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El cuento de la princesa Carcayona, contado por la Milenaria

El rey Aljafre, soberano idólatra de la India, había llegado a los cien años sin tener hijos. Su vida le parecía sombría por este hecho, de modo que consultó a los médicos y los astrólogos qué hacer. Le explicaron que su esterilidad se debía a la baja temperatura del cuerpo y del esperma, y le recomendaron como el mejor remedio tomar especias calientes. El rey Aljafre siguió esa misma noche sus consejos, pasó la noche con su esposa y en la madrugada la abrazó, con lo que se concibió la princesa Carcayona, o, según otros dicen, Carcasiyona. Como iba a nacer bajo el signo de Venus, los sabios no pudieron vaticinar si nacería hombre o si nacería mujer. Diez meses después, su mamá dio a luz a la niña y murió en el parto. El rey Aljafre, sin saber si estaba triste por la muerte de la mujer, o alegre por la llegada de un hijo —que, así no fuera hombre como él hubiera deseado, le daba de cualquier manera descendencia—, la encargó a una nodriza. La reclamó de vuelta en palacio cuando cumplió siete años. Le construyó un alcázar todo de oro con hermosos jardines e hizo que le fabricaran para su privada adoración una ídola, toda de oro también, barnizada con aljófar, los dos ojos de esmeraldas verdes y los pies de piedras preciosas. La niña, que tenía el corazón fervoroso, adoró a la ídola, le cantó, le puso flores, le contó los secretos de su corazón, y a su lado fue creciendo, teniendo por un dios a esa falsedad monstruosa. Una tarde, cuando la princesa cumplía once años, el rey Aljafre, su padre, la fue a visitar junto con los grandes de su reino, llevándole regalos, joyas, ropajes, manjares, y se asombró de lo hermosa que se había puesto su niña. Admirado, esperó quedar a solas con ella, se le acercó para besarla y le pidió le cediera su cuerpo para disfrutarlo. La niña se negó a hacerlo con repugnancia, alegándole que eso era algo «que no hicieron ninguno, ni el más insignificante de todos mis antepasados». Enfadado, el padre la dejó.

La fama de la belleza y sabiduría de Carcayona corría extendiéndose. Varios honorables, poderosos y ricos pidieron al padre su mano en matrimonio, pero el rey se negaba a entregar al tesoro que tenía por hija porque la quería para sí.

Una de esas noches, a la hora de los rezos, la princesa Carcayona contó a la ídola el pesar que la abrumaba, que era el afecto aborrecible que le había cobrado su padre, porque así como la ídola era su objeto de adoración, también era su confidente y mejor amiga. Cuando lo estaba haciendo, la ídola le habló:

—Carcayona, ¿me adoras a mí, tu ídola, como tu única diosa?

—Te adoro, diosa.

En el cuerpo hueco de esa falsedad —así estuviera barnizada de aljófar y tuviera ojos de esmeraldas verdes y fuera toda verdadero oro— se albergaba Iblis, el rey de los demonios. Al oír la respuesta de la niña, la ídola estornudó. Su estornudo echó fuera a una mosca, que apenas salir por la nariz de la ídola, habló a Carcayona, diciéndole:

—¿Y cómo no invocas al creador al haberla oído estornudar? Así debe hacerse siempre, que así como es preciso invocar a Dios al despedirse (¡adiós!), es necesario pedirle ¡salud! cuando se presencia un estornudo. Sólo existe un único y verdadero Dios (¡salud!, ¡adiós!), y esto lo sabemos todas las cosas vivas. Sólo tú lo ignoras, que tu padre te quiere en la ignorancia para gozarte sin que ninguna voluntad superior lo impida. Adora al único Dios, que no vive en cuerpo de ídolo alguno… ¡Salud!, ¡adiós!

Y la mosca se echó a volar. Al oír esto, el corazón de Carcayona se conmocionó, y también el ánimo del rey de los demonios, Iblis, que se arrojó enfurecido hacia afuera del cuerpo de la ídola, saliendo como una nube opaca de su nariz, cacheteando con sus prisas el rostro de la hermosa princesa Carcayona, la misma que cayó al piso conmocionada, perdida la conciencia.

