28
El breve encuentro con la señora Peregrina y el comportamiento apegado a las tradiciones de la gitana María
—¡Ale! —los abordó Andrés, creyéndose comandante de su partida—. ¿Quién viaja?
—Acompañamos a la señora Peregrina.
—¿Y quién es la señora Peregrina?
—Es señora muy principal —dijo alguno de los criados—. Es viuda, no tiene hijos que la hereden, hace meses que está enferma de hidropesía, y ha ofrecido irse en romería a nuestra Señora de Guadalupe vestida en ese hábito —su nombre único que podían divulgar era el de «La señora Peregrina».
—Pues que Dios la bendiga y la Virgen la cure a usted, señora —dijo Preciosa, nuestra María—. Y si quiere un momento detenerse, yo aquí le bailo y mis amigos le cantan. Como soy gitana, y a mucha honra de Granada, puedo leerle en la mano su ventura.
La señora Peregrina hizo un gesto a sus criados. Era de facciones hermosas, pero algo había en su rostro de rota tristeza. Sacó de un bolsillo de aguja de oro y verde tres monedas. Con una hizo el gesto de dársela a Carlos, que corrió a recogerla, la segunda fue para Andrés y la tercera, de mayor valor, para María.
Apenas recibidas, los muchachos sacaron sus instrumentos. Carlos toca la guitarra que es una primura, las cuerdas cantan en sus dedos. En cuanto a Andrés, cantó un poco sin alma, por ser la mañana tan temprano y tener la barriga vacía, y por hacerlo a cambio de una moneda, pero no lo hizo mal. María bailó hermosamente, aunque, como el canto de Andrés, de manera un poco fría. Pero en su caso no era por la moneda, sino porque miraba el rostro de la mujer pensando qué iba a decirle. «Nunca he leído ninguna ventura», se decía en silencio, «y yo no quiero mentirle a esta mujer, algo debo decirle que sea cierto».
Apenas terminaron de bailar, la señora Peregrina hizo gesto a los suyos de continuar la marcha. María corrió hacia su litera:
—¡Señora Peregrina! Usted me dio una moneda porque yo se la he pedido. Y yo se la pedí también para darle la buenaventura. Ya la ha leído mi corazón.
La señora Peregrina, que no había abierto la boca, le dijo:
—Preciosa (pues oigo que así te llaman los chicos en su canto, y lo eres), déjame irme de aquí con un buen sabor de boca, que mis tristezas son muchas. Yo no creo en eso de leer las manos y venturas, me parecen patrañas.
—No le diré ninguna patrañuela. Le hablaré a usted, directo al oído, ¿me permite?
La señora Peregrina hizo señas a los portadores de su litera para que ahí mismo la dejaran reposar.
—Ustedes canten, Andrés y Carlos, que yo debo decirle cosas que sólo ella puede escuchar.
María se sentó en el borde de madera de la litera, sin rozar siquiera la tela de que estaba cubierta, tomó la mano de la peregrina y le dijo muy quedo, muy quedo lo siguiente:
—Usté, señora Peregrina, viene aquejada de enorme tristeza. Pero eso que la tiene a usté triste no es suyo sino el pecar de otros. Yo le digo (si quiere oír de una pobre gitana su consejo), déjese de cosas, recoja el fruto del pesar, que bueno será tener para usted una niña así no la haya deseado (mayor alegría que la que da un niño en una casa, no existe), y disfrútela. Diga a todo el mundo que ha recogido a esa recién nacida. Éntrese a una posada, unte de monedas al huésped, dé a luz a su hija y cárguela usted consigo. No haga el error de dejarla ahí abandonada. Será su alegría, oiga; si no, podrá morir de tristeza. Mal que la engendró, a la fuerza y sin usted quererlo, pero nunca ha tenido un hijo, y tener un hijo es dicha, se lo digo yo, que los míos, y no digo mis hijos que ninguno tengo, sino los que son míos, los gi…
Lo que venía sobre la litera se convirtió en «La furiosa Peregrina».
—¡Impertinente! —le gritó a María la bailaora, sin dejarla terminar de hablar—, ¡muchacha mala y muy muy impertinente! ¡La cabeza tienes llena de basura!
Hizo el gesto para que recogieran la litera los suyos y se echaran a andar. Estaba hecha un basilisco.
Apenas se retiró unos pasos, María la bailaora la maldijo:
—¡Vieja hechicera! ¡Tu hija, muy de madre de mucha calidad, pero si no me escuchas no será pobre, sino una pobre fregona, por más ilustre que tú seas!
