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De cómo el aguador cuenta a María la bailaora los chismes y bajezas que corren sobre el tal Cervantes. De lo que el aguador no le dijo, ni nunca dirá

—Debes saber, bonita, que ése que ahí duerme la malaria se llama Miguel; aquéllos que ves ahí son sus amigos, son todos poetas.

María giró la cabeza para ver a los dichos, pero no pudo identificar al grupo.

—También anda por ahí su hermano, o eso dice ser un tal Rodrigo —el carota volvió a señalar, María volvió a intentar ver, otra vez sin suerte—. Parece que ahora mismo ya no están donde andaban, vaya Dios a saber dónde cayeron. Brincaron a la Marquesa apenas terminó el combate, anduvieron aquí husmeando como perros sin dueño, parece que ya se echaron a volar. Andan de galera en galera preguntando por sus amigos y enemigos (de los segundos tienen más). Hablan como papagayos, de lo que algunos de ellos visten.

»Yo te voy a decir lo que oí, nada me consta, te lo paso al costo. Lo oí de los poetas, que ya ves tú que son tan maledicentes y se odian entre ellos tanto que es muy de ver. Los poetas sólo andan entre poetas y todos entre sí se detestan, ¿que para qué andan juntos?, ¿que por qué se detestan? ¡Porque son poetas!

»Todos, por cierto, maletes, malillos o peores, te lo digo, y todos pobretones como buenos poetas. ¡Mejor ni acercárseles!

»El que está aquí bajo la crujía, el que te digo que se llama Miguel, nació en la judería de Henares, o eso dicen sus pares, yo nomás repito. El padre —sordo, dicen, dicen— es cirujano, más malo que el peor barbero, sus sangrías no las procura ni el muerto de hambre. Son pobres, los Cervantes. El padre de Miguel va tres veces que da en la cárcel por no pagar sus deudas. De una ciudad a la otra ha ido llevando infortunios y esperanzas, viajero a la fuerza, siempre sin suerte. Pasaron la vida como gitanos, yendo de una ciudad a la otra. Pesa haber nacido en barrio judío si eres pobre, y lo son. Las hermanas son muy famosas, puedo decirte que muy queridas, de varios queridas

Cuando entonó de manera peculiar, sardónica, la palabra «queridas», el de la carota se rió. La boca era inmensa también, los gordos labios escondían enormes dientes grisáceos. Olía en grande. Luego de reír, por suerte la cerró y volvió a acercar la cara al oído de María, diciéndole:

—Las llaman las Cervantas, las dos se ganan la vida queriendo a quien les dé regalos costosos o monedas buenas. Las dos tienen queveres con los dos hijos del gran Portocarrero, Alonso y Pedro, ¡bonito grupo, hermanos y hermanas; cosa de familia! Los poetas andan diciendo que Andrea, que es la mayor, que tiene una hija que es Constanza, van dos veces que consigue de sus amigos, o queridos o como quieras llamarles, reparaciones financieras legales a cambio de promesas incumplidas de matrimonio. No sé si me entiendas. Ha conseguido que le paguen plata por hacerle una hija y compartir placeres. Dicen que es muy encantadora, como Miguel, y que algo tiene de hermosa. La otra hermana se llama Magdalena, es tierna, tendrá dieciséis añicos, pero ya sigue los pasos.

»Luego oí decir que este Miguel dejó España porque se batió en duelo con un tal Sigura, que es albañil, y lo hirió, aunque no de gravedad, y le sentenciaron culpable, condenándolo a perder la mano derecha y a vivir fuera de su tierra diez años. Para que un alguacil vaya a prender a Miguel de Cervantes. Secretario Pradera. Crimen… A vos, Juan de Medina, nuestro alguacil —yo te digo, niña, exactas las palabras de quien me dijo haber leído dicho documento—, salud y gracia. Sépades que por los alcaldes de nuestra casa y corte se ha procedido y procedió en Rebeldía con un Miguel de Cervantes, ausente, sobre Razón de haber dado ciertas heridas en esta corte a Antonio de Sigura, andante en esta corte, sobre lo cual el dicho Miguel de Cervantes, por los dichos nuestros alcaldes, fue condenado a que con vergüenza pública le fuese cortada la mano derecha y en destierro de nuestros reinos por tiempo de diez años y en otras penas contenidas en dicha sentencia; y para que lo en ella contenido haya efecto. Dice el hombre que esto leyó que a estas palabras seguían otras que han quedado desde el momento en que fueron dichas borradas, sabrá de qué lo acusarían que tanto lo castigaron. ¿Por herir a un albañil? ¿Estaban en los patios de la Corte? ¿Hay en el centro de este lío, no faldas, sino pantalones haciendo de faldas, que por esa razón sí se cortan manos? ¡Y si a mí me preguntan: otras cosas deberían cortarse! Por esta sentencia salió Miguel de Cervantes huyendo.

—Pero la mano que tiene maltrecha es la izquierda —dijo María, que aunque ya demasiado impaciente por volver a su refugio no había podido contenerse la observación.

—Los poetas no lo saben, que no lo han visto. Yo te digo lo que dijeron. También vi lo que tú ves. Tú me dirás. De esto hay algo más que puedo decirte, que no me consta, que oí de oídas, y que oí de oídas de otro que lo había oído de oídas. Es una historia que te paso al costo:

La otra mano de Lepanto
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