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Agí Morato, el amigo de Arnaut

Arnaut tenía un amigo muy cercano que se llamaba Agí Morato y era un moro muy rico, quien se hizo más amigo todavía de los bailes de María. Agí Morato tenía una hija, llamada legítimamente y como único nombre Zoraida, como habían renombrado a María. Zoraida era muy especial. Su mamá había muerto dándola a luz. El padre la adoraba, pero fuera de él no había quien la quisiera de veras, así fuera más hermosa que un sol, porque algo había en Zoraida extraño, se diría que hasta desagradable.

Zoraida tenía una pasión secreta. Se la confesó a María la bailaora una tarde que los hombres se enfrascaron en su diálogo, en uno de sus muy hermosos jardines. María había terminado uno de sus bailes. Agí y Arnaut discutían acerca de unos turcos que entraron a otro de los cármenes a robar fruta que todavía no estaba madura. Los moros de Argel detestan a los turcos, los más de estos soldados sin rango que, sin llegar a los actos detestables de sus pares cristianos en la Andalucía, cometen groseros atropellos, confiados del poder que su nación otomana les confiere en todos los territorios del norte de África.

Mientras los dos hombres, Arnaut y Agí Morato, parlaban sobre el asunto turco, las dos Zoraidas —la del nombre impuesto y la así llamada desde el nacimiento— comían unos deliciosos dulces que hacen los moros con almendras, huevos y azúcar. A su vera, Andrés y Carlos comían también: Carlos tomando de a tres en tres y metiéndoselos a velocidad prodigiosa por la boca; Andrés, en cambio, había perdido casi por completo el apetito, chupeteaba el mismo desde que se habían sentado, y no veía la hora de dejar el lugar, detestaba estas pausas entre canciones. Lo hacían sentir peor que nunca. Atrapado en la espera, no podía caminar, distraerse ni despegar los ojos de su detestable amada María.

Zoraida, la hija de Agí Morato, ignorando a Andrés y a Carlos como si no existieran, y sabiendo que su padre no le ponía ninguna atención, le dijo en voz queda a María:

—Tengo un secreto que confiarte. ¿Puedes guardarlo?

—Dicen que para eso somos buenos los gitanos. Puedes confiarles el secreto que quieras, que los suyos serán lápidas antes que labios.

—Es un secreto que si lo cuentas me cortan el cuello.

—Dímelo —dijo María, sólo por decir, sin demasiada insistencia, algo aburrida, también ella impaciente como Andrés por salir a buscar monedas, que sus días argelinos le habían abierto la codicia.

—¿Te lo digo?

«¡Qué fastidio de chica!», pensó para sí María, pero se guardó su comentario y la vio con esa cara que había aprendido a poner en Argel, que se leía como «soy la más linda de todas, la más buena y aquí estoy para servirle a usted».

Andrés detestaba esa cara, así que cuando María la puso, Andrés casi escupe el pequeño bocado que andaba vagando de un lado al otro de su boca.

—¡María! —le dijo.

—¿Quéeeee? —le contestó María, con expresión zalamera, como la de su cara.

—¡Que ahí la pusiste otra vez! ¡Quítatela! ¡Te ves espantosa!

—María nunca je ve espantoja —dijo Carlos, hablando muy malamente por no tener lugar más que para dulces en la lengua.

Zoraida la mora se levantó y jaló a la otra Zoraida, nuestra María, hacia un rincón. La interrupción de los jovencitos la había puesto nerviosa, ¿qué tal que la oían, ahora que iba a confiar su gran secreto?

Ya en el rincón, dijo a María rápidamente y de sopetón:

—De niña tuve una nana cristiana, que se ocupó de mí cuando murió mi mamá. Ella me enseñó a adorar a la Virgen María, la nana Moraita. Ésa es mi pasión.

«¡Joder!», pensó para sí María, «¡pero sí que es fastidiosa esta niña! ¡Salir con ésta!». Todas las del convento, criadas, esclavas, monjas, hermanas, todas decían profesarle esta pasión a la Virgen. Le contestó:

—No tienes de qué preocuparte, que en Granada eso es lo más normal. Yo viví en un lugar que se llama convento, donde todas las que hay ahí adoran a la Virgen y no lo toman por secreto.

María la bailaora dejó a Zoraida cavilando en su rincón y fue por sus dos amigos para reiniciar el baile que nadie les había solicitado. Con él quería dar por concluida su visita y correr hacia donde alguien le rellenara de monedas el bolsillo.

Fin del pasaje en casa de Agí Morato.

La otra mano de Lepanto
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