Retomaron el viaje de mal talante, ensombrecidos por los gritos de la furiosa basiligrina, pero con las monedas bien habidas en sus bolsillos y habiendo almorzado sintiendo que no habían pagado por hacerlo. Eran las primeras que ganaban y no sabían mal.
Una vereda se juntó a su camino, y por ella salieron dos jóvenes que se les unieron. Vestían a lo payo, con capotillo de dos haldas, zahones o zaragüelles y medias de paño pardo, pero hablaban como estudiantes. No se presentaron con estos nombres, sino con unos falsos; eran Diego de Carriazo y su amigo Avendaño, que habían dejado sus casas diciéndoles a sus padres que se iban de estudiantes a Salamanca, cuando lo que hacían era ir a probar su suerte en la vida de la jábega. Montados sobre sus alpargatas se soltaron a cantar «Tres ánades, madre», y adiós destino, que ni estudiar ni trabajar ni hacer vida honorable les atraía. Uno de ellos, don Diego, conocía bien la vida de las almadrabas, había pasado tres años a su mala sombra. Y cuando digo almadrabas, no quiero decir que anduviera a la pesca de atunes, sino dado al juego donde despilfarraba la plata de la familia, y si la volvía a ganar era a costa de trucos de la más baja especie, que a eso se refieren los jugadores con la palabra «suerte». De todos los vicios posibles solamente le faltaba uno: beber. Bebía poco vino, y lo poco que bebía no le ponía la cara roja, bermeja, bermellona, como suele suceder en los que lo gustan mucho.
A tiro de piedra encontraron un grupo de frailes dominicos que se acercaban como ellos hacia Almuñécar, pero éstos guardaron distancia, temiendo mezclarse con gente de la que no sabían si tenía o no pureza en su sangre y en su espíritu. A la entrada de un caserío encontraron a un grupo de aguadores o que eso parecían y que se comportaban también como gente de la vida de la jábega: una parte de ellos jugaba a la taba aprendida en Madrid, otra a las ventillas de la escuela de Toledo y otra a las barbacanas de Sevilla. Ahí se quedaron el Carriazo y su amigo Avendaño, apostando a saber qué, si poco atrás habían perdido las cuatro partes del único burro que les quedaba, incluida la cola y parte quinta, que cuando hubo perdido Carriazo el resto, reclamó que le devolvieran la cola con tal insistencia que se la jugaron, la ganó y con ésta comenzó una racha de buena suerte que le devolvió las otras cuatro partes del burro, pero las volvió a perder en un parpadeo, incluida la quinta de sus cuatro partes, la dicha cola.
Apresuremos el ritmo de nuestro trayecto hacia Almuñécar, que de no ser así no llegaremos nunca; la vida para nadie es eterna, a excepción de la del judío errante. Nos espera una escena que hemos dejado suspensa: María sentada a la mesa con el rico caballero español, a media plaza, rodeados de la fervorosa chusma napolitana. Por esto, saltemos sobre los detalles del trayecto a Almuñécar, no digamos ya nada más de con quiénes caminaron, ni cuáles cruzaron en su camino, ni contra qué gigantes y dragones y serpientes fabulosas hubieron de luchar. Ni María, ni Andrés, ni Carlos dudaron nunca de lo que vieron, que no hubo instante en que creyeran que esto o aquello era imaginaria fantasía. Nadie voló por los aires como un brujo. Los tres pisaron sólido en todo momento, sobre una tierra herida aquí o allá por la violencia de la guerra civil que comenzaba, y mientras pisaban imaginaron ciertas cosas. La que más habitó la mente de María fue la idea de bailar en la plaza pública y poder ganar monedas con las que encontrar a su padre y pagar a quien se deje corromper por su rescate. En la de Andrés, columpiaba ida y regreso la de hacerse del amor de María y gozarla, que moría por hacerlo. Y en la de Carlos, nada se repetía ni se consolidaba, que sus imaginaciones eran como huevos estrellados mal hechos. Esto es lo que más nos importa, no tiremos tiempo con olivos y cerrezuelos y moreras y torres con vigías aquí y allá, y el ganado de locos que anda suelto por el mundo, que hay más locos que cabras en la tierra.
Únicamente un detalle: a medio camino, hallaron en un arroyo caída, muerta y medio comida de perros y picada de grajos una mula, aún ensillada y enfrenada, como si el jinete la hubiera dejado apenas. Del jinete, por cierto, ni noticias.
