78
El espejo de Cervantes
—¡Tengo sed!
—¡Nadie puede tener sed con este clima! —dice María—. ¡Todo es agua allá afuera, todo! —María está mojada; al navegar contra la mareta revuelta la pequeña embarcación no había estado muy a salvo del golpe de las olas. Eso dijo María, pero llevándole la contra al tono de su voz, con un gesto muy paciente toma agua del pocillo rellenado por el dadivoso aguador, la acerca a los labios resecos del enfermo de malaria.
—Me siento mejor, infinito mejor. Estoy sanado. ¡Sano sanísimo!
—¡Sanado vas a estar! Lo único sano que hay en ti es el comienzo de tu nombre, sa-no saa-vedra —y agrega—: ¡Tan sano tú como yo reina de Corfú! —aprieta los labios para que no se le escapen más palabras—. Está furiosa. La entrevista con Juan de Soto, secretario de don Juan de Austria, la ha humillado. No, ella no podría aceptar el puesto que estos cristianos le ofrecían creyendo ser generosos. «¡No!», se repetía, y alegaba que si había subido a la Real vestida de hombre era por cosas personales, por seguir a Jerónimo (ahora María le arrebataba el «don» en sus memorias, apoderándose de toda su persona, incluso de su dignidad), por proteger la ciudad de Famagusta de la invasión de los turcos, por… Famagusta le interesaba por su misión morisca, y en cuanto a Jerónimo, no lo podía explicar tan sencillo y claro como el asunto chipriota, pero era claro que si se había enrolado era por él, por el imán que el hombre ejercía sobre ella. Esto no la hacía precisamente orgullosa, pero así era y tampoco de causar vergüenzas, cualquiera que sea sabe la fuerza del amor, la resaca poderosa de los celos. Ahora Famagusta ha caído a los turcos, no hay plan alguno de irla a recuperar y su Jerónimo es uno más de los miles de cadáveres que los cercan. Así no flote apestando sobre las turbias, rojizas aguas porque es un don cadáver, pero es cadáver de cualquier manera. María comprende que ha participado en una guerra que no es la suya, y que ha recibido como honores lo que es una insufrible humillación.
¿Algún día volverá este mar a lucir formado de agua y no de sangre?
Al oír María su nombramiento —y proveniente de la mayor dignidad de la Santa Liga, ¡el propio don Juan de Austria lo había decidido!—, lo que recibió fue una humillación inesperada. ¿Creían, en verdad, que había peleado para ellos, para su causa, para el rey Felipe II? Le costó trabajo contenerse frente al de Soto, desde el primer momento de la entrevista, cuando el cretino le hizo saber que estaba «perdonada» por haberse alistado vestida de varón siendo mujer; se contuvo por no decirle: «¡Perdonada! ¡Yo no estoy pidiendo perdón! ¡Soy María la bailaora, y a mucha honra!». No abrió la boca frente al de Soto. No por protección propia: porque entendió que el secretario del bastardo no la comprendería. No oiría, don Juan de Soto sólo repetía, releía y se relamía mientras imitaba los gestos de su amo.
Con la humillación se le ha ido acercando la furia, y de pronto está furibunda. Cualquiera que hubiera tenido su desempeño en la defensa de la Real, hubiera aspirado a honores altísimos, no a un simple perdón por haber nacido «mujer». «¡Olvidaron perdonarme lo gitana, qué imbéciles! Cuando de rodillas debieran estar suplicándome ellos a mí perdón por haber desorejado a mi padre, por haberlo atado a un remo, por haberme quitado lo que era mío…». María despertaba de la ensoñación en que había estado a la sombra de su afecto por don Jerónimo y puede formularse lo que no había querido ver: «No me mencione usté una sola vez más a ese hombre, que él me arrebató a mi padre y me robó mi ciudad; él es quien hostiliza a mis amigos, quien les hace la guerra, quien quiere despojarlos de Granada. Por mí que no es Rey, que Rey es quien trae el bien del Creador a la tierra, según tengo entendido».
Lo que María había recibido como premio a su desempeño heroico, además del «perdón», era «merecer» su ratificación como soldado, el «derecho» a continuar peleando para ellos. Ni una moneda, ni un honor, ni un título, ni un derecho, ni una licencia… ¡Le permitían seguir de mala paga, como soldado sin grado! ¿Su carne de cañón, carne-nido, capaz de procrearles más de lo mismo?
