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Pasaje donde comienza la segunda huida de María la bailaora
Corría el año de 1567. La opresión de que eran objeto los moriscos de Granada se hacía a diario más dura, causando entre ellos el vivo deseo de un alzamiento. A las prohibiciones ya imperantes, y que no eran pocas, se sumaron en meses la de tener esclavos negros, la de usar armas, la de acogerse a lugares de señoría para salvarse de la persecución, la de gozar de inmunidad eclesiástica. Agréguese a esto el grave peso de los tributos, el conocido rigor y la rapacidad de los recaudadores (o como ellos les dicen: almojarifes) y —lo más importante entre todo lo arriba dicho— la insolencia de los soldados que se alojaban en las alquerías y las casas de estos moriscos con el pretexto de perseguir delincuentes y refractarios, causando grandes gastos a sus patrimonios, y vejaciones de violencias y desafueros que no paraban nunca. Eran más los delitos que los soldados cometían que los delincuentes que apresaban, nadie dará versión distinta. Por todo esto estaban los moriscos irritados, tramando cómo defenderse. Con toda razón manifestaban ira, seguros de que su Majestad había sido mal aconsejado y que la premática sería la causa de destrucción del reino, y comenzaron a hacer juntas en público y en secreto.
So pretexto de recaudar dineros para comprar ropas castellanas a las moriscas, las autoridades cristianas desmantelaron y vendieron los baños del Albaicín. Aquí, a la afrenta se sumaba la burla, que la plata desapareció como por encanto, no viéndose convertida nunca ni en lana ni en paños, ni en faltriqueras ni en mantos. Fue don Pedro Deza, presidente de la Chancillería, quien hizo destruir todos y cada uno de los baños, que eran uno de los más grandes deleites de los moros, y quien ayudado por otros buenos cristianos desapareció sus frutos, evaporándolos en favor de sus bolsillos. El último día de diciembre de este 1567 las mujeres debían abandonar sus ropas de seda y sus atavíos árabes, y debían empadronar a todos los niños y niñas de su raza para que recibieran de ahora en adelante educación cristiana —o les fueran sus hijos arrebatados, llevados a otras ciudades, como se decía se había hecho con los de los gitanos—. Los montes vecinos de Granada estaban plagados de monfíes, que así se hicieron llamar los moriscos recién convertidos a salteadores, que cada día eran más, y razón tenían de serlo: mejor parecía la vida al acecho y en el rigor y la inclemencia de los montes, que su vida doméstica, pues vivían los moriscos ofendidos vivamente en sus hábitos, en la seguridad de sus vidas y sus haciendas, en su religión, e incluso en sus costumbres domésticas. Encima de todo, don Pedro Deza había revocado el permiso de portar armas que había dado como excepción a los distinguidos, y había hecho prender a traición a los varones de algunas familias ricas y poderosas por considerarlos sospechosos. Todo Granada tenía motivo para temer la justa ira de los moriscos, que no parecían dispuestos a cruzarse de brazos como respuesta a tantos ultrajes.
Fue entonces, y no en tiempos de Almanzor, como se dice ahora, que en Vélez, esa ciudad bañada por la orilla del mar y las aguas fértiles del río Vélez, donde siempre hay clima benigno, en cuya tierra generosa los moriscos supieron hacer producir magníficamente granos, legumbres, frutas sabrosísimas, en especial las naranjas de singular regalo y los dátiles almibarados como los del Sahara, que un príncipe morisco tenía una hija de hermosura sin par, discreta e inteligente, a quien le fabricó un hermoso palacio con cármenes deliciosos para divertirla. El cristiano alcalde, un viejo brutal, la codiciaba. La joven tímida no correspondió a sus insensatos deseos, y el viejo, sin cosechar su respuesta, ayudado por sus criados, la ultrajó infamemente. El padre, ciego y despechado, armó a sus vasallos, cercó la villa, degolló al raptor y a todos los de su raza, asesinando sin mayores miramientos también a los de los pueblos vecinos.