Andrés envidió al jinete, quiso echarse a correr hacia donde no lo pudiera encontrar ningún mirar. Deseaba con todas sus ganas desaparecerse. Creía que de quedarse, de tanto desear a la preciosa María, sus tripas reventarían. Viendo a la mula, todo esto imaginó, con tanta intensidad que la vista del cuerpo ahí picado por los animales, el cuerpo que por un momento sintió como suyo, le revolvió el estómago, y estuvo ese día y el siguiente sin probar bocado.
Y volvamos a lo nuestro: habiendo llegado a los oídos de Manuel, el guía flamenco, que María, Carlos y Andrés iban a ser esperados cerca de Almuñécar por un barco pirata de moriscos renegados, y que eran llevados con cierta misión secreta —seguro contraria al Rey y al cristianismo, si de moros provenía—, se había adelantado a prevenir a los soldados, anunciándoles la llegada de tres jóvenes gitanos disfrazados de cristianos, quienes los guiarían al barco de algún pirata berberisco, y a descubrir una conjura contra el Rey. Enterados del secreto hecho voces, esperaban a los muchachos en Almuñécar para de ahí seguirles los talones hacia la embarcación, y tomarlos presos con las manos en la masa ganando también para la ley a los piratas.
Manuel mismo esperaba noche y día a la entrada de Almuñécar, casi sin parpadear, que «su» misión lo hacía sentirse un valeroso héroe. ¡Vaya!, por fin le pasaba algo de cuento, y no pura aburridera y andar acarreando por los caminos a remilgosos lentos y tacaños, escuchándoles a todas horas las pedorreras y oliéndoles sus reclamos, que si no por esto por lo otro. Al que no le apretaban los botines, le aporreaba las nalgas más de la cuenta un caballo brincón. Al que no le molestaba el sol, le hartaba el viento. Al que no le fastidiaba el silencio, le causaba jaqueca la plática. Al que no le olía la boca tanto que hasta las narices de Manuel llegara, le escurrían por las cuencas de los ojos turbias lagrimonas ácidas por tener infectados los ojos. Eso es viajar de Granada a Almuñécar, ida y vuelta, vuelta e ida, padecer viajeros con supuraciones en los oídos o picaduras horrendas en la piel, soportar su mal talante, oírles paciente sus pláticas sosas. Manuel sentía su vida gastarse en balde, como si todo fuera pasar habas de una cazuela a la otra, y de nueva cuenta de la otra a la una. Estaba harto, aburrido, y ni cuando algo excepcional le ocurría —como que un caballo se viniera al piso, o uno de sus viajeros fuera a dar de súbito en los brazos de la muerte— salía de su fastidio. Todo iba a cambiar. Le había caído en las manos la posibilidad de mostrar un valor. Cazarían a estos tres gitanos huidos, más a un piquete de piratas renegados. ¡Y todo gracias a Manuel! Se llenaría de gloria y así inflado podría entrarse de soldado al ejército, se haría a la mar grande, y con tanto inflamiento correría millares de aventuras. Era la oportunidad de su vida, no iba a dejarla pasar.
Estaba por caer la noche negra sobre Almuñécar, cuando aparecieron los tres esperados gitanos. Manuel corrió a dar aviso a los soldados. En los planes que había revelado Andrés, no estaba incluido entrar a Almuñécar sino seguirse de frente; les bastaba con guarecerse al pie de sus murallas y temprano en la mañana retomar el camino. Lo más probable era que abastecieran los sacos del matalotaje necesario para el mar por la mañana. Pero era mejor dar aviso. Cuando volvió acompañado, Manuel los vio desmontados a un lado de la muralla de la ciudad, junto a un pozo. Los gitanos acababan de escuchar decir que no quedaba una cama libre en todo Almuñécar, que los mesones y las posadas estaban llenos. Se tendieron al lado de su acostumbrada hoguera, queriendo conciliar el sueño de inmediato, rodeados de un número abundante de partidas de viajeros y comerciantes.
Lo que más deseaban Andrés, María y Carlos era dormir —estaban y de sobra fatigados—, pero estalló un pleito en un grupo vecino. El pleito era entre una mujer y el marido. Ella estaba fuera de sí y gritábale al hombre a voz en cuello:
—¡Maldiga Dios tan mala lengua y bestia tan desenfrenada, y a mí porque con tal hombre me junté que no sabrá tener para sí una cosa sin pregonarla a todo el mundo!
Dicho lo cual comenzaron a sonar los golpes que él le propinaba y ella a quejarse de una manera que rompía el corazón. María le dijo a Andrés:
—Anda, Andrés, vamos a ayudarla.
—Ayudarla, de ninguna manera. Es cosa de ellos.
—¿Cómo crees que es de ellos que el hombre le esté batiendo los huesos haciéndoselos polvo? No es de ellos.