María no dijo nada al de Soto. Sonrió, aceptó el papel, continuó sonriente, cargando como una idiota su «Yo-soy-Carlos Andrés Gerardo y respondo al nombre de “el Pincel”». Juan de Soto le manifestó su sorpresa al ver en el sitio reservado a su firma su nombre completo. Le había preguntado: «¿Sabes escribir tu nombre?».
«Y leer, tanto como lo sabes tú», pensó decirle María, pero se lo guardó.
«¡Bonita tu letra!», le dijo el Juan de Soto. «¡Tan bonita como tú, bailaora!»
¡Tamaño imbécil! ¡Llamarla «bailaora» en el momento en que debiera haberle estado entregando condecoraciones y hasta una cinta al pecho que la llamara con algo muy alto! «¡Pedazo de nada!», tal cual se dijo adentro de sí María mientras ponía esa cara de qué-linda-que-soy-preciosa. Y más: «¡Así me pagas, don Juan de Austria; dejas que se hinchen de oro los cobardes sin pensar dar quinto al Rey, dejas cebarse a los crueles, a los que desollaron naves completas de turcos indefensos ya que habíamos conseguido la victoria, los dejas hurtar a gusto, mientras que a mí, que fui una valiente, que fui guerrera en buena lid, me pagas con nada: con sueldos de hambre que sólo muy de vez en vez arriban!».
Es que esto era una burla: creían hacerle un favor al darle el nombramiento de soldado, «perdonándole» lo femenil, asignándole una paga miserable mensual, que ella bien sabía no llegaba sino muy de vez en vez. ¡Que se vayan estos cristianos a la porra! Sintió tanta ira que pensó que, de no haber dejado la espada al cuidado del tal Cervantes —¡buen cuidado!, cualquiera que quisiera hurtarla no tenía sino que estirar la mano, que el Cervantes ése en estado tan febril no miraba ni sus narices—, de no haberla dejado quién sabe qué habría hecho.
Pero no hubiera hecho nada. La humillaba lo que le decía el de Soto, pero más la humillaba comprender que era un error estar aquí, que no debió nunca participar en esta guerra, que no…
Sintió las manos sucias, los brazos sucios sin remedio: por primera vez le disgustaba que esa sangre que hubiera hecho correr fuera turca. «Alá manda», recordó, «el corazón manda».
La ira le aumentó en la pequeña nave que la llevó de vuelta a la Marquesa, ira contra todos, contra sí misma. Sintió el impulso de esconderse. La situación completa la indignaba.
—¿Qué tienes, que chirrías? —le preguntó el enfermo.
—Tengo un enfado que no me contengo, ¡que no me contengo!, y si no me contengo será mi condenación. Debo contenerme, pero no me contengo, no… ¡Que siquiera «amigo de Ruf» me hubieran nombrado, merecía yo que me dieran alguna dignidad! ¡Mejor le iría a un perro que a mí! ¿Sabes para qué me querían? ¿Sabes qué me dieron en premio a mi «heroico desempeño»? ¿Quieres oír? —puso el papel que le habían entregado frente a la cara de Cervantes—. ¡Mira! ¡Me nombraron soldado, soldado raso! Tengo derecho a mi paga, a continuar laborando al servicio del Rey… ¡Yo maté cuarenta turcos, yo sostuve la defensa de la Real, yo fui la más desacobardada entre sus hombres! ¿Por qué me hacen esto? Dime, a ver, Cervantes, ¿por qué me hacen esto? ¡Yo soy la hija del duque del pequeño Egipto! ¡Yo soy amiga de los más principales moriscos de Granada, yo que departí en Granada con la gente más principal, yo que toqué con los músicos de San Marcos! ¿Qué se creen que soy? ¡Aquí cualquiera se hace rico y se llena de honores, y para mí no hubo una, siquiera una moneda o un honor, un nombramiento digno! ¡Ni me premian, ni me dan mi lugar! ¡Eso son ellos, así son!…
—¡Préstame tu espada, niña! ¡Acércamela!
—¿Niña? —le dice furiosa María la bailaora—. ¿Niña, yo? Ayer maté cuarenta turcos, yo guié a los hombres de mi galera, por mí tomamos la Real, tres veces eché fuera de nuestra cubierta a los hombres del Gran Turco, yo fui tenaz y fui valiente, y yo fui pasos delante de ellos, y no temí, y…
—¡Te quito lo «niña», calma! Vamos, ¡préstame la espada!
María le acerca la espada, se la desenfunda, y la pone en la mano buena del hombre.
