6
De vuelta con María en el convento, entre las zarzas
A punta de cantarazos fieros, María sale del pozo de zarzas, camina sobre las ramas rotas. Carga de nuevo su cántaro bajo el brazo, acomodado en la cintura, sostenido con su cadera. Unos pocos pasos adelante, María se encuentra con un caballo. No es ninguno de los que el padre de María había preparado meses atrás para vender, éste tiene una montura finísima, es un caballo de rico. María pasa la mano por el cuello del hermoso animal: está cubierto de sudor aún tibio. Alguien acaba de descabalgarlo. María pone la mano bajo sus belfos: el caballo respira agitado. Está perfectamente ensillado, listo para partir de nuevo. ¿Llevando a quién? ¿Qué monjas cabalgan por las noches, disfrazadas de qué? ¿Son bandoleras, amigas de los monfíes, o son persecutoras de monfíes, salen de noche a limpiar de ellos los caminos? Los monfíes y salteadores, de quienes ha oído decir que «salían a saltear de noche, mataban los hombres, desollábanles las caras, sacábanles los corazones por las espaldas, y despedazábanlos miembro a miembro; hacían cautivos a mujeres y a niños dentro y fuera de los muros de la ciudad, y los llevaban a vender a Berbería». ¿De quién es este hermoso animal? María sabe, y de sobra, que el convento no los tiene, que las religiosas no quieren monturas. Le han dicho mil veces que nada hay más inapropiado para una virgen que treparse a la silla de un caballo. Esto es lo que ha oído María, que tanto los extraña; toda su vida hubo caballo o pollino o asno cerca de ella, el padre los preparaba con cuidado antes de mercarlos. Desde muy pequeña, el padre la entrenó para montar, era una jineta experta. Pero aquí en el convento, ningún montar, qué va. ¡Encierro de vírgenes! Aunque, claro, están las viudas. La misma madre superiora es viuda, joven y viuda. El convento fue fundado para recibir viudas, y sigue la tradición de acogerlas. Puede que María no lo sepa, que no sólo la superiora, un buen número de religiosas son viudas. ¿De quién es el caballo? María peina con los ojos, buscando alguna figura en movimiento, pero nada ve. Atrás de ella, los rosales entremezclados delatarían cualquier intromisión, un minúsculo movimiento agitaría locamente el mazacote de zarzas, todas entrelazadas las unas con las otras, cualquier sacudida haría saltar la red de ramas y rosas que hace unos instantes tenía a María tragada en su vientre.
La luna ilumina con claridad. Desde donde está María, no se ve ventana donde se trasluzca encendida alguna vela. María afina el oído: no escucha nada. De pronto, sí, oye con toda claridad el crujir de unos goznes y el cerrar de una puerta. Se dirige hacia esta puerta. Llega a una plaza (plaza puede llamarse a un patio tan inmenso) que tiene en el centro una alberca. En uno de los costados está la celda principal del convento; María la reconoce, es un aposento de dos pisos y de cuatro habitaciones, el de la madre superiora. María ha estado aquí algún par de veces, es el extremo del convento opuesto a la cocina. Clara la ha traído desviándose del camino a los corrales más que un poco para enseñársela, contándole historias de la viuda, cuando van por pollos o gallinas para el guisado. María deja su cántaro en el borde de piedra de la alberca, acomodándolo donde unos helechos lo acojinan, y se acerca a la puerta de la celda, cuidando de no hacer ningún sonido. No escucha nada. Se sienta en el escalón de la entrada y pega la oreja a la puerta. Distingue dos voces distintas, la de un hombre y la de una mujer, altercando. Oye otra puerta abrirse, cerrarse. Las voces se apagan. Silencio. María espera oír algo más, pero no se escucha nada. Despega la cara de la puerta. Traza en el escalón, con sus dedos, las dos palabras aprendidas; apenas hecho se levanta y camina retirándose con enorme precaución. Toma su cántaro de entre los helechos y se echa a andar con rapidez.