—De ellos solamente, ya calla, ¡sht!, déjame dormir.
María no podía cerrar los ojos. La llenaban de horror esos golpes y esos gritos, a los que muy poco después se sumaron los de una niña, que decía llorando:
—¡Déjela, papá!, ¡déjela!, ¡suéltela ya, que la mata!, ¡deje a mamá!
María tuvo con esto suficiente. Se levantó, se enrolló las faldas, tomó su espada que había llegado muy bien guardada y caminó hacia la fogata vecina. Ahí blandió su arma y le espetó al hombre:
—Atrévete con una que esté armada, si es que eres valiente.
—¡Tú no te metas! —oyó atrás de sí la voz de Andrés.
—¡Tú no te metas! —le contestó ella a Andrés sin girar la cabeza.
—¡Hazte a un lado! —dijo María a la mujer batida, y con el filo de su arma alcanzó la garganta del hombre—. ¡Te dije que la dejes!
—¡Marimacha, mediahembra, asquerosa…! —gruñía el hombrón a media voz, los ojos brillando de ira y alcohol.
—¡Y te callas o te degüello! —dijo María, aún apoyándole el filo en el cuello.
Bastó que María le asestara un raspón para que el tipejo se arrellanara en un rincón y comenzara a roncar como si aquí no hubiera pasado nada. La mujer y los dos hijos aún lloraban temblando de miedo cuando el barbaján ya hablaba en sueños, diciendo: «¡Que les digo que no, que yo no me comí el gato!».
Al comenzar el nuevo día, en cuanto se levantaron —no muy temprano sería, pues ya no quedaban viajeros a su lado, los jóvenes tienen el sueño pesado—, sin caer en la cuenta que sobre ellos rondaban como aves de rapiña varios pares de ojos, entraron a Almuñécar y se dirigieron al mercado. La visión que los recibió los tomó enteramente por sorpresa. En el centro de la plaza central se llevaba a cabo una subasta de esclavos moriscos. Un pregonero público voceaba las descripciones de cada una de las personas ahí puestas a la venta. Mientras se llevaba a cabo la puja, los moriscos, despojados completa o casi completamente de sus ropas, exponiendo sus carnes a compradores y transeúntes, eran forzados a doblar los brazos, inclinarse, correr y saltar para que enseñaran su estado de salud, sin consideración de su edad, sin que nadie mirara la humillación extrema que esto les causaba. Los compradores pujaban, se acordaba el precio, el escribano extendía títulos de propiedad ante la vista de tenientes y soldados —que era de ellos el negocio—, y pasaban al siguiente. A cada esclavo se le hacía también hablar. María escuchó:
—Mi nombre es Cardenio, mi patria una ciudad de las mejores desta Andalucía.
Y al poco tiempo, la voz del escribano, que debía leer por si los que firmaban no entendían lo escrito, explicaba de la mercancía:
—Para que podáis hacer de ella o de él como de cosa propia.
No eran dos o tres los que estaban a la venta, y ni María ni Andrés ni Carlos comprendieron el alcance de lo que sus ojos veían: poblaciones enteras eran vendidas en masa, pueblos enteros eran hechos de un golpe cautivos. Por órdenes de su majestad Felipe II, la costa mediterránea se limpiaba de moriscos, temiendo su traición y alianza con el Gran Turco. Los moriscos eran vendidos y la mercancía de esclavos salía por mar y tierra. En breve tiempo, siete de cada diez habitantes de la región terminarían por ser arrojados de la región. Alhabia de Filabres, Inox, Tarbal, Benimiña, Hormical y Berzuete: salían las villas completas. Ni Andrés ni Carlos ni María entendían del todo las escenas: las madres lloraban sus hijos; los padres, de humillación de saberse incapaces de defender a los suyos; las doncellas, de vergüenza, que una tras otra —peor que en sus villas, donde debían soportar el maltrato de los guardias castellanos— eran tratadas como mercadería, mancilladas y hurtadas de su más querido bien, usadas contra su voluntad. La escena coreaba su miseria: tener que dejar la tierra que les era propia, la de sus padres y sus abuelos y sus bisabuelos, y hasta donde alcanza la memoria ser sometidos, vueltos cosas, despojados hasta de sí mismos. Durante ocho siglos los suyos habían habitado aquí, y de pronto se veían no sólo despojados de todas sus pertenencias, sino arrebatados de sus propias personas, vendidos como esclavos, sin respetar rango, dignidad, talentos. María devoraba con los ojos. Al horror de la turba esclava se sumaba un número considerable de arrieros, guardias, pregoneros, tenientes y soldados, y los compradores, venidos de Antequera, Jerez de la Frontera, Córdoba, Sevilla, Málaga, Cabra, Puente don Gonzalo, Úbeda y Morón. María quería ver, comprendía que no podía comprender, siquiera quería ver. Andrés y Carlos la forzaron a dar la espalda a esto que ocurría en sus narices, no queriendo o no pudiendo soportarlo, o juzgando que para qué, y unos pasos adelante, habiendo atado sus monturas y encargándolas a cuidar a un grupillo de niños que estaban precisamente para eso ahí apostados, pidiendo a cambio pan o alguna otra cosa de comer, entraron al mercado a avituallarse lo más presurosos que pudieron. El pueblo rebosaba de soldados, hasta el momento ninguno los había abordado, y ninguno de los tres había podido darse cuenta de que les seguían los pasos. Andrés tenía prisa por dejar el pueblo, temiendo algún peligro sin saber bien cuál, preocupado por sus propios pellejos, pero María sentía que necesitaba tiempo: quería saber qué estaba pasando ahí, hablar con alguno de los pobres miserables que estaban siendo mercados. Pretextó que quería ir sola a abastecerlos de agua, «para salvar tiempo», pero Andrés se lo prohibió:
—Aquí nos quedamos los tres juntos, no está bien que nos separemos, y menos tú, María. Anda.