—Salgamos de aquí, que esto debe hacerse de pie. Si no tenemos capilla a la mano para hacerlo como Dios manda, por lo menos no aquí tirados como dos bultos, que no lo somos, ¡anda!
—Tú no puedes andar…
—Puedo andar y bailar, que sí puedo.
Trastabillando él y rabiando ella, salen de la crujía a la cubierta. El viento se ha calmado. La marea se ha calmado también. El tal Saavedra se tiene de pie muy malamente, pero habla con un vigoroso aplomo que mucho tiene de festivo.
«¡Que no vea qué hay alrededor de nuestras galeras, la mortandad y el horror, porque se le termina el bailecito!», pensó María. «¡Que no vea lo que está alrededor!»
—Ahora que ya estamos entrados en la capilla de este castillo —dijo Saavedra—, yo voy a armarte caballera y no de baja orden, que te daré la del toisón de oro. Y mira, María, presta muy bien atención a lo que te estoy diciendo: la orden del toisón de oro —repitió—, que fue fundada en reverencia de Dios y defensa de nuestra fe cristiana para honrar y exaltar la noble orden de caballería, también por tres causas aquí declaradas, que son —te digo que prestes muy bien atención que yo digo a pie juntillas lo que es verdad absoluta—: la primera, honrar a los antiguos caballeros, que por sus altos y nobles hechos son dignos de recomendación. Segunda, a fin de que aquellos de presente son fuertes y robustos de cuerpo y se ejercitan cada día en hazañas pertenecientes a la caballería, tengan motivo de continuarlas de bien en mejor. Tercera, a fin de que los caballeros y nobles que vieren llevar la insignia de la orden honren a aquellos que la llevaren y se animen a emplearse aún mejor que ellos en nobles hechos y a ejercitarse con tales virtudes que por ellas y por su valor puedan adquirir buena fama y hacerse dignos de ser a su tiempo elegidos para llevar la misma insignia. Te digo de memoria y sin faltar lo que dijo el duque de Borgoña, si el de Borgoña fue en Flandes, cuando instituyó y estableció la orden del toisón de oro, para su propia persona y para hombres de armas sin tacha alguna, nacidos y procreados de legítimo matrimonio. ¡Como don Juan de Austria, que es caballero de esta orden! Tú bien que puedes serlo, si recuperaste su nave para la cristiandad y ayudaste en todo lo que estuvo en ti para que obtuviésemos nuestra victoria contra los turcos.
Aquí el enfermo febril estalló en carcajadas estentóreas. Ni María se rió, ni ninguno de los ahí presentes, que algunos soldados se les habían congregado en su torno, curiosos de ver qué hacía el tal Cervantes, pero él pareció ignorar por completo esta respuesta, porque siguió:
—Hagamos de cuenta que hemos velado ya las armas, que de alguna manera lo hemos hecho y que no tiene un pelo de fingimiento, porque velar, lo que se dice velar, sí hicimos, que la fiebre nos tuvo en la vigilia a mí y a ti… ¡No te ensombrezco este solemne momento!… Y armas ahí había, que estaba tu espada junto a ti, mi arcabuz ahí metido, por no contar la pólvora que velamos la noche entera. Haremos las debidas ceremonias. Encomiéndate a tu amado, anda. Que esté muerto, qué quita. Di que le dedicas a él de hoy en adelante todas tus glorias, que son en su honra y memoria.
Apenas terminó de decir esto el flaco Saavedra, golpeó a María en el cuello con la espada y luego en la espalda más quedo, las dos veces rociando los golpes (si así puede llamarse a tales blanduras, que más eran caricias) con murmullos que querían parecer rezos. Todavía tuvo fuerzas el Saavedra para llamar a uno de los de guerra que por ahí como un fantasma andaba —que todos en esa mañana parecían espíritus— y le pidió que por favor y por lo más querido —si es que algo apreciaba en su vida— le ciñese la espada a la nueva caballera del toisón de oro, María la bailaora, de Granada para servirle a usted. El de guerra, que entendió todo era a risas, se puso muy serio por habérsele levantado el ánimo, se hincó frente a María un momento y, parándose a su lado, le ciñó la espada, diciéndole:
Dios haga a vuestra merced muy venturosa
caballera y le dé ventura en lides,
porque quién en su tiempo no conocía las aventuras de los de caballería, habiéndolas leído en novelas. El Cervantes lo corrigió, diciéndole:
—En el caso de esta orden, la que he dicho del toisón de oro, lo que hay que decir es esto: «Otro no habrá», queriendo con esto expresar que los de la orden no darán descanso a los turcos hasta acabar con ellos.