Esto vivía Granada cuando María la bailaora escribió sobre el hollín de la cocina del convento las palabras «Alá manda», causando inquietud y enfado en sus llamadas hermanas, que más sus amas, sus dueñas, o mejor sus tiranas parecían, salteadoras de sus tres monedas y sus dos joyetas corrientes, y asaltadas de la única buena. Tal era el estado de alarma de la ciudad, al que las monjas no eran ajenas, que no había rincón de Granada insensible a lo que acontecía, un pasaje sin par en su historia. María recibió su cántaro y el mensaje la noche del 19 de abril, amaneciendo el 20 con la cara teñida de tizne. El 21 la indiscreción de un soldado cristiano terminó de turbar la ciudad. Si fue indiscreción, ya hablaremos de esto.
Era una noche encapotada y húmeda. Acababan de dar las ocho y media cuando se escuchó el sonar de la campana de la Vela con toque de rebato, alternándose con los gritos del soldado que la tañía, que gritaba: «¡Cristianos!, ¡mirad por vosotros!, ¡esta noche seréis degollados!». Los hombres salían abrochándose los jubones y las calzas con una mano y empuñando en la otra el arcabuz y la espada. Las mujeres corrían también despavoridas buscando refugio más seguro que sus casas. Un grupo numeroso de éstas se agolpó a la puerta de nuestro convento, el Santa Isabel la Real.
La madre superiora dio instrucciones a las criadas, a las esclavas y las beatas que habían ya aparecido (las beatas, falsas viejas rezadoras, vestidas de negras gruesas telas, infatigables como las criadas y como éstas tesonudas y persistentes pero sólo en comer, tacañear y ansiosamente hacerse de beneficios a costa de bellezas, juventudes y sudores ajenos, quienes contraviniendo los preceptos de la orden, andaban arriba y abajo del claustro, con total libertad de movimiento). Se abriría la puerta principal, y vigilarían con celo a quién darían entrada. Ningún varón, de ninguna edad, ni recién nacido, podría entrar. Por lo mismo no se aceptaría adentro a ninguna a punto de parir, no fuera a nacerle un hijo. Tampoco podrían entrar mendigas ni mujeres que no fueran de bien, ni conversas, ni bastardas. Las hermanas junto con las criadas y las esclavas corrieron a la puerta principal del convento, a punto de ser derribada a puñetazos por las desesperadas que ya se imaginaban en manos de monfíes. Entreabrieron la portezuela para seleccionar a las que podrían entrar y a las que debían dejar afuera. Comenzaron a dejar pasar adentro a quienes fuera pertinente, eligiendo con el mayor cuidado entre la masa que pugnaba por meterse, aceptando grupos de madres con sus hijas y criadas, viudas cargadas de todas sus valiosas pertenencias, vejestorias cubiertas de cuanto velo y tafeta y lienzo tenían en su casa, que no encontraron mejor manera de ponerlos a resguardo. Las niñas lloraban, las jovencitas reían nerviosas, las mayores trataban de conservar la sangre calma, cuidando no dejar fuera a alguna de sus hijas. Una perdió por completo la compostura cuando la intentaron echar fuera. Terminaron por sacarla a empujones haciendo fuerza contra el siguiente grupo que pugnaba por entrar, armándose un alboroto. La expulsada amenazaba a las monjas con venganzas, desgañitándose. Las que deseaban entrar se sumaban al revuelo, jaloneándola hacia aquí y allá. María se pegó a la expulsada gritona, adhiriéndosele como para empujarla afuera, que mucho se resistía, y pegada a ella, escudada por las que pugnaban por entrar, se escurrió afuera. Ahora entendía preciso la seña indicada en el recado recibido la noche anterior. El revuelo del tañer de la campana y los gritos imprudentes del soldado la habían puesto en alerta. Por esto María tomó a la chillona de la cintura y se le repegó a la espalda como punta de lanza, trasponiendo la puerta principal del convento desprovista de nueva cuenta de su cántaro, armada solamente de su falda en andrajos y de la camisa rota, prendas con que habían reemplazado las religiosas a su hermosa camisa con franjas de colores, el manto atado al hombro, el sombrero y las muy finas faldas gitanas que vestía al llegar. Guardaba en el cinto sus dos monedas.
Había un revuelo jamás visto en la callejuela que bordeaba la entrada del convento. Los frailes de san Francisco habían dejado sus celdas y corrían armados hasta los dientes hacia la plaza Nueva. Uno de esos monjes se haría en breve famoso como guerrero. Pero esa es otra historia…