Atrás de las columnas que sostenían el alto techo del mercado, los esperaban los guardias que les habían venido siguiendo los talones. En una de éstas, estaba guarecido Manuel. Los esperaba desde hacía ya tiempo; los oídos que les habían acercado el día anterior le habían confirmado que irían al mercado a abastecerse, y no resistió la tentación de ir a observarlos antes de salir de Almuñécar a capturarlos con las manos en la masa, si masa podemos llamar a los piratas.
María rejegó con Andrés:
—Espera, tú, ¿qué prisa?
—Te digo ¡anda! —y la volvió a empujar ahora también sosteniéndola del brazo. Estaba nervioso, más que irritable. Hizo avanzar un paso más a María antes de alzar la vista. ¡En mala hora! Un energúmeno enfurecido, vestido con cierta calidad, los atajó, espetándoles:
—Así se ve la marimacha de día, ¡bonita cosa! ¿Ahora sí querrás batirte conmigo? ¿Tienes permiso de cargar con armas? ¡Anda!, metiche, narices largas, ¿cómo te atreviste a meterte entre mi mujer y yo? ¿Te crees Dios?… ¡Las pagarás, pocacosa! —y sacó un puñal del cinto que blandió frente a María.
Andrés de un brinco se interpuso entre María y el mamarracho. Manuel estuvo a punto de abandonar su escondite, pero tres soldados más rápidos que él prendieron en un santiamén al valiente. María, sin comprender de la escena sino que prendían al atacante, les dijo:
—Ayer este energúmeno golpeaba a su mujer; yo lo separé de hacerla polvo. Estaba ebrio.
Los soldados ni la oyeron hablar, no le pusieron encima los ojos. Ya la tenían más que vista de tanto venir siguiéndola. Sacaron al hombre del mercado, y una vez ahí le dijeron:
—Échate a correr, y a esta gitana no la toques, ¡es nuestra!
—En cuanto a tu mujer —le dijo otro—, pégale; si no sabes hoy por qué, algún día sabrás que tenías razón para batirla.
Mientras afuera del mercado el barbaján era dejado libre y aplaudido por los soldados, Andrés y Carlos compraron presurosos lo imprescindible. María seguía repelando: «Déjenme ir, qué más les da, ya vieron que aquí es seguro, hay soldados para dar y regalar». Andrés se sentía a punto de explotar. Por una parte, los precios no eran lo que esperaban, con tanta agitación Almuñécar vendía los bienes más caro que si fuese el abasto de la Corte, las monedas se les hacían agua en las manos, peor todavía porque no discutían o rebatían el precio que les dieran, fuera el que fuera, ni defendían la calidad de las mercaderías. A esto había que agregar que María —que de por sí lo traía como alma en pena, ya ni de día podía soportar el deseo que sentía por ella—, para hacer las cosas más difíciles, se les había puesto necia y enchinchaba. Andrés quería salir de Almuñécar ya, y si les daban gato por liebre, que gato fuera y por él que hiciera miau. Regresaron los tres a sus cabalgaduras y llenaron sus odres con agua fresca en el pozo cercano a la puerta de la ciudad. Apenas se vieron fuera de Almuñécar, Andrés, que marcaba el ritmo de la marcha, acicateó su caballo. Quería dejar Almuñécar atrás cuanto antes, le daba pésima espina. Trotaron, luego galoparon. Iban a galope cuando se dieron cuenta de que eran seguidos por un grupo de soldados, en frente del cual sobresalía Manuel, espoleando su cabalgadura con una cara de gusto que era un vergel de ver. Ya se saboreaba quién sabe cuántos nombramientos en el ejército, uno más fabuloso que el otro. Daba por segura la pesca de sus tres víctimas, y como un hecho un premio más gordo que una trucha.
