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La historia de la gitanilla contada por sí misma a Cervantes

—Mi nombre es Preciosa. Vagaba yo con los míos por España, bailando, leyendo la suerte, como todas las mujeres de mi tribu, mientras los varones mercaban jamelgos. A mí me cuidaba una que se decía mi abuela, y a la que yo llamaba con esa palabra. Cumplí mis quince años, y siendo de aspecto hermoso y de bailar gracioso, habiéndome Dios dotado de una voz dulce y de una cabeza buena, seduje —perdone usted aquí mi confesión, que si pasará por arrogante tiene la virtud de ser precisa—, seduje a todo Madrid. Había los que me llamaban, encima del Preciosa, «la muy hermosa María»; había los que me enviaban recados, poemas escritos en papeles doblados, cargando un doblón; había los que me daban barato, interrumpiendo sus juegos; había los que hacían llover sobre mi abuela puños de cuartos; había los que me abrían las puertas de sus palacios para verme bailar y queriéndome cubrir de regalos me mostraban sus pobrezas domésticas, que en toda su casa ni una sola persona tiene blanca —el dedal me dio la criada por forma de pago, con tal de oír decir su suerte—; había los que decían: «Lástima es que esta mozuela nació gitana, en verdad, en verdad que merecía ser hija de un gran señor». La vieja que me cuidaba diciéndose mi abuela, sabía que yo era su fortuna, y más me enseñaba a ser prudente con objeto de guardarme en su bolsillo. Un hombre se enamoró de mí, un hombre que merece el nombre. Nos atajó una mañana volviendo a Madrid, quinientos pasos antes de llegar a la villa. Era un mancebo gallardo y ricamente aderezado, la espada y daga que traía eran, como decirse suele, un ascua de oro; sombrero con rico cintillo y con plumas de diversos colores adornado. Era caballero, traía un hábito de los más calificados que hay en España, era hijo único a la espera de un razonable mayorazgo, su padre tenía un cargo en la Corte —fuimos a saber si era el que decía, visitamos la casa de su familia, les llevamos música, nos dieron la información que yo necesitaba para asegurarme de sus palabras—, era rico; dijo que me quería de veras, y que no deseaba burlarme sino servirme; dijo que mi voluntad era la suya; me dio cien escudos en arra y señal de lo que pensaba darme; yo le pedí, para prueba de su amor, que nos siguiera, y que si pasados un par de años aún tenía en la cabeza los mismos sentimientos —y no ardiendo con la primera flama, que ciega a cualquiera—, «para que no te arrepientas por ligero, ni quede yo engañada por presurosa», le daría mi mano, y nos uniríamos en muy santo matrimonio. Le pedí que dejara de usar su nombre, que era don Juan, y que respondiera al de Andrés. El flamante Andrés aceptó cuanto yo le pedía para aceptarle su propuesta de matrimonio, y sólo pidió por su parte que dejáramos Madrid y sus inmediaciones, que no quería darle el pesar a su padre de verlo reconocido. Lo consulté con mi gente, y aceptamos hacerlo.

»A los pocos días, mi querido Andrés dijo a su padre que se iba a la guerra de Flandes. Andrés dejó todo lo que le era propio, enterró sus ropas, obligó a los míos a matar su jamelgo porque no lo reconocieran, y disfrazándose de uno de los nuestros nos acompañó en las siguientes correrías. Por no robar, sacaba monedas de su bolsa. Decía a los otros hombres que él haría solo sus expediciones, y llegaba con puños de plata, pasaba por ajena la que era propia. Hacía los caminos a pie, con tal de llevar las riendas de mi montura. Me daba siempre muestras de veneración y de respeto. Pasaron los meses, tantos que ya íbamos juntos como hermanos más de un año. Estábamos a tres leguas de Murcia, hospedados en el mesón de una rica viuda, que tenía una hija de unos diez y ocho años, bastante feúcha…

Cervantes la interrumpió: «¡Llamémosla entonces la Juana Carducha!».

Y María continuó:

—La Carducha se enamoró de Andrés como si la hubiera aconsejado el diablo, y dio por hecho que lo tomaría por marido. Encontró ocasión de decírselo cuando Andrés perseguía dos gallos en un corral.