Viendo a la princesa desvanecida y sin razón, que así la noche corriera no volvía en sí, las damas de su cortejo hicieron llamar al Rey. El rey Aljafre vino, trayendo consigo a los médicos más sabios de la Corte, y pasadas muchas horas la princesa recuperó el sentido. Cuando despertó, cuando el amanecer comenzaba a pintar el cielo, Carcayona contó a todos lo que le había ocurrido, agregando que no entendía las palabras de la mosca en lo referente al único dios, que pedía auxilio de los sabios, necesitada como estaba de una explicación. El Rey y padre, en lugar de pedir a los sabios que contestaran a la demanda de la princesa Carcayona, los hizo salir de su habitación e hizo saber a la hija que cuanto había escuchado eran puras sandeces, que la mosca es en sí un ser repulsivo, proclive a adorar las inmundicias, y que de esa índole habían sido sus palabras. Que la única razón del mal pasaje era que estaba siendo castigada por no obedecer a pie juntillas, como obliga el deber filial, el mandato de su padre, que más le valía ir pensando en volver un sí su no, y que se dejara de pensar en moscas parlanchinas, que no podía salir nada bueno de su reflexión.

María interrumpió a la Milenaria:

—¿Una mosca, de la nariz? ¿La ídola estaba hueca? ¿No era de oro macizo?

—Hueca estaba, pero si no lo hubiera estado, igual habría salido la mosca, no ves que esto es milagro…

—Yo había oído que «para moscas, las que mató san Jorge».

Las criadas en pleno estallaron en carcajadas.

—Ay, niña, niña —rió también la Milenaria.

Aprovechando la interrupción, Estela, que había llegado no hacía mucho, se cambió de lugar y se sentó a los pies de la monja vieja. Ésta le puso los ojos encima examinándola y le dijo:

—La pobrecita —veía las grietas de su piel más irritadas, el humo y las carreras al campamento gitano habían hecho estragos en la enferma—, ahora acabo el cuento y vamos a ponerte las compresas. Preparé ya las yerbas, en un momento te daré alivio. Nada más déjame acabar de contar la historia de Carcayona, les sigo diciendo:

»La explicación del Rey en nada satisfizo a Carcayona, y llegando la noche, cuando estaba otra vez a solas, volvió a hablarle a la ídola con el corazón puro: «Te suplico que me contestes con la verdad a sus preguntas», le dijo, y por respuesta se le apareció una paloma de oro, su cola de perlas rojas, las patas de plata y el pico de perlas blancas esmaltado con aljófar, que dejó maravillada a la princesa Carcayona, posándose primero un momento en su cabeza y de inmediato en el hombro de la abominable ídola. La paloma le habló la palabra verdadera y, contestando a todas las preguntas de la princesa Carcayona, le hizo la revelación completa; le explicó los misterios y las simplezas hondas de nuestra Fe, que es la única cierta; le habló del Dios único, Creador del Cielo, la Tierra y los repulsivos Infiernos, así como de su carácter omnipresente; le habló del Juicio Final; le infundió en el corazón el santo temor al pecado; le describió el Paraíso. El demonio Iblis volvió a salir despavorido de la ídola, pero esta vez ya no pegó contra Carcayona, que supo esquivar con rapidez la fétida nube gris. Porque el demonio huele mal, María, muy mal, e imagínate cuánto más el rey de todos los demonios, que ése era así en el lejano reino de la India.

»Carcayona hizo llamar con urgencia a su padre. El idólatra vino corriendo, muy ilusionado, pensando que la hija estaba ya dispuesta a responder a sus bajas demandas. El rey Aljafre enfureció cuando escuchó la profesión de fe de la hija. ¡Para eso había tenido una heredera! ¡Para que la India fuera gobernada por una cristiana! ¡De ninguna manera! El rey Aljafre la amenazó: o se dejaba de esas convicciones, las que mintiendo él llamó «equivocadas», o la echaría del reino, la aventarían al bosque y le cortarían las dos manos.

