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Vuelta a la carta del Carriazo
Doy fe de que esto de Ruf es verdad. Y confieso que aunque doy fe de la más pura, lo que vi fue que el maltés salió corriendo, lo demás lo sé de oídas; lo mismo que en venganza por haber arrojado fuera la granada de fuego, un turco tomó a Ruf del cuello, lo hundió en esa goma negra y pegajosa que usan ellos para hacer bombas, y que desde que terminó la batalla lo están limpiando, sin saber si podrán o si el perro morirá.
Ahora cambiemos de perro, vayámonos a otro hueso:
Bajo mis pies —que trepado estaba— vi la pelea de los turcos y los cristianos. Los más seguían lo que yo llamaré «mi» estilo: se repegaban los unos a los otros para cuidarse las espaldas; haciéndose parecidos a monstruos de cuatro o seis caras peleaban todos juntos, como si hacer bulto les ayudara a esquivar la muerte. Los de este estilo no avanzaban ni un palmo, pero queriéndolo o no eran defensoras murallas, no dejando a los turcos avanzar tampoco un céntimo de espacio. Unos cuantos tenían un estilo diferente, cada uno a su manera. Dejo de lado el de don Juan de Austria, porque te lo guardo para cuando estemos juntos. ¡Te lo voy a imitar y te vas a desternillar! Entre estos estilos diferentes, el más notable era el del soldado delgadito y pequeño que te he mencionado, el ducho en el pincel, el que acompañó en la gallarda a don Juan de Austria. Empuñaba una muy hermosa espada andaluza, la manejaba con una maestría que todavía al recordarla me quita el aliento. No tenía miedo de nada y no daba paso atrás. Parecía sentirse inmortal —también don Juan de Austria, pero ése es de otra naturaleza y, muy entre nosotros, algo ridículo, porque siempre hay dos o tres a su lado para sacarlo de los muchos aprietos en que lo enrosca su vanidad y engreimiento—. El delgadito Pincel iba cortando turcos como el que cosecha frutos o flores, parecía hacerlo con facilidad memorable. Había llegado por sus artes hasta el puente de la popa, destruyendo el anillo humano que protegía a Aalí Pashá, quien se había tenido que desplazar unos pasos a estribor arrinconado sobre uno de los bancos de los galeotes, sin jamás separarse de su arco, que debes saber se dice que no ha habido arquero superior a él. El delgadito, el mago de la espada, parado en la popa de la Sultana dando la espalda al mar, era el matadero principal de los turcos. A su derecha, por donde había conseguido romper el cerco, se agolpaban bolas de los nuestros, de los que peleaban apelmazados. El delgadito nos había abierto el camino en el cuerpo del ejército enemigo y la marea de la batalla nos empujaba adentro. Ya actuábamos como los ganadores, nuestras fuerzas se habían crecido. ¡Era muy de ver! ¡La victoria era nuestra!
En esto, uno de los enemigos se le echó encima a nuestro delgadito llamándolo en castellano: «¡María!, ¡a mí no me engañas, bailaora, María la bailaora!». Estas palabras detuvieron al valiente delgadito, asiéndolo, dejándolo inmóvil, atándolo con cadenas. Ningún gigantón turco había causado lo que estas palabras cristianas. Llevaba no sé cuánto tiempo blandiendo su espada a diestra, a siniestra, arriba, abajo, sin que nada la detuviera, y nomás oír el «A mí no me engañas» le hizo poner el arma contra el piso. Así, con la punta de su espada baja, el delgadito le contestó con una sola palabra: «¡Baltazar!», y el llamado Baltazar se le echó encima, lo cogió de las ropas, lo bajó del barandal, le arrancó de un manotazo la red metálica que lo protegía y con otro menos bestial la camisa desnudándole el pecho y mostrándolo, exhibiéndolo mujer: el delgadito, el ducho con la espada es una mujer. Al tiempo que Baltazar hacía esto, otros de los suyos reatacaron envalentonados, cortando el río de hombres que el llamado «María» había empujado hacia ellos y ahorcando a un grupo con su ataque, dejándolos aislados del resto de los nuestros. Los así atrapados entre los turcos reaccionaron con energía para salvarse, peleaban hasta con los dientes. Entre ellos, don Jerónimo Aguilar (que —en honor a la verdad— era uno de los de bulto, uno de los cobardes filiales míos), ardido como los otros que lo rodeaban de valentía súbita, convertido de pronto en una fiera, se aventó con dos enormes zancadillas sobre el dicho Baltazar, que en ese instante levantaba la mano con que sostenía el puñal para tomar vuelo y clavárselo al recién desnudado «María la bailaora». Antes de que su mano, y con ella su puñal, cayeran sobre el delgadito Pincel o María, don Jerónimo dio con la punta de su arcabuz en el medio de las dos espaldas de Baltazar, conteniéndolo, y lo ensartó hondo, dejando a Baltazar herido, para mí que de muerte. De inmediato, una flecha turca, tal vez del mismo Aalí Pashá, dio precisa en el hombro del dicho don Jerónimo. Resumo: que el dicho Baltazar estaba por clavarle un puñal a la desnuda María la bailaora, cuando don Jerónimo Aguilar lo hirió muy malamente, apenas lo cual cayó una flecha sobre este último, haciéndolo caer herido. ¡Caían como moscas, los hombres, y yo mirándolos desde mi balcón de palo por un momento me sentí como un dios terrible, de los antiguos, de aquellos que andan regalando maldiciones sin ton ni son!
