es la morgue del ejército, sólo arriban a ella los varones. Las faldas largas de María alegran con sus vivos colores el siniestro cadaverío, viene a compartir bellezas en sus últimos momentos sobre la tierra. Sus largas pestañas, su palidez, la tersura de su piel, las manos delgadas, hermosas; sus piececitos delicados, su cintura, sus dos pechos, sus ropas cayéndole graciosas donde la sangre no las ha vuelto crocantes, oscuras, rígidas. Parece descansar. Se le cumple un deseo: años atrás, lamentó verse encerrada entre mujeres, cuando salida del convento se vio rodeada por las moriscas en el patio granadino. La rodean muchos varones, la acompañan tan silenciosos como ella, pero ninguno es un muerto tan fresco. Ella no estuvo enferma, no luchó contra las heridas que le infligieron los turcos, no padeció ni supuraciones ni gangrenas ni fiebres o malestares. Llegó a la muerte directa de la vida, sin tránsito alguno, sin preparaciones o fastidiosos preámbulos, sin que nada le robara un ápice de su belleza.

Llega a refrescar, a alegrar, es un bálsamo. Pero los muchos muertos que la rodean la ignoran. Han perdido la vista, el olfato, el tacto, el oído; son insensibles. No lo son los amortajadores, los que manejan los cuerpos conforme les baile el bolsillo de los deudos. Éstos ven a María y, apenas lo hacen, la contemplan: su carne aún tiene grandísima belleza. En el hospital, intentando curarla, le habían arrebatado la camisa, aquí un muchacho le quita los faldones, apenas manchados en el cinto, y las medias; la deja toda desnuda, los muslos, las caderas, el torso, los dos pechos… ¡María, completa eres hermosa! La pequeña herida por donde entró el puñal a romperte el corazón en dos, que ha dejado de surtir sangre gracias a Daza Chacón, es la única muestra de que no estás viva, no parece posible que por ese pequeño orificio se te haya escapado la vida.

¿Dónde quedó el collar que la hacía ser la del toisón de oro, el que la envalentonó a pensar en un palacio propio? ¿Quién se lo quitó? El cura amigo del Carriazo se apresuró a darle bendiciones diversas, untarle los bálsamos propicios, recitarle los rezos indicados. ¿Él se quedó la cadena de oro? ¿Fue Daza Chacón mismo, el médico honorable? ¿Alguno de los asistentes del doctor? ¿Quién? Daza Chacón dice que él nunca lo vio, y puede ser, preocupado como estaba en curarla. El cura dice que él tampoco tuvo conocimiento. El collar desapareció como por embrujo, sin que nadie supiera decir bien a bien dónde había parado. La gitana no tiene quien reclame, quien pida, quien quiera protegerla. Y en las aguas revueltas…

A las pocas semanas, el collar llegó a la mesa de un artesano joyero de muy medio pelo, en la magnífica Venecia. Insensible a sus adornos, lo fundió para hacer cruces con el oro.

No hubo quién quisiera pagarle a María un funeral como Dios manda. Para el soldado raso no hay sino la bolsa de lona; ni las arcas regias ni los bosques de Mesina están como para proveer a todo soldado de un ataúd de madera. Preparan a María metiéndola en la bolsa de color arena que le ha sido asignada, más clara que las que la rodean. Está desnuda, los cabellos echados hacia atrás; no tiene una sola prenda. Sobre la bolsa, uno de los embalsamadores escribe: «Ésta es María la bailaora, la de Granada». Es su epitafio, que nadie podrá leer porque será guardado con ella bajo tierra.

Al amanecer vendrán a llevarse a los embolsados, serán conducidos a las afueras de Mesina. A medianoche, alguien extrae la bolsa de la pila de muertos, y de la bolsa de lona saca el cuerpo de María. Va camino al más allá sin prenda que la cubra, sin joya que la adorne. Y esa que ella llamaba su joya más querida, le es ahora arrebatada en las sombras. El hombre la penetra, con una excitación lenta, algo dolorosa. Está con ella un tiempo largo, usándola de varia manera. Luego la vuelve a su bolsa de lona, la acomoda entre los hombres. Al primer rayo de luz del sol, así deshonrada, María es llevada a la fosa común. La enterraron sin cantarle una misa fúnebre, como debe darse la sepultura a un héroe de guerra. No llevaba ni bolsa, ni monedas, ni cargaba un espejo para mirarse a la cara antes de cruzar al otro mundo, como si ella nunca hubiera sido la hija del duque del pequeño Egipto. Ahí sigue, yace brazo a brazo con muchos varones, esperando el Día del Juicio Final, el último de la tierra.

Andrés y Carlos, y el padre de María, en Nápoles, bajo el mismo techo, supieron de su muerte cuando ya habían pasado tres semanas. Zaida misma fue quien los informó al regresar a Nápoles. Omitió decirles que ella había sido la vengadora, que el peso de su puño había terminado con la María. Él un día bello Gerardo, ya cuerdo del todo pero también muy enfermo por el maltrato de la vida del remo, sobrevivió la triste nueva sólo tres días. Que descanse en paz. Mejor hubiera sido poder narrar su historia de otra manera: que nadie lo hubiera echado de Granada, que sus riquezas hubiesen crecido, que no hubiera perdido a su mujer, fallecida de tristezas por las persecuciones de que eran objeto. Que su hija no hubiera corrido con la suerte de ser criada en un convento, ni cautiva en Argel, ni amante sin lecho de amor, ni mucho menos guerrera de Lepanto sino sólo baile y gracias, encanto y buena suerte.