Los soldados y Manuel habían tomado caballos prestados —y con esto quiero decir que al vuelo tomaron los que mejor les parecieron, sin preguntar o pedir permiso a sus dueños—. Verdad es que los animales estaban frescos, y que los de los tres gitanos eran en cambio cabalgaduras quemadas de tanto andar sin tregua. Pero eran de ellos, los obedecían como si fueran sus sombras, sabían entenderles, mientras que los de los soldados más tiraban para los lados que para el frente, porque nunca los habían montado estos hombres, y porque varios de ellos no tenían ni idea de cómo y cuál es el arte del caballo, los soldados cristianos eran un puñado de miserables, leva de los arrabales. La mayor parte de los persecutores se quedaron en el camino, pero tres todavía venían un poco atrás de los gitanos, cuando Andrés, habiendo visto la señal convenida, tiró las riendas para ir hacia la derecha por una estrecha veredita de arena, apenas distinguible entre las cañas de azúcar. Esto desconcertó a los soldados, y más todavía a Manuel, quien imaginando la escena de la llegada al buque pirata sobre un muelle bien habido, la había situado por Benaudalla, y así lo había hecho saber a los soldados.
El error venía de que el flamenco Manuel había oído poco, pero de lo poco había fantaseado mucho. Entre otras, que la carga que llevaba María era de puro oro, y que buena parte del oro iría a dar a sus bolsillos, interpretando «hojas de metal» por bloques o lingotes. Los persecutores se repusieron del desconcierto, consiguieron hacer entrar en razón a sus rocines y tomaron la veredita hacia el muelle, pero cuando ésta, justo antes de desembocar en la playa, se hizo aún más estrecha, tropezaron con las tres cabalgaduras de los gitanos, que muy agitadas venían en sentido contrario, impidiéndoles el paso. Controlaron a los rocines propios y a los ajenos como mejor pudieron, y llegaron a la playa sólo para ver a los nuestros ya subidos a la pequeña nave de los piratas. Andrés, echando mano de sus artes de pastor, había tenido la idea de soltar y hacer volver los caballos, azuzándolos hacia sus enemigos para entorpecerles el muy estrecho camino.
Al verlos escapárseles hacia mar abierta, los soldados vaciaron sus armas, no consiguiendo más que gastar su pólvora sin siquiera rozar la barca, porque subidos en monturas que desconocían, les era difícil ya no digo atinar (que hubiera sido un verdadero milagro), sino siquiera apuntar.
«¡Maldito Manuel!», pensaba Andrés. Debió detestarlo nomás verlo, sólo por la manera en que miraba a María, y debió cuidarse de él, no hablar, no dejarlo oír, pero lo había menospreciado y el menosprecio lo había cegado.
El fétido golpe al olfato de la mierda y los orines de los galeotes, obligados a defecar donde mismo habitan y trabajan, amarrados al banco, esclavos de su remo, estuvo a punto de detener a los gitanos. De no haber traído a los soldados pisándoles los talones, se habrían parado a rectificar si esa pestilencia era su barca, pero con las prisas no se detuvieron un instante, corrieron como van las moscas a la miel, brincaron de sus monturas y, ayudados por los piratas que habían corrido a ayudarlos en tierra, las descargaron con celeridad, las azuzaron para que volvieran por sus pasos, con enorme rapidez cargaron con sus bultos y tesoro, y mojándose los pies se echaron casi de cabeza a la galera, tropezando y batallando como lerdos patos gordos, saltando adentro de ella (a pesar de la fetidez) lo más rápido que pudieron.
Lo otro que consiguió la pestilencia fue borrarles su primer contacto con el mar. Ninguno de los tres gitanos conocía el mar. Ninguno sintió sombra de asombro por lo dicho.
Ni María la bailaora, ni Carlos ni Andrés tuvieron el momento en que pudieran decirse: «¡El mar!». Por culpa del flamenco, se les había puesto a sus pies como otro trecho de tierra para continuar la fuga.