María quiere llegar cuanto antes a la cocina, para orientarse sólo sabe que debe dejar a su espalda el camposanto. Aunque haya venido aquí con Clara, no conoce nada bien el camino que la lleve de vuelta. Al fondo del patio o «plaza» de la madre superiora, encuentra una puerta abierta que da a un pasillo, lo toma y encuentra al final de éste dos puertas. Las dos están abiertas. Se asoma: la derecha da a un amplio refectorio, la izquierda a una capilla con un pequeño altar, la Virgen iluminada con velas, los floreros repletos de rosas. Elige el camino de la capilla, desemboca a un salón y éste a su vez a un patio. ¿Es el mismo que ha cruzado ya? El cielo se está cubriendo de nubes, cada momento es más difícil distinguir en las tinieblas. La aprensión de María crece. Trae su cántaro apoyado en la cintura, sin darse cuenta lo va tamborileando ansiosa con la punta de sus dedos. Sale del patio, toma un pasillo rodeado a un lado y al otro con pequeñas portezuelas —debe de ser donde viven las religiosas de bien, aunque ya no las principales—, trata de no hacer ruido con los pies («¡No los arrastres, por Dios!», se va diciendo. «¡No los arrastres!»), mientras las yemas de sus dedos golpetean en el cántaro, para ésas no tiene oídos. Pasa a un salón, rodeado por los cuatro costados de esos agujeros pequeños que los moros llaman ventanas. Toma la puerta del frente y sale a otro patio. Se dirige en línea recta a su alberca central, y reconoce la banca que ocupó el primer día que llegó al convento. La luna ha quedado velada por las nubes, pero basta la pálida luz que dejan filtrar para saber que aquí fue donde la Milenaria le contó la historia de Carcayona. María pierde la aprensión que la acompaña, baja el cántaro de la cintura y asoma en él la nariz: el olor del barro húmedo le inunda el cuerpo de memorias. Ahí está su papá frente a ella, ahí los amigos, el ruido de su barrio, los cantos y los bailes al caer la tarde, ahí su casa: todo lo ve María, como si el olor del barro que recuerda el agua guardara vivas sus memorias. María siente un festivo alivio, sube el cántaro casi a la altura de la cabeza y se echa a correr, llevándolo en los brazos extendidos, segura de su camino, hacia la cocina; se siente ligera, casi exhilarante; se siente ella misma; como cuando vagaba por las calles de Granada, está de nueva cuenta entera, completa. Vivir entre estos muros ha sido faltarle a diario un trecho de sí misma. María creció con los pies en la calle de Granada, la casa era sólo para dormir y oír cantar al padre porque él canta en todo sitio. El cántaro le regresa lo que ha extraviado. Ya no le importa perderse en pasillos y refectorios completamente oscuros, tropezarse contra las baldosas disparejas de patios con trebejos en total desorden, ya le tiene sin cuidado el jardín de enmarañados rosales. Su cántaro es además su escudo, es su guarda, es lo que a Roldán su fiel espada, y es incluso más que una Durandante fiel, pues nadie podrá nunca hacer mal uso de éste. Sin detenerse, vuelve a apoyar el cántaro contra su cuerpo, camina arreciando el paso y, en un respiro, casi sin darse cuenta, llega a la cocina. Todas duermen ya. ¿Cuánto tiempo estuvo vagando? Ni el perro se levanta a recibirla. En silencio se dirige a su rincón habitual. Ahí se sienta: no tiene sueño. Está agitada. Oye su propio corazón, golpeándole el cuerpo, queriendo salírsele, purrún-rún, purrún-rún. Bailaría. Cantaría. Abrazaría a su padre. Correría. No puede hacer nada de esto. Ya no se atreve a dejar la cocina y recorrer pasillos umbríos y patios impredecibles, su ilusión de seguridad se ha derrumbado. Piensa para sí: «¿Por qué no pasé por el corral de las vacas?», y se siente más perdida que nunca, desconcertada: no conoce el convento. Acuesta su cántaro, lo mira, la alegra pensar que va a dormir a su lado. Una vez más, en la oscuridad, con la yema del índice ensaya sobre el piso las dos palabras que ha memorizado, traza las que acompañan los dibujos que según María narran su salida del convento. Hace las líneas de las letras con sumo cuidado, sintiendo bajo la yema del dedo la suave caricia del hollín. Las repite. Las traza otra vez, y otra, más veces la palabra más corta y sencilla, y va formando un semicírculo con las letras, un semicírculo que la encierra. Se acuesta de frente a sus trazos; buscando acomodo para intentar dormir, pasa uno de los brazos sobre el cántaro, flexiona las piernas. Se siente como si hubiera retornado a su casa, por un momento feliz. Así sea María quien abraza al cántaro, el cántaro es quien la sostiene. Se queda dormida sin darse cuenta.