Andrés y Carlos siguen hasta hoy llenando con su música las calles de Nápoles. Hablaron a Zaida del libro de hojas de metal, a lo que Zaida contestó: «Necedades de ésas sólo llevaron a mi gente directo a los mercados de esclavos, déjense de libros plúmbeos». Le hicieron caso. El libro reposa donde María lo dejó, y no hay quién escarbe, lo desentierre, lo descubra y lo anuncie como prueba de que fueron los moriscos los primeros que llevaron la palabra de Jesús a Iberia. Muchos otros de los libros plúmbeos corrieron con mejor suerte.

Los dos granadinos han reparado la ausencia de María. Carlos es el bailarín, viste de mujer, se hace llamar «María la bailaora». Se presenta: «Yo soy María la bailaora de Granada, para servirle a usté», imita todos los gestos artificiales de María y suena muy hermosamente las castañuelas, como María no le permitió nunca hacerlo, por detestarlas, alegando que arruinaban la armonía de su canto. Andrés se hace tambor tocando con sus pies. La guitarra la han puesto en manos de un tal Loayza, que anda de vagabundo enfermo de mal de amores. La turba los adora, es siempre generosa con ellos.

A los músicos elegantes nunca han vuelto a verlos. Nunca han regresado a Nápoles, oyen nuevas de sus glorias en Madrid, Venecia y Roma.

Hay quien afirma que unos años después, más precisamente entre febrero y marzo de 1574, Miguel de Cervantes los vio bailar, los abordó, y díjoles haber conocido en Lepanto a la verdadera María la bailaora. Andrés le pidió todo tipo de pormenores. No había conseguido consolarse de su pérdida, «¡de la pérdida de esa perdida!», según sus propias palabras. Pero esta anécdota es leyenda.

De Nápoles, Zaida partió hacia Constantinopla, a buscar a Selim II para continuar su serie de venganzas. Pretende visitar antes a la bella Fátima, la hija del generalísimo de la armada del Gran Turco, quien merece la muerte por haber escrito una carta infamemente servil al llamado don Juan de Austria, el cruel bastardo. Zaida muere antes de intentar matar a Selim II, el poeta, acusada por un converso traidor al que ella por error cree su amigo, el hijo de Adelet el espadero, que en Constantinopla es mercader de armas blancas y de fuego. Adelet la acusó no por defender a Selim II, a quien no tenía en tan alto aprecio, sino por proteger a Marisol y Leyhla, sus dos queridas compañeras de exilio. Zaida le había confesado que deseaba asesinarlas por «traidoras».

En cuanto a Mesina y el ejército vencedor, la armada de la Santa Liga quedó atrapada muchas semanas en el puerto, presa del mal clima. Que un par de navecillas se atrevieran a desafiar el mar furioso, era cosa de ellas, pero era una imprudencia impensable arriesgar la flota completa. No le fue posible navegar contra los turcos, como era la voluntad del Austria, ni tampoco volverse a puertos cristianos. Por lo mismo las galeras que han salido de puertos cristianos a abastecerlos no consiguen hacerles llegar las provisiones y auxilios, y siendo tantos los hombres que ahí había —a cuyo milenario número habríamos de sumar los doce mil esclavos hechos en la batalla (números no muy fáciles de llevar: si hubo 7.500 muertos [omitiré los veinte mil heridos, que ellos comen si hay comida], y quince mil esclavos recuperaron la libertad, había un total de 7.500 nuevas bocas que alimentar)—, ya no hablaban de nada sino del hambre que pasaban, que no comían otra cosa que el arroz y las habas que tomaron de los turcos. Añoraban la pequeña hambre que habían padecido al término de la batalla de Lepanto, comparada con la de su espera en Mesina. Muy llenos de oro estaban los soldados, pero no pueden meterse el oro por el pico, y más de uno lamenta la situación, ridícula y siniestra, preguntándose a lo serio si son siempre «de este natural tan poco comestible todas las guerras santas».

El 20 de octubre llegaron a socorrerlos tres galeazas cargadas de comida y vino, con la nueva de que venían pisándoles los talones otras trece también provenientes de Venecia, enviadas por el Papa especialmente para el socorro de la armada. El hambre de la tropa se acalló. Hubo una ligera mejoría en el clima, que sirvió para que en un respiro todos volvieran a sus ciudades de origen, Nápoles, Venecia, Barcelona, Valencia, Cartagena, Mallorca, Sicilia, Malta, Génova, Corfú y Creta.

A pesar de los esfuerzos del Papa Pío V y de don Juan de Austria, la Santa Liga nunca volvió a reunirse. En breve, los otomanos tenían vuelta a armar su flota. Y el Mediterráneo volvió a ser terreno de disputa.

Fin de la tercera y última parte de esta novela.

La otra mano de Lepanto
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
cita.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
Section0091.xhtml
Section0092.xhtml
autor.xhtml