En el centro de la escena que te he descrito, entre los dos cadáveres, el llamado María la bailaora, desprovisto de camisa, todavía con la punta de la espada tocando el piso, exhibía sus dos de hembra (unas tetas bien plantadas, te diré, Avendaño, que muy magníficas), continuaba paralizado, encadenado como he dicho. De pronto, con sumo cuidado y ternura, se agachó a ver el estado de don Jerónimo Aguilar, se levantó y volvió a dar muestras de estar ahí clavada.
Como si necesitaran asegurarse de que el guerrero menudo y pequeño que tantas bajas les había causado era una mujer, los turcos se le acercaban a verla, olvidados por momentos de la batalla. Uno de ellos chilló —aclaro que en su lengua, pero uno de los nuestros, que bien conocía el alárabe, le hacía eco, repitiéndonos en comprensible lo que le decía:
Tú has jugado con mi vida,
y te has burlado de mí a lo lindo.
Ahora te llevas mi corazón entre tus dientes,
como si en la boca tuvieses hojas de cuchillos,
y has hecho, ¡oh cruel!, de mi dolor tu prisionero,
encerrándolo en tu honda garganta.
¡Tu cuello es un cuello de gacela,
eres más fresca que una flor o una niña,
tienes el aire de un muchacho,
pero eres toda una mujer!
Y apenas oír decir estos —que supongo versos de alguno de sus poetas pervertidos—, María salió de su atolondramiento, medio desnuda como estaba blandió la espada furiosa, atacó fiera y los turcos que tenía cerca echaron a correr seguidos de un buen puño de los suyos llevando en los tobillos a muchos de los nuestros. Alguno se aventó a la mar, los más fueron pasados a cuchillo. Y en lo de cuchillo, no era de uno a uno, que los más fueron repetidas veces acuchillados. Poco tiempo duró la lucha de la mujer sin ropas, que ya no contaba con enemigos que batir. Viéndose libre de contrincantes, se hincó en el piso al lado del cuerpo de su amigo, se sacó el casco de la cabeza y la boinica que traía bajo él; una bella cabellera brillante y tupida, aunque no muy larga, cayó sobre su hermoso rostro, se tapó los dos pechos poniendo sobre ellos sus brazos en cruz, y aguardó en esa posición suplicando trajeran auxilio para el que la flecha había herido cuando la salvó del puñal de Baltazar, don Jerónimo Aguilar.
Mientras ocurría esta escena, fue evidente que la Sultana estaba ya bajo nuestro completo dominio. Aalí Pashá había caído con una bala de arcabuz en la frente. Los ánimos del enemigo habían quedado desinflados por la muerte de su generalísimo y la humillación de saber tantos de los suyos vencidos por la genial espada de una mujer guerrera. Los galeotes esclavos fueron liberados por los nuestros; ebrios de gusto de verse libres, se apresuraban a violentar con nuestros soldados la que había sido su prisión. Un esclavo de Málaga se apoderó de Aalí Pashá. Pero eso es lo que unos cuentan, que otros dicen muy otro, y aquí, me temo, tengo que hacer una pausa, para dar cabida a: