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La alcaicería en casa

Una tarde, llegó a la casa de Yusuf la esposa de Farag, Halima, quien, además de ser cuñada de Yasmina, era su amiga desde la infancia. Tenía el temperamento contrario, el día se le iba en pensar en fiestas y divertimentos. Estaba, como siempre, visiblemente contenta, y venía a buscar a su Luna de día. Atrás de ella, sus criadas cargaban algunos bultos.

—¡Aaaa de la casa! —gritó Halima al entrar—. ¡Vengo por mi hijaaaa!

Todas reconocieron su voz. Yasmina fue la primera que salió corriendo a su encuentro.

—¡Halima! ¡Enhorabuena! ¿A qué la visita?

—Pasaba enfrente, acabo de encontrar unas prendas tan magníficas que tenía que decírtelo, y tengo que probárselas ahora mismo a mi Luna de día, porque esa mercancía va a volar, si no le quedan, mejor elegir otras cuanto antes, ¿está aquí, verdad?

—Aquí la tienes. ¿Quién las vende?

—En la alcaicería han abierto una nueva tienda. Tienes que ver la mercancía, te digo que no va a durar, sobre la calle de los Sederos, antes de llegar a la de Lineros…

Atrás de ella habló la única criada vieja, Casilda.

—Señora Halima, no es Lineros sino la calle de Hamiz Minaleyman.

—¿Cierto? Tú debes saberlo mucho mejor que yo, será en esa esquina entonces…

—¿O era al lado del Mercantil, donde venden marlotas, almaizares y el Chinchacairín? —dijo una de las criadas jóvenes.

—Yo digo que no, pero… tal vez —respondió la vieja Casilda, dudando.

—Halima, ¿cómo voy a dar con el sitio? Entre doscientas tiendas, en las que a menudo se venden sedas y paños, en esa que puedo llamar pequeña ciudad, con sus muchas callejas y diez puertas… ¿Cómo voy a encontrar la que dices? Dime algo más que me ayude a llegar. ¿O es que en realidad no quieres decirme, porque estás pensando en ir y comprarlo para ti todo?

—¡Todo! ¿Todo? ¡No tienes una idea de cuánta cosa vende ese hombre! Como si acabara de vaciar un barco completo de vestidos y telas, unas maravillas que vienen de Constantinopla, él dice… ¿Por qué me dices esto? ¿Estás enfadada por algo otro? ¿Cuándo me acuerdo yo bien del nombre de las calles? Y menos puedo con las de la alcaicería, que como tú bien dices es imposible. Mira, que sí te explico, voy a intentar: hazte de cuenta que llegas de aquí allá, apenas cruzando la cadena de hierro que impide entrar a los caballos, al lado de donde duermen los perros…

—¿Cuál puerta? ¿Yo enfadada? No; sé que eres un caso perdido. Y nada guardo en tu contra, cómo crees…

Yasmina abrazó a Halima, y ésta respondió con efusividad a su gesto.

Luna de día y Zaima aparecieron con María. Venían con las caras encendidas, y parecían no poder dejar de conversar, absortas en su plática y muy agitadas. En estos pocos días las tres se habían hecho inseparables amigas. No les eran suficientes ni los días con sus noches para decirse todo lo que tenían que decirse. Casi a diario dormían juntas, se bañaban juntas, se peinaban juntas, comían juntas excepto algunas excepciones, y sólo se separaban las unas de las otras para que María tomase sus lecciones —además de las de Yusuf, Zelda fue muy constante en darle las de leer y escribir, y María la bailaora muy aprovechada porque en muy poco lo hacía con cierta soltura—. Al encontrar a las dos amigas abrazadas, cada hija corrió hacia su mamá. Halima abrazó a su Luna de día y Yasmina a su Zaida. María quedó como una pieza suelta, mirando la escena. Cada hija tenía a su madre. María la bailaora no tenía ninguna. Yasmina, sin soltar a su Zaida, le tendió los brazos, diciéndole: «¡Ven acá!, ¡anda! Tú también eres mi chiquita; aunque hayas llegado hace poco, también eres mi hija, mi otra hija que el mundo me ha regalado. Eres mi Preciosa». Al terminar de decirlo, abrazaba ya también a María.

—Es verdad —agregó Zaida—, María, eres mi hermana, mi hermanita nueva, eres la «Preciosa» de todos nosotros —y a su vez abrazó a María.

Las criadas seguían cargando los bultos de Halima. La vieja Casilda habló, rompiendo el encanto del momento:

—Señora Halima, que se nos hace tarde, que el señor Farag quiere cenar temprano, ¿no le dijo?

—Ya nos vamos, si venimos por Luna de día.

—¿Que vienes a buscarme, me dicen? —preguntó Luna de día a Halima—. ¿A dónde me llevas, mamá?

—Quiero ver si te sientan unas camisas que te he comprado.

—¿No podríamos verlas aquí? Así, si no me queda una, le queda a Zaida, y si no le queda a Zaida, vemos si a María, o si no las cambiamos…

—¡Perfecta idea! Así no tengo que explicar lo que no puedo explicar, y si hay algo que cambiar enviamos a las chicas.

—¡Que se nos hace tarde! —insistió la criada vieja, pero ni quien quisiera oírla. Fatigada, se sentó en el piso, al lado de los bultos.

Un gesto de Halima bastó para que las otras criadas empezaran a desempacar todo género de telas y prendas de vestir. Alborotadas, las cinco mujeres comentaban cada artículo incansables; se probaba una esta prenda o la otra, entre todas criticaban, la aprobaban o la enviaban de vuelta, y las criadas fueron y vinieron una y otra vez a la alcaicería cambiando ésta o aquella, o trayendo bajo el brazo más que el mercader les daba a probar. Todavía faltaba por decidir algunas cosas; Luna de día ya se había decidido por tres camisas, unos zaragüeyes y un par de hermosos calzados, y Zaima y María también habían escogido, hasta Halima y Yasmina, sus sendas camisas hermosísimas, pero ya estaban fatigadas. Acordaron continuar por la mañana e ir las jovencitas juntas con las criadas para ver qué más tenía el mercader, regresarle unas prendas, inquirir por otras.

—Yo las acompaño —dijo Yasmina.

—Voy también contigo —contestó Halima, y agregó—: Y ya nos vamos, pero ahora mismo. Le prometí a tu tío —dijo a Zaida—, le dije que lo veríamos a cenar temprano. Quiere acostarse pronto, con esas reuniones de las madrugadas…

La criada Casilda dormía en el piso. Halima la despertó y ayudó a levantarse («Vamos, nana, ya nos vamos»), mientras las otras criadas jóvenes terminaban de hacer los bultos apresuradas para regresar a casa.

La otra mano de Lepanto
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