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Termina el sueño de María

Escondida en la crujía, la cabeza apoyada en el cuerpo de Cervantes, María durmió un par de horas. Despertó cuando la noche ya cubría el mundo porque oyó que la llamaban. Parecía que Cervantes otra vez hablaba desde la fiebre, decía:

Vayse meu corachón de mib, ya Rab,

¿si se me tornarad?

¡Tam nal meu doler li-l-habib!

Enfermo yed, ¿cuándo sanarad?

¿Que faré yo o qué serád de mibi?

¡Habibi, non te tolgas de mibi!

Garid vos, ay yermanelas,

¿com’contener é meu mali?

Sin el habib non vivreyu,

ed volarei demandari

Tant’ amare, tant’ amare,

habib, tant’ amare,

enfermiron welyos nidios

e dolen tant male.

No era sólo un habla febril de palabras inconexas, el hombre recita una jarcha que María no comprende. Algo familiar le suena, más a palabras tronchadas, sueltas de sí, fuera de sus cabales. María salió de su refugio bajo la crujía, vestida sólo con la fina camisa, la cabeza cubierta por el sudor ajeno, el del febril compañero en el pajar y la capa roja sobre la que ha dormido tirada encima de sus hombros. La esperaba un pequeño revuelo. Acababan de acostar a su don Jerónimo Aguilar sobre la cubierta, recién salido de la muy larga cirujía. Lo habían cubierto con una especie de túnica blanca, que a camisa no llegaba, de cáñamo burdo. Bajo ésta se adivinaban abultadas vendas. Parecía dormir profundo.

El médico comisionado por Dionisio Daza Chacón para atenderlo —que gesticulaba imitando al dedillo los gestos de su maestro— le dio la mala nueva: «No le queda sino un hilo de vida». La operación no había tenido el resultado esperado. Don Jerónimo Aguilar se desangra sin remedio. El médico tiene la frente perlada de sudor y éste no era el sudor ebrio de la malaria, hasta la última gota es producto de sus esfuerzos. Da a María la nueva y, sin enjugarse la frente, pasa a atender al siguiente paciente. Ignora a María, que aturdida le hace una retahíla de preguntas. Da órdenes a sus asistentes. Procederá a amputar una mano, sus asistentes preparaban ya la gallina. Se oyó el cacarear, luego el golpe de un aleteo nervioso, luego nada. Pasaron con la gallina muerta enfrente de María, envuelta en sus propias alas para sellarle el pecho abierto hasta verse amarrada al muñón del herido.

María dejó de preguntar. Se hincó en el piso. Se abrazó a don Jerónimo. Lo oyó respirar con más ritmo que el tal Cervantes pero como si aspirara y expirara desde muy lejos. «¿Dónde estás?», pensó María, «¿dónde te has ido que te oigo tan lejos?». Se le abrazó más estrechamente. Oyó su corazón, remoto, como ya en otro mundo. Se quedó adherida a él toda la noche. Primero lo oyó dejar de respirar. Luego escuchó cómo se apagó la última y muy débil palpitación de su corazón.

Ya no lloró, ni se lamentó ni aulló, como lo hizo en la Real. Guardó su intensa emoción para sí. No quería compartirla con nadie.

Lo veló ahí toda la noche, leyéndolo, leyendo en él, sabiéndolo. Lo vio por primera vez. Lo conoció. María se contuvo, no se levantó, no se agitó, no bailó, aunque el cuerpo le pedía: «¡Salta, escapa, exorciza, abandona, baila!». Lo amó, contra todo sentido común y toda esperanza. El sagrado lazo de los amantes corrió por su cuello, atándola a él, hasta que llegó la mañana siniestra —que era noche y era día, que era el caos—, la que se ha descrito. La despertó la llegada de la barca que se abría paso entre las galeras vencedoras y vencidas cosechando los cadáveres de los capitanes. La niebla le impidió ver cómo lo apilaron junto con otros frutos de la batalla naval.

En cuanto bajaron el cuerpo de don Jerónimo a la embarcación dicha, María regresó a su guarida, la que había escogido el día anterior bajo la crujía, al lado del tal Cervantes. Se dijo algo así como «¡Bonito, dormir en cajón de difunto pobre!», o «hallele abierto y como sepultura que esperaba cuerpo difunto, y a buena razón habrá de ser el mío, si yo tuviera entendimiento para saber sentir y ponderar tamaña desgracia».

Pero dejemos a María ahí con el sevillano, si es sevillano, y vayámonos un momento con don Jerónimo, porque emprende su último viaje.

La otra mano de Lepanto
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