A la mañana siguiente la despiertan tres cosas simultáneas: las carcajadas nerviosas de Claudia, la voz alterada de la monja Milenaria y el silencio gélido proveniente de las otras hermanas, de las esclavas y de las criadas, un silencio que punza. Todo ocurre demasiado cercano a ella, diríase que pegado a sus oídos, pero María está decidida a fingir ignorancia, porque en su dormir está ocurriendo un sueño al que quiere alcanzar a verle el cabo. Tiene el cuerpo adolorido: no se ha movido de posición en toda la noche. Está tal y como se acomodó cuando cerró los ojos y se quedó dormida, el cántaro abrazado con un brazo al pecho, su otra mano pegada a la cara; así la cadera le moleste, no se mueve, no va a arriesgar nada antes de verle el final al sueño que todavía está teniendo y en el que deja un pie mientras el resto de su persona se asoma muy a su pesar a la vigilia. Las risas y las voces insisten. María se abraza más al cántaro, aprieta más los ojos, se detiene con más fuerza a la orilla del sueño: un toro vestido con toga blanca patalea sobre sus patas traseras, levantándose caracolea; gesticula como una persona, con las patas delanteras parece argüir algo, sus movimientos simulan los humanos. A la altura de la cintura, el toro se quiebra, se inclina al frente como si fuera una persona, se dobla su tronco, si el del toro es un tronco. Inclinándose, el toro levanta algo del piso y apenas hacerlo se endereza, de nueva cuenta como una persona. Es y no es un toro. Es y no es un minotauro. Es y no es animal, y es y no es persona. Cada uno de sus miembros es mitad humano y mitad animal, y es y no es de cuerpo completo las dos cosas. Es todo toro; es todo humano; es un minotauro sin cuerpo dividido. Ahora María nota que tiene las patas calzadas, trae sus alpargatas moriscas. El toro se echa más hacia atrás, se sacude la manta que le cubre el cuerpo, y ésta resbala al piso: el toro es un ser desnudo, tiene piel de humano. En su pecho hay dos tetas bien formadas. María extiende la mano para tocárselas. ¿Son de él, son de ella? ¿El toro es ella? En la vigilia, las carcajadas y las palabras que la rodean suben de tono, sobresale la voz de la Milenaria en extremo enfadada. «¡Que se callen!», piensa María. «¡Déjenme con mi torito un momento!» ¿María llama «torito» a ese monstruo? «¡Torito!», le dice María con la cabeza, «¡torito mío!». Las voces que la quieren despertar topan con un espejo adentro del sueño, y ahí resuenan, ahí también gruñéndola, ahí diciéndole agitadas y altaneras: «¡Que no le toques las tetas al toro, a la toro!». María aprieta más los párpados y se abrocha más todavía a su cántaro. Cae una patada sobre su espalda, estrellándole la frente contra el barro de su cántaro, obligándola a abrir los ojos. ¡Adiós, torito, adiós con todo y tetas! El sueño se evapora. María gira enfadada la cabeza a ver quién la ha pateado y encuentra —para su total sorpresa— a la madre superiora en persona, arengándola.
María abraza más su cántaro, pegándolo al pecho, y se levanta casi de un brinco del piso. Por un momento siente que el cántaro se le resbala, que casi se le escapa, pero lo tiene bien sujeto, es una ilusión. En este momento María cae en la cuenta de que el cántaro ha disminuido de tamaño, que ya no es el enorme recipiente que ella llevaba arriba y abajo por las calles de Granada. La noche anterior, con el miedo, con la oscuridad, con la excitación, con las monedas en el cinto, no percibió el cambio. María ha crecido, es más alta que cuando entró al convento. Esta conciencia es su primer signo de despabilamiento, al que sigue pisándole los talones el comprender que el motivo completo del alboroto es lo que su dedo trazó en el piso la noche anterior, cuando refrescaba su memoria, haciendo sobre el hollín los trazos que había copiado al lado del camposanto. Las hermanas señalan las palabras pintadas por María en el tizne del piso. Esto es lo que ha arrancado carcajadas nerviosas, enfado en la Milenaria y la insólita presencia en la cocina de la madre superiora. Lo siguiente que comprende de golpe es que Claudia, la más fea entre las feas, sabe leer, probablemente también la Milenaria, aunque eso está por verse.
—Yo no sé leer —dice, pensando que eso debe justificarla y perdonarla del torbellino que ha levantado entre las monjas.
—Sería el demonio entonces —dice furibunda la madre superiora.
—La niña trae consigo puesto el demonio —dice alguien atrás, que María no alcanza a ver—. Miren: trae tiznada la sien y la mano…
—Que no fui yo, que no fui yo, que no sé yo qué dice aquí… —dice María, con tanta sonoridad como si fuera un canto, y con los piececitos golpea el piso subrayando cada sílaba. Que si te echas a bailar, María, que si te eeeeechas a bailar, anda, María, María, zarandea a un lado y otro tu hermosa cara, tinta del hollín que recogió tu dedo—. ¡Lo juro por san Gabriel, en nombre del ángel mayor yo les prometo que yo no sé leer, no sé escribir, yo no he hecho nada!… ¡Por mi madre que me mira desde el cielo! ¡Yo no fui! ¡Yo puedo explicárselo, madre, no lo hice yo, solamente copié esas líneas aquí para que alguien me dijera qué dicen!
María no sabe que al invocar a san Gabriel hace parecer mayor su crimen, pues es el santo que adoran los moriscos, convencidos como están de que es su protector. Todas oyeron san Gabriel como si fuera invocado Luzbel y los otros amigos con quienes vive en el infierno. Cuando apareció la mención de la madre, ya estaban todas con los oídos sellados de horror ante la niña. Y no hubo quien oyera que deseaba explicarlo.