»No les hago el cuento largo; así pasó a los pocos días. Carcayona encontró refugio en una cueva. Apenas se acostumbraron sus ojos a la oscuridad, descubrió que en la cueva había osos, lobos, serpientes y otros animales salvajes, y dio por cierto que la devorarían. Pero no fue así, que el Santísimo Dios cuida a los suyos —como hará con tu padre, de seguro, que si tu padre es cristiano, María, no hay de qué preocuparse porque Dios nunca abandona a los suyos— y las fieras le prodigaron por el contrario cuidados, abasteciéndola, de ese día en adelante, de frutas y miel para alimentarse. Una cierva se volvió la compañía predilecta de Carcayona. Un día, una partida de caza del príncipe vecino de Antaquiya dio con el rastro de la cierva de Carcayona y la persiguió y persiguió. La cierva corrió a buscar refugio a los pies de Carcayona, en la cueva dicha, y tras ésta el cazador. Era un joven príncipe, en su reino también se adoraban ídolos. El príncipe se asombró de encontrar en el corazón del bosque a una mujer tan hermosa, le preguntó quién era y en cuanto escuchó su historia, su corazón se inflamó con la fe del único Altísimo Dios, y con esto también de amor a Carcayona. La llevó consigo, junto con la cierva amiga de su amada. La madre del príncipe le cobró a la princesa Carcayona un dulce afecto y el joven príncipe se casó con Carcayona contando con su aprobación. En poco tiempo (ni digo cómo, ni quiero risas, niñas) —y las criadas ahogaron pequeñas risitas suspicaces, ocultando con sus dedos los labios, mirándose pícaras las unas a las otras— le hizo un hijo, y cuando Carcayona estaba por dar a luz, su príncipe tuvo que emprender un viaje, porque así es la vida de los herederos, tienen muchas responsabilidades y guerras que atender, se pasan la vida con la mano pegada a la espada.

»A Carcayona le nació un hermoso niño, y despertó envidias enormes en la corte. Alguien escribió una carta falsa, haciéndose pasar por el puño del príncipe su esposo, en la que exigía la expulsión de Carcayona. Muy a pesar de la reina madre, Carcayona y el nieto fueron a dar con la cierva de nuevo a su cueva del bosque. Ahí, Carcayona, viéndose sin manos, creyó vería morir a su hijo por falta de atención, pero Dios, que es grandísimo, le dio un nuevo par de manos. Le brotaron, qué te digo, María, como dos flores nuevas, como dos magnolias, como dos, ¡qué sé yo!

»Pasadas unas semanas, el joven príncipe volvió a Antaquiya y descubrió que su esposa estaba ausente, hizo averiguar quiénes habían escrito la falsa carta, los castigó con la muerte, y emprendió el viaje a buscar a su mujer. No le costó trabajo dar con ella, en la misma cueva, con la misma cierva, pero te imaginarás la sorpresa del príncipe al encontrar a su esposa con manos. Carcayona no quería volver con él, creyéndolo responsable de haberla expulsado del reino. Y, en fin, que él se explicó, que Carcayona le creyó, que regresó a vivir con él a Antaquiya, que instauraron la única y verdadera fe en el pueblo entero y que vivieron siempre felices, en vida cristiana y libre de pecado.

»Dígote, María, niña llorona, que tu padre es como Carcayona. Porque ha sido expulsado, y aunque no le hayan cortado las manos sino las orejas —que poca falta le hacen, o a ti o a mí, pues no sirven para nada, están ahí a los dos lados de la cara para ningún motivo, haciendo de mal adorno (¿que le dicen el bello Gerardo a tu padre? ¡Más bello estará sin orejas!)—, atado como estará al remo será tan puro como lo fue Carcayona, que si Dios permitió que le cortaran las manos fue porque quería verla ascender en la dura escalera, y resbalosa, de la pureza. Y desde ahora te voy diciendo que todo terminará bien con tu padre, que se sabrá que lo echaron por un motivo espurio, que…

Fin del cuento de la doncella Carcayona.

La otra mano de Lepanto
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