»Por su buen temperamento, Andrés hallaba en cuanto hacíamos diversión y motivo de asombro. Pero no era el caso ahora que intentaba asir a los esquivos pollos. Por su cabeza pasó un pensamiento: «En lugar de agarrar pollos, debiera estar yo persiguiendo herejes, poniendo en alto el nombre de mi familia».

Cervantes volvió a intervenir, diciéndole a María la bailaora que eso de poner a Andrés a pescar pollos para el caldo es demasiado inconveniente, que hiciera mejor ir a dar de comer a las monturas, que así no pasaría por su cabeza ni un instante la sombra de ningún remordimiento.

—De acuerdo —contestó María, y siguió—: Justo entonces sus manos encontraron como asir al pollino, cómo si el pensamiento de la espada y la gloria le hubieran puesto en los puños sabiduría campesina. Acomodábale el lazo a este pollino y se disponía a agarrar el segundo para darle de comer, cuando la Carducha se le acercó, oliendo más a puerco que a dama:

»—Andrés, aquí mismo traigo una buena noticia. Mira, que me quiero casar contigo. Soy la única hija de mi madre, somos dueñas de este mesón y de muchas tierras de cultivo y de dos pares de casas. Soy doncella y soy rica.

Intervino Cervantes, fingiendo la voz de la Carducha:

—Verás qué vida nos damos.

—Andrés —siguió María— le contestó que esto era imposible, no sólo porque los gitanos sólo se casan únicamente entre gitanos —que en esto mentía—, sino porque…

Terminó la frase Cervantes: «Ya estoy apalabrado para casarme… Guárdela Dios por la merced que me quiere hacer, de quien yo no soy digno».

Siguió María la bailaora:

—La Carducha se enfureció por la respuesta tan inesperada del vil gitanillo, y echó a correr a esconderse en la habitación de su madre.

Andrés temió la venganza de la feúcha. No esperó que llegara la noche, cuando alrededor de la hoguera se juntan a bailar y conversar los gitanos, sino que de uno en uno fue corriendo la voz de que debían huirse cuanto antes. Los gitanos se apresuraron a cobrar sus fianzas esa misma tarde, y se fueron.

»La Carducha, viendo que se le iba el tesoro de su vida, puso entre los trebejos de Andrés unos ricos corales que le había dejado su abuela, y dos patenas de plata, entre otras cosas de valor, y cuando los gitanos iban saliendo del mesón, comenzó a dar de gritos.

Cervantes robó la palabra, para decir qué decía la Carducha:

—¡Me roban estos malditos! ¡Que me roban! Parece que los gitanos y las gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo, y la gana de hurtar y el hurtar son en ellos como accidentes inseparables, que no se quitan sino con la muerte.

Y siguió María:

—Corrieron a sus gritos la justicia y el pueblo. Pidieron a los gitanos dieran razón del reclamo de la Carducha. Todos negaron la acusación. La vieja que se hacía pasar por mi abuela temblaba, porque ella escondía los vestidos de Andrés, desoyendo sus consejos de nomás enterrarlos, y unos dijes míos —de los que ni yo misma tenía conocimiento— que no quería enseñar a nadie por ningún motivo. Pero la Carducha le quitó toda preocupación, porque apenas habían revisado a un gitano cuando ella dijo, señalando a Andrés:

»—Revisen a ése. Yo lo vi entrar a mi habitación dos veces.

»Encontraron las cosas que ahí había encontrado la misma Carducha. El alcalde, que estaba ahí presente, lo insultó a voz en cuello llamándolo ladrón y salteador de caminos. Un sobrino del alcalde, soldado bizarro, se sumó a los insultos de su tío, subiéndolos de tono y dándole un bofetón a Andrés que le recordó que él no era Andrés palafrenero, sino don Juan y caballero. Don Juan saltó sobre el soldado, le arrancó la espada y se la envainó en el cuerpo.