En cuanto a Manuel, tragaba en la playa su amarga desilusión. El sabor no le duraría demasiado porque los soldados lo hicieron de los suyos invitándolo a la leva, haciéndose de la vista gorda en cuanto a su edad, que está escrito debe tenerse veinte años para ser incorporado en el servicio de su Majestad, pero lo cierto es que muy pocos hacen caso a esto de la edad, los que reclutan por tener prisas de llenar sus filas, los muchachos por desear la paga o la aventura.
Los remos golpeaban las olas con sincronía y eficiencia, y en breve se vieron fuera del alcance de los tiros. El capitán Ozmín (un granadino morisco que abandonó su ciudad hacía cinco años al ver las impunidades de los cristianos, encontrando asiento, y espléndido, en Marruecos) ordenó hacer alto y caminó hacia un lado y al otro de la bamboleante embarcación (una nave de sólo cuatro remos, no más de veinticinco de tripulación, y esto contando a los atados con cadenas al remo), revisando los tablones con sumo detenimiento.
—Busco —le explicó a María, contestando a su mirada preguntona— que no la hayan dañado sus errados balazos, pero también que ninguno de éstos —señaló a los galeotes— nos haya jugado alguna treta, que luego cavan hoyos hasta con las uñas, y las naves hacen agua antes de que nos demos cuenta. No hace una semana una se fue a pique apenas zarpar: a espaldas del capitán la dejaron como un sedazo y zarparon sólo para hundirse.
Las olas golpeaban con suavidad los costados de su embarcación. El blanco atuendo de Ozmín refulgía con el sol. Su camisa era de fino lino, todas sus otras prendas eran de seda bien tejida, gruesa para protegerlo de la sal y otras inclemencias de la vida marina, pero tan fastuosa que más bien parecía iba hacia alguna fiesta. María lo revisaba de arriba abajo. Ozmín era delgado hasta la exageración. Como buscándole también raspones o agujeros, se quitó el blanco y enorme turbante y le pasó encima los ojos con cuidado. Tenía una tupida cabellera negra erizada, sus cabellos parecían hechos de una materia vertical u horizontal, erecta, nunca en reposo. Se cascó el turbante malamente, el enorme bigote bien atezado, lo único de su pelambre que respondía a algún orden o arreglo, contrastaba con su piel curtida por el sol. Sus tupidas cejas recordaban tímidamente el desorden rebelde del cabello. Tenía la boca bien delineada, hermosa y de un bello color de fresa, los dedos de las manos largos; había algo en su persona bondadoso. Bajo sus cejas tupidas, dos ojos vivarachos e inteligentes le respondieron la observación:
—Conque te llamas María.
—¿Y tú?
—Yo soy Ozmín.
—¿Y cuál tu nombre entre cristianos?
—Estoy muerto entre cristianos. No tengo nombre. Nací en un lugar de las montañas de León, no quiero recordar ni el nombre ni de quiénes fui hijo. Aunque miento en lo de León, porque siempre fui granadino. Cuando le dije adiós a todo, adiós le dije. A veces me digo por gusto «Baltazar», porque creo que siempre quise tener ese nombre. Es el de un rey del Oriente que yo ni siquiera había oído nombrar en Castilla, si acaso alguna vez estuve yo en Castilla —Baltazar rió entre dientes—. ¿Cuál es tu nombre entre moriscos?
—Yo siempre me llamo igual: María, María la bailaora, María la bailaora de Granada.
—A mí me dijeron que eras la espadachina, no la bailaora.
—Las dos cosas soy, pero la espada no me ha cambiado el nombre.
Los galeotes miraban la escena con total desvergüenza y comentaban entre ellos esto o aquello apuntando con sus dedos a María, señalándola, diciéndose entre ellos cosas sin pudor alguno, como si María no estuviera presente. Se habían acostumbrado a ser invisibles.
María vio a esa penosa decena de hambrientos y, muy a su pesar, recordó a su padre. Sus procacidades la irritaban sobremanera, pero ¿qué podía hacer? ¿Debía tolerarlos, regresarles los insultos o sacarles los ojos? Esos semirrestos humanos le provocaban inmensa molestia mezclada con piedad, asco y desprecio. Los remos de Ozmín eran galeotes de quinta estofa, ninguno buena boga, miserables y en la desesperanza desde años antes de ser forzados a tomar el remo. Era lo último que María había esperado encontrar en su viaje. Cierto que gran parte de sus imaginaciones se consumía en recrear Granada, pero durante las horas de marcha hacia la costa se había soltado también a galopar hacia el futuro, saboreando su Famagusta, su Nápoles y el viaje en barco. Llegó a desear el trayecto en mar a Nápoles. Y ahora aquí estaba, bajo ese cielo que parecía no terminar nunca, sobre la placa del mar que semejaba una hoja metálica medio arrugada meneándose sin descanso, en nada como lo imaginado. ¡Tampoco las heces atascadas en los orines en el fondo del buque, por supuesto que no había pensado en esto! Atados con cadenas a las bancas, los galeotes defecaban en el mismo lugar donde golpeaban el remo. Viéndolos, oliéndolos, se sintió perdida, fuera del mundo; esas miradas la cercaban y la rompían. Porque la hacían pensar en su padre, porque le regresaban su pensamiento con miradas procaces o desesperadas, miradas de pordiosero, miradas de hombres que están en el abismo de la tristeza, las más vivas miradas obscenas.
