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Vuelta al cuerpo de la carta de Avendaño
María la bailaora —que así se llama el menudo delgadito espadachín, el valeroso, el de la danza gallarda y el pincel; la soldadesca se hacía lenguas, pues la había reconocido— continuaba hincada en el puente de la proa de la Sultana, tapándose discreta el torso desnudo y pidiendo a voces algún auxilio médico para su defensor, el sacrificado don Jerónimo Aguilar.
Nuestro generalísimo había pasado a la Sultana para presenciar la solemne ceremonia acompañada de música en la que sus hombres bajaron el pendón con el Alá escrito 28.500 veces en letras de oro e hizo se levantara en su sitio el papal. La enseña personal de Aalí Pashá quedó colgando para dar mejor prueba de nuestra victoria. María la bailaora permaneció hincada cuanto duró esta ceremonia, vestido el pecho sólo con sus propios brazos. Durante el subir y bajar de banderas dejó de implorar auxilio, pero apenas terminaron volvió a lo suyo, a pedir le trajeran un médico a su amado don Jerónimo Aguilar que a su lado se desangraba. Don Juan de Austria le prestó atención: hizo le llevaran camisa buena para cubrirse, hizo venir al mismísimo Dionisio Daza Chacón, su médico personal, el mejor de España para remediar heridas de guerra y enfermedades serias, para atender al hombre que le había salvado la vida al Pincel y espadachina, e hizo llamar a la mujer aparte.
(¿Recuerdas a Daza Chacón? Aquel que escribió: «El buen médico ha de ser viejo, experimentado, de buena estimativa y de buen seso… docto en práctica y en teoría, y reposado; no jugador, ni putañero; y no interesal; sino que su principal intento sea curar al doliente; y no sacarle los dineros… ha de tener renta o salario para poderse mantener honradamente y para curar los pobres de balde, que ha de ser obligación… no codicioso, ni malicioso, ni murmurador, ni mentiroso, ni vicioso, ni hipócrita. Ha de ser dado a su estudio y no a vicios… ha de andar siempre limpio y bien ataviado y aun oloroso porque alegre al paciente». Y aquí me he largado con esta interrupción. Digo, ¿te acuerdas? ¿Las risas que hacíamos de estos pasajes? No sé por qué conservaba yo éste entre los muchos papeles que me habían pertenecido en mi estancia anterior en Salamanca, cuando creía yo que iba estudiando medicina, porque mi padre decía que me haría rico. Y a ese mismo honorable médico fui a encontrar. Pero déjame dejarme de memorias y correr retornando a lo que estábamos).
Pasaron a la Real. Yo brinqué a cubierta. Ya éramos dueños únicos de la nave del Gran Turco. Estaba también muy bellamente adornada, aunque no tan exquisita y refinada como nuestra Real, que es verdaderamente como un libro de horas, sólo que con motivos latinos. Un libro abierto, en tablones, lleno de hermosas figuras, navegando en el mar, ilustrando todas las virtudes que debe tener un guerrero y un cristiano, esto sin usar imágenes bíblicas sino sólo a Diana y el can, a Neptuno, Mercurio, con un dedo en la boca y unos Jasones muy peculiares, aquí luchando contra un dragón, allá contra un toro.
Encontramos en la cámara de Aalí Pashá, muy cosa de ver, recamada por completo en nácares, oros, marfiles, piedras preciosas, bordados refinadísimos. Había un olor intenso a no sé qué hedentina que los turcos tienen en muy alto aprecio. El olor éste que te digo hizo salir por piernas a nuestros soldados, asiendo lo que habían podido tomar a las prisas sus brazos, dándose por muy bien pagados, que eran tantas las joyas que parecía mina del rey Salomón o cueva de Moctezuma. Salieron, te digo. A mí, no sé por qué, la hedentina me excitaba la curiosidad al tiempo que no dejaba de repugnarme y me puse a husmear. Bajo el lecho del Pashá, que habían ya pelado los codiciosos soldados nuestros, vi un tablón que no hacía juego con su vecino. Tenía una hendedura como para meterle dos dedos y se los metí. La alcé y encontré un arcón cargado de doblones de oro. Era la fortuna personal de Aalí Pashá, su capital acumulado durante décadas que no quiso dejar en Constantinopla temiendo caprichos y arbitrariedades de Selim y que creyó más a salvo bajo su propio lecho. ¡Qué poco sabemos de la vida los hombres y de cómo protegernos! Más propio sería decir: «Nadie sabe para quién trabaja», porque cómo iba a imaginar el Pashá que tu servidor, el que esto escribe, iba a dar con tal hallazgo.