El de guerra volvió a hincarse mientras Cervantes más balbucía que hablaba, que se iba quedando cada vez más con menos fuerzas, y desde ahí le cantó una cosa tan horrible que es mejor no intentar describirla. Tal vez por el efecto del canto —que hubiera bastado, aunque nada era necesario para tumbar al dicho gallina— el Cervantes se puso pálido y como si le faltara el aire le dijo:
—¿De dónde saco yo ahora el collar de oro que debe distinguirte? Debe estar compuesto de eslabones y pedernales, despidiendo llamas, y llevar la inscripción o mote: Ante ferit, quam flamma micet, que quiere decir, por si no lo entiendes, gitanilla, «Antes hiere el eslabón que resplandezca la llama», de donde se infiere que ninguno que no haya sufrido los golpes de la guerra puede portarlo.
Parecía asfixiarse más a cada momento, se removía de tal manera que lucía como una gallina en la olla o el caldero.
—¡Mi dedo, mi dedo te impongo, el que podemos dar por perdido! ¡Mira! —le dijo, desgallitándose o, aún más, agallinándose—, ¡mira! —se volvió a asomar al barandal de la galera, y señaló—: ¡Un dedo de esos que ahí flotan, ahora bajo por él y te lo cuelgo!
El de guerra, tal vez conmovido por el espectáculo de la dicha gallina u horrorizado por la idea de ver a un cristiano nadar en esas aguas sanguinolentas por ir a pescar no un tesoro sino un dedo —«¡No flotan! ¡los dedos no flotan!», se decía el hombre, «¡ya veo a este flacucho vuelto pez, revolviéndose en las aguas rojas, buscando un dedo!»—, removió en sus ropas y sacó un collar de oro que en efecto tenía pedernales y eslabones, y se lo puso en el cuello a María. Apenas pasó esto, el Cervantes, como una pirinola de ésas con las que juegan los niños, comenzó a bambolearse, giraba sobre sus pies como buscando su centro, la mano maltrecha pegada al herido pecho, pues le había sobrevenido un mareo que casi lo hace dar al piso. La frente se le perló de sudor, los labios se le pusieron resecos, y la novísima caballero del toisón de oro —¡mujer y gitana!— lo sostuvo a tiempo de que no quebrara alguno de sus débiles huesos contra los tablones de la cubierta, porque el de guerra, habiendo dado la muy generosa donación (que habrá quien la crea excesiva), como avergonzado de ésta, comenzaba a hacerse ojo de hormiga, queriendo pasar desapercibido entre los demás hombres de la galera. María alcanzó a decirle:
—Necesito saber su nombre, para emprender alguna hazaña en agradecimiento —jugando como él y el Cervantes a las mismas risas.
—Soy el Carriazo. Y si algo has de emprender hazlo en nombre de nosotros dos: mi compañero Avendaño y tu servidor, María bellísima, el Carriazo.
El Cervantes se reanimó de nuevo fuego y gritó muy fuerte:
—Y ya que eres caballero del toisón de oro, bailaora, también te hago hija del que supo ser el padre del bastardo general…
—¡Sht! ¡sht! —algunos acallaban los improperios de Cervantes, mucho había hecho ya jugando con tan altísimo honor, pero esto era ir demasiado lejos. ¡Cómo decirles a bordo de una de las naves de la Santa, Santísima Liga! ¡Basta! Pero el Cervantes no se arredró hasta terminar de decir, con lo que espantó a los que los rodeaban, que se echaron a volar lo más lejos de él, nadie quería parecer amigo del loco—: Te nombro hija del que supo ser padre del bastardo, el buen hombre, valiente aunque más cero a la izquierda que otra cosa, don Quijano. Eres su hijo. Te protejo así de que te llamen gitana, que es lo mismo que bastarda, que la sangre limpia… Y he de quitarte lo de mujer, siquiera un poco, que para mí que el de Soto porque eras muj, blut, zaparrín, gledorr, blaguí… —y otra vez comenzó con esa jerigonza que apeñuscaba una palabra con la otra, el manco y maltrecho enfermo de malaria; muy pena daba verlo otra vez alucinando por la fiebre y temblando que era un…
Valida sólo de sus propias fuerzas, María la bailaora, luego de volver a enfundar su hermosa espada, arrastró a Cervantes a la portezuela debajo de la crujía y, con mucho cuidado y no poca dificultad, lo puso adentro de la estrecha bodeguilla. Lo primero, darle agua.