Ninguno de estos galeotes podía soñar siquiera con un rescate. Eran pobres siervos trabajadores del campo que solían levantarse con el alba para cultivar la tierra ajena, hombres que vivían sin armas y que habían sido enganchados a fuerzas, tomados por sorpresa, robados por los bandidos y llevados adentro de costales, como nabos o cebollas, mercadería de baja estofa. Donde estaban encadenados ya no les quedaba ni tierra, ni semillas, ni trabajo, ¿quién podría llamar «labor» al batir del remo? Ser galeote es un insensato suplicio. Ésta fue la primera vez que María la bailaora vio a los de remo, y lo que no supo entonces fue que, a pesar de su condición miserable, esta docena era un piquete de galeotes hasta un cierto punto privilegiados, pues no habían descendido aún a lo más hondo de los abismos de esa intolerable esclavitud. El mal trago de sus miradas devoradoras pasó pronto, porque Ozmín-Baltazar, brincando los deberes del resto de la tripulación, golpeando a los galeotes con el látigo, apenas terminada la revisión del casco, dio la orden de regresar al remo y siguieron con bien su camino. Por un rato, los galeotes de ojos tentones dejaron en paz a María, aplicándose al remo con todas sus pingües fuerzas.
Apenas verla, Ozmín resolvió ignorar lo más posible a María. Había percibido su radiante belleza, sabía que su voz erizaba la piel del hombre. «¡Qué hembra!», se dijo adentro de sí, «¡si no puede ser para mí, mejor ni mirarla!» Había dado su palabra a los correos de Farag de que la entregaría con bien en Nápoles, e iba a hacerlo. La vida que llevaba lo había acostumbrado a obtener y gozar de cuanto deseaba. Como esta prenda no podía ser suya, no debía desearla.
Ozmín-Baltazar concentró toda su atención en Andrés, habiendo percibido que el muchacho estaba loco por María. Charlar con él, atenderlo, hacerlo partícipe de las tareas del barco aliviarían en alguna medida el suplicio amatorio del que era víctima el pobre gitano. Ozmín-Baltazar supo que disfrutaría viéndolo desenredarse del embrujo y que gozaría al verlo volver a caer, porque así es la naturaleza de tan ingrato padecimiento. Se podría pasar el chico la vida sufriendo, que esa mujer no iba a voltear a verlo; para Ozmín Baltazar el asunto pecaba de obvio: Andrés y María parecían hermanos, él es un niño, ella sabe que lo tiene ya en la bolsa y le pertenece. En cuanto a Carlos, el pirata simplemente lo dio por nada. «Éste es un bulto», se dijo —y un parco bulto parecía Carlos en efecto al lado de los dos hermosos—, pero al caer la tarde, suspendida la navegación, cuando los tres nuevos pasajeros se dieron a su música y Ozmín-Baltazar oyó a Carlos rasgar las cuerdas de su guitarra, cambió su opinión. Algo tenía el muchacho, aunque… Andrés le pareció ridículo con su pandero y esa voz tan suave. Cuando cantaba y tocaba, Andrés hacía pública su idolatría por la danzante, y esa visión no fue del gusto de Ozmín-Baltazar, no le deleitó verlo humillarse de tal manera, perdida la gracia a la par que el orgullo, revelado a lo corriente su secreto. Libre del ancla de la que se había asido esas breves horas al elegir a Andrés como el imán de su atención, muy a su pesar, sin poner resistencia quedó atrapado en el baile de María. Se desoyó y se dejó sin freno; sin continencia deseó tener a Preciosa entre sus piernas. El único remedio que encontró fue beber como un tonel esa primera noche hasta caer de ebrio. Repitió el remedio la segunda noche. Borracho, casi no sentía. Lo mismo había hecho cuando perdió a su amantísima Daraja, pero ésa es otra historia, y aquí no la traeré a cuento.