Tuve que compartir el descubrimiento con otros dos bribones para encontrarle salida. No hemos dado cuenta de esto a nuestros capitanes ni a otras personas. Los tres nos hemos dividido el tesoro, lo traemos pegado a las carnes. Ideamos cómo portarlo con nosotros en la cámara misma de Selim. ¡No sabes tú lo gordo que me he puesto de pronto, forrado de telas y cueros y cuanta cosa te imagines, todos ellos vueltos bolsas de monedas, joyas, contenedores de espléndidas riquezas!
Lo que sigue será sobornar astutos y si tengo suerte conseguiré eludir las vigilancias y llevarme conmigo a casa la fortuna del descabezado Aalí Pashá. Atarazanado estoy, como bien ves, forrado de una fortuna…
¿Quién eres tú para darme honores?, pero quiero dejarte muy claro que cuando brinqué a la nave enemiga yo no iba «Por atún a ver al duque», como dicen del que hace alguna cosa con dos fines. Yo no sabía del tesoro que encontraríamos. Pasé a la galera de Aalí Pashá porque no había qué otra cosa hacer sino defender a mi gente y defenderme —y en parte, como ya te confesé, porque atrás de mí venían otros turcos comiéndonos los talones—. Y mayormente por este deseo, casi le diría yo instintivo, irracional, exaltado e incontenible del hombre de guerra, que en el ardor de la batalla no puede retener el deseo de defender con el riesgo de su propia vida a su generalísimo.
En cuanto al tesoro encontrado, me doy por bien pagado.
Cuando salimos a cubierta reforrados del oro turco, habiendo puesto algunas monedillas en la mano de éste y el bolsillo de aquél —incluido a un sacerdote que pasó por casualidad cuando estábamos untándonos de lo lindo (quien dicho sea de paso no se me ha despegado de los talones, tal vez cree que soy como aquella ave que cuentan que ponía huevos de oro)—, ya se habían ido los hombres del marqués de Santa Cruz, y el puente que se había formado con las galeras unidas estaba destruido, los capitanes habían hecho lo pertinente para separar las unas de las otras, para hacerlas de nueva cuenta móviles, que todas hechas una no había cómo menearlas un ápice, ni el mar parece moverlas. Sin querer queriendo —pero muy presa del ansia que me decía dejarla, que temía ser agarrado con las manos apenas saliendo de la masa— brinqué a la primera embarcación que pude. A ella acababa de subir la bella guerrera, de nuevo vestida de varón. Sujetaba la mano de su herido amante, don Jerónimo Aguilar, muy encamillado y más inmóvil que un tronco en tierra. Ahí explicaron que don Juan de Austria quería recibir en la Real a la valiente guerrera con don Jerónimo —o lo que restaba de él, que a mis ojos no era mucho—, pero Daza Chacón explicó que el herido tenía que reposar en alguna galera donde pudiera encontrar silencio completo. Que como los hijos de Aalí Pashá se habían instalado en la carroza de la Real, al lado de la cámara de don Juan de Austria, donde hasta entonces había dormido su secretario Juan de Soto, y que como en la otra punta de la nave habían comenzado los carpinteros de inmediato las reparaciones —la Sultana se le había encajado hasta el cuarto remo, debían sellarle las heridas para asegurar un buen retorno, protegida lo más de los caprichos mediterráneos; también le retornaría el espolón a su sitio para regresarle su belleza y dignidad— y que el ruido de los carpinteros no iba a ser poco, y alteraría el descanso que pedía el delicado estado de don Jerónimo, los enviaban a otra embarcación. Eso dijeron cuando subí a la barquilla que nos transportaba a otra que no fuera la Real, pero la habladuría que corrió fue que así se hacía porque no podía viajar mujer en la del Austria, que era inaceptable, que esta era la Santa Liga, que etcétera.