»No me extiendo describiendo el alboroto que esto causó. El alcalde hubiera querido ahorcar ahí mismo a Andrés, pero hubo de remitirlo a Murcia, encadenado de manos y pies, junto con todos los demás gitanos, que en bloque los hicieron presos. Entrando a Murcia, la corregidora pidió verme porque mi fama de buena bailarina, de sabia y de hermosa, me había precedido. Me apartaron, pues, junto con mi dicha abuela, y nos llevaron a verla. La corregidora me preguntó mi edad, mi abuela se la contestó, y ella dijo:

—La misma tendría mi Constanza —contestó Cervantes.

—Se deshacía en cariños a mi persona, tantos que —debo confesarlo— mi corazón se movía entre la ternura y la desconfianza, porque su cariño por mí me parecía exagerado. Me apegué a la ternura, ignorando la desconfianza, y le pedí piedad para mi Andrés. Le juré que él era todo en la vida menos un ladrón, y más le hubiera dicho si no me ahoga el llanto las palabras.

»Mis palabras movieron a la que no esperaba. La vieja que se decía mi abuela estalló en lágrimas. Pidió una promesa a la corregidora:

»—Voy a decirle algo que le alegrará el alma. Le pido perdón desde antes de decirlo, y le suplico que me prometa que no tomará venganza.

»—Se lo prometo.

»—Esta niña que usted ve aquí y que responde al nombre de Preciosa, es su Constanza.

»La vieja gitana le extendió un cofrecito, donde guardaba aquellos dijes que ya dije que yo no conocía.

»—Ábralo. ¿Reconoce esos colguijos?

»La corregidora estalló en llanto, y con los ojos inundados se arrojó sobre mí, abrazándome, y qué digo abrazándome, asiéndome convulsa, y llamándome «¡Hija, hija, hija!» —y que casi me asfixia, Miguel, pero eso no lo pongas—. En pocos minutos entendí lo que ocurría: la gitana me había robado de mi cuna, de esta casa precisamente. La corregidora era mi madre, yo era su Constanza. Le expliqué, apenas consiguió calmarse, quién era mi Andrés, don Juan, hijo de tal y tal, y que si no lo salvaban no me recuperarían, porque sin duda mi dolor estaba por dejarme sin vida.

»Hizo llamar al marido, mi padre, quien se congratuló, llamó al cura, llamó a Andrés, y nos hizo casar. Para este momento la Carducha había venido ya de su pueblo, arrepentida, imaginando que su venganza llevaría al hermoso Andrés a la horca, y había confesado toda su mentira. Ahí mismo nos casamos Andrés y yo, y vivimos muy felices.

»Lo que te cuento no es demasiado cierto. Aquí y allá me reconocerás, y acullá y en ese otro sitio te confundirás, sabiendo bien a bien que yo no puedo ser quien ha vivido de esa manera. Pero eso a ti no te importa, si yo no quiero contarte lo que conmigo aconteció en Granada, ni cómo de ahí hube de viajar a Almuñécar, donde presencié algo pavoroso con lo que no quiero aturdir tus oídos. Yo pago por mentirosa: mi vida quedará en el silencio. Me daré por bien pagada de saber que tú la contarás como yo te la he contado, que tal vez tú vas a escribir un día mi historia, de esta misma y mentirosa manera. La que viaje en esas páginas tuyas, seré yo, seré y no lo seré, que muy otra soy. Pero soy, vaya, uno es tan uno mismo en sus verdades como en sus mentiras, y mentira mía es ésta. Interrumpes cuando me caso con el bello hombre, y eso basta. Si yo me hubiera casado con él, ¿cómo te explicas verme aquí, viajando contigo en la mar océana, peleando contra los turcos, enterrando al hombre que yo amé, apoyando mi cabeza en el pecho de un enfermo de malaria? Pues digamos que ya los dos matrimoniados, y reintegrados a nuestras sendas casas cristianas, yo desgitanizada y él también desgitanizado de su temporal gitanización, sin la desgracia sin par que hubiera tenido que ocurrirnos para que yo descendiera a este predicamento, tú la acabas.

»Y certifico que la historia que yo te cuento de mi persona es la que yo te conté. Que llevo tantos días certificando en tu nombre, que bien puedo ahora hacer lo mismo con el mío.

Fin de la historia de la gitanilla.

La otra mano de Lepanto
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