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Sigue la carta dicha

Hacia allá nos llevaban, y entonces yo me preguntaba si era para guardar a los heridos al lado de los inmóviles perezosos, o si para llevar refuerzos y avivar esa escuadra, pero esta segunda conjetura mía era tan errada como la primera, porque la batalla estaba muy acabada ya, y si me la hice fue porque en la barquilla hospital oí de la gente que venía en una ligera liburnia que se nos acercó a pedir y dar noticias, que el Uchalí había atacado arteramente a una de Malta mientras se daba a la fuga.

Y ahora sé que mientras nos llevaban hacia las de Doria, Scirocco casi vencía a los venecianos. Seis galeras de esa llamada República habían sido ya hundidas, Barbarigo había caído, dejándole el mando a Federigo Nani, y la victoria se inclinaba hacia los turcos, cuando, tal vez envalentonados por lo que pasaba en el centro de la armada, los galeotes cristianos se amotinaron: bien coordinados saltaron todos a una, tomaron por sorpresa a los turcos, les arrebataron sus armas por la espalda, y en la revuelta quitaron a Scirocco la vida.

El desorden era total. Los galeotes venecianos —convictos, algunos deudores, otros herejes, aquel judío, o ladrón o pervertido—, que habían sido liberados de sus cadenas por sus amos para que auxiliasen a la lucha, se dieron a la fuga brincando a las aguas rojas y muy bajas de la costa albania y, cargados de las armas de que habían sido provistos, se hicieron ojo de hormiga en las montañas para recomenzar su vida como bandidos.

Mientras tanto, algún veneciano reconoció el cadáver de Scirocco flotando en la mar roja por las ropas excelentes que vestía, lo subieron de nueva cuenta, le cortaron la cabeza, y otra vez lo de la pica, que llenó a todos de exaltación e hizo ver al resto de la flota que el brazo veneciano había vencido.

Nosotros navegábamos, entonces, hacia las de Doria —ahora es sabido que al enviar ahí enfermos don Juan de Austria le hacía una señal a Doria: «Tus galeras sirven más de hospitales que de barcos de guerra»—, cuando vimos una hermosa galera turca muy bien aderezada que navegaba como si estuviera perdida. La alcanzó la Capitana del comendador mayor. Era la nave de los hijos del bajá Aalí Pashá, Mahamet Bey y Sain Bey, dos niños que el padre había traído consigo dizque para enseñarles el arte de la guerra —pero yo me sospecho que por lo mismo que había portado sus doblones, para protegerlos de la posible cólera de Selim—. Buscaban desorientados a su padre.

Una de las naves del marqués Santa Cruz la atajó. Los turcos opusieron resistencia ejemplar, causando numerosas bajas e hiriendo a don Juan Mejía con una flecha en el pecho. Por fin pudieron entrar en ella los españoles, al frente don Alejandro Torrellas y gente principal de Cataluña y Valencia, que terminaron por hacer suya la galera de los hijos de Pashá. Me han contado que de inmediato fueron presentados en la Real a don Juan de Austria, que los dos niños lloraban, y digo poco, que aullaban, porque al abordar la Real habían alcanzado a ver en la vecina Sultana la cabeza del padre clavada en la pica del malagueño que seguía zarandeándola, envanecido. En momentos, y de manera inexplicable, el mundo se les había venido abajo.

Nosotros seguíamos hacia las de Doria y pronto nos vimos entre ellas, replegadas todavía como las había ordenado su muy cobarde capitán. Elegimos para desembarcarnos una que requería urgente servicio de los médicos; Uchalí la había lastimado fuertemente en su fuga, cañoneándola y arcabuceándola a su paso, manifestando no haber olvidado las rencillas personales contra Doria, dejándole un regalo de muerte, ya que tiempo no había tenido para hundirle naves, que es lo que más hubiera querido, conociendo que eso era el mayor dolor para el mercachifle. Había muchos heridos, y muertos más de tres decenas. La nave se llamaba La Marquesa. El acomodo de nuestros heridos llevó poco tiempo. El médico jovencillo procedió a operar a éste y a aquél. Don Jerónimo Aguilar fue una de sus víctimas. Lo sacaron de la no corta sesión ya con más aspecto de cadáver que de persona, pero alcanzó a murmurar: «Ya se verá si me reúno este año con Santiago o no», y pasó a mejor vida.

¡Cómo se le abrazó entonces la guerrera varona! ¡La de lágrimas que derramó, las palabras dulces que le dijo! Aquí entre tú y yo, si ni por un momento me pasó por la cabeza pasarle siquiera un doblón a los hijos chillones de Aalí Pashá, sí que pensé en darle algunos a la bella, pidiéndole, como puedes imaginar, que a cambio me dejara volver a verla sin ropas, como Dios la trajo al mundo, hecha hermosa.

Y aquí tengo en el hombro al cura ése que te cuento que se me quedó repegado luego de que le unté con una moneda, un vejete medio ciego y muy empeñoso, que cuando yo aún no cierro el ojo ha terminado ya de dormir, y viendo que soy el único otro despierto en la galera, se ha venido a sentar a mi lado —lo primero fue preguntarme qué hago y yo contestarle: «Escribo una carta donde hago una relación de esta batalla, santo padre»—, me insiste añada en mi relación ciertas señas de milagro. ¡Para milagros estoy yo! Pero ya que él las dicta, y que es el papel tan abundante y bueno, y la pluma y la tinta excelentes, y que no me dejará poner mi atención en otra cosa hasta que yo le obedezca, porque insiste que más parece chinche que cura, me apresto.

—Dígame padre, estoy listo:

La otra mano de Lepanto
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