En esta navecilla venían junto con don Jerónimo otros heridos y un médico jovenzuelo y con cara de embaucador del que no puedo citarte libro alguno, porque el mozo no había tenido tiempo ni de leerlos. De él sólo puedo decirte que venía cargado de extractores de balas, jeringuillas, enemas, pesas de balanza, morteros de bronce, un pedestal de balanza, un alicate, algunos frascos de medicinas. Si atendemos al número, lo que más había en esa pequeña liburnia eran gallinas vivas, complemento imprescindible de los tratamientos médicos, todas a la espera de ser abiertas para dar albergue en sus entrañas al muñón de algún herido. Daza Chacón recomienda desta manera cerrar los miembros mutilados, y así evita las infecciones y dicen las víctimas que hace más soportable el dolor. En cada vientre de esas cluecas se refugiaría lo que resta de una pierna, de un brazo. No vuelvo a esto, porque repugna.
El médico jovenzuelo que te he dicho veía a la María la bailaora con una cara que uno se veía obligado a pensar en su maestro, el médico Dionisio Daza Chacón, cuando escribe sobre los que son enamoradizos: «Otros hay enamoradicos, que en cualquier cosa que van a curar se enamoran, teniendo deshonestos pensamientos. Estos merecen por lo menos ser privados perpetuamente». Éste bien que lo ameritaba, y yo diría que unas dos veces.
Así fuéramos hacia la entrada del golfo de Lepanto, no nos regresábamos a la valerosa retaguardia del marqués de la Cruz, sino a las del perezoso Doria —¡veneciano despreciable!, si todos los de ahí fueran como él, nunca hubiera pasado de ser un mercaducho de cuentas de vidrio—, quien toda la batalla se comportó no como un hombre de guerra, sino como un negociante que hace cuanto puede por defender su mercancía, que para él esto eran las galeras y los esclavos que traía como galeotes.
Es de sobra conocido que no era ésta la primera vez que Doria se comportó cobardemente, guardando sus galeras de luchar como el que cuida su bolso en la plaza llena cuando hay lidia. Lo había hecho en Malta, fue una de las vergüenzas de la cristiandad, que en lugar de pelear iba Doria cuidando que nadie raspara siquiera una sola de las tablas de sus naves. La de cosas que he oído contar de Doria, amigo, más de las que tú quieres oír y de las que yo hubiera querido escuchar. Como tanto se le desprecia, le cargan a su fama lazos y adornos de infamia. Lo que consta que es cierto es que sus galeras se mantienen bajo asiento, y esto no quiere decir sentadas como tú y yo nos asentaríamos frente a la mesa y el juego si no nos anduvieran jalando para aquí y para allá nuestros respectivos padres. Asiento se llama el contrato de arriendo, que Doria tiene más de una docena de galeras rentadas a la Corona, de lo que obtiene no demasiadas monedas —¡aunque más de las que tú has jamás visto!—, pero sí una jugosa cantidad de beneficios, como licencia para exportar trigo de Sicilia (sólo esto lo ha enriquecido), para confeccionar bizcocho a expensas del Rey, y para hacerse de galeotes donde le venga en gana. Participó en la revuelta de Córcega, y su actuación en Gerba fue también deshonrosa; a las dos fue como vino a Lepanto, a cuidar sus tablas. Aquí trae cuarenta y ocho galeras, algunas propias y otras de nobles genoveses. Doria, hijo de un hombre importante, que conoce a Felipe II desde que eran niños.