—«Alá manda, Alá, Alá, Alá manda». ¡Escribir en el convento esto! ¡Jamás en la vida de este santísimo lugar se había escrito adentro de sus muros esa maldición, ese cáncer!… Debemos llamar al obispo Guerrero ahora mismo, y que la Inquisición se encargue de la gitana. Nunca debimos dejarla entrar, siempre supe que era un error tenerla aquí —dijo la madre superiora.
—Déjeme confesar a usted, que sí tengo algo que contarle para enseñarle a usted mi inocencia, madre —dice María, envalentonada ante el peligro, hablando recio y mirando con sus dos flamas de ojos a la superiora—. Quiero decírselo a usted, sin que nadie más lo escuche. Debe oírlo. Por los caballos que un día mercó mi padre, escúcheme, por uno, por uno solo de los caballos, uno que anoche vi aquí…
A la mención de un caballo, respondiendo a la mirada de María —raros poderes tienen las gitanas—, la madre superiora, aunque enfadadísima, aceptó escuchar a la niña. Las dos salieron de la cocina.
—Ayer por la noche —dijo María, bajando la voz, apenas se aseguró de estar fuera del alcance de las otras—, no podía yo dormir; dejé la cocina y caminé vagando por los patios del convento. De esto sí pido perdón, porque de esto sí soy culpable. No pedí permiso a nadie. Me perdí, porque yo no conozco este convento, y me vi rindiéndoles mi respeto a las que yacen en el camposanto. Saliendo de éste, cuando aún no mucho me le alejaba, bajo una jacaranda en flor me senté en una banca de piedra que ahí hay, usted debe conocer de qué hablo. Y ahí, a mis pies, vi esas palabras escritas una y otra vez en el piso de tierra. Estaban hechas con otras que no sé qué dicen, porque yo no sé leer, no sé entender. Pero a éstas, que eran cortas, las memoricé, me aprendí sus formas. Luego caminé unos pasos, vi estas dos otra vez escritas, igual en el piso, y aquí y allá las volví a encontrar varias veces, hasta que llegué a un jardín de rosales y apenas cruzarlo como Dios me dio a entender, que no fue fácil, topé, y casi diría yo tropecé, con un caballo, un hermoso caballo fino que alguien acababa de desmontar, le pasé la mano por el cuello, lo tenía sudado. Yo iba a dar noticia hoy mismo de eso que vi, que no puedo imaginarme de quién será; se lo iba a decir a la Milenaria, a Estela, a quien quisiera oírme; el caballo estaba adentro del convento; paradito, atado a un árbol, bien ensillado y enjaezado; lo vi, lo toqué con esta mano que es mía. No me detuve a averiguar, porque pensé que caballo en Casa Santa no es cosa de bien, hasta temí que fuera una aparición del demonio. Del demonio debió ser, que tal vez vino cabalgándolo, bajó a escribir esas cosas en el piso, y luego, ¡no sé!, quiero creer no está ya aquí; madre, debió ser el demonio, que entró en caballo al convento… Quién sabe dónde más habrá escrito eso. Yo me vine corriendo, corriendo. Llegando a la cocina, me acosté, no podía dormirme, por el susto del caballo —que de la maldad de lo escrito en el piso no tenía yo ni idea, si no sé leer—, y, de pura nerviosidad, repetí en el piso, sobre el hollín, con la punta de estos dedos que ve, lo mismo que vi allá arriba junto al camposanto escrito sobre el piso. Sí, yo lo hice con las yemas de los dedos, porque iba a preguntar hoy a alguna de las hermanas que me dijeran qué era lo que yo había encontrado ayer escrito, junto al caballo que le cuento, del que a usted o al confesor iba a dar yo cuanto antes noticia —María tomó un respiro, y reemprendió, aún con mayor vigor y aplomo—. Mi mano trazó lo que mis ojos vieron sin comprender varias veces en el piso del convento. ¿Quiere usted que se lo enseñe donde lo vi, y que le diga dónde estaba el caballo? ¿Quiere que le rastree para usted sus huellas y siga las de quien lo desmontó, que le diga por dónde anduvo el demonio ése? Aquí dicen, en el convento, que no sé hacer nada bien, pero eso —rastrear huellas— puedo hacerlo muy bien, porque mi papá es mercader de caballos y bien me enseñó a olerlos, seguirlos y a leer sus huellas. Eso sí lo sé leer. Yo sé leer las huellas aunque alguien, con voluntad, las haya borrado. Yo sé distinguir entre las de un caballo y otro, entre las de un hombre y otro, entre las de una mujer y otra. Mi papá me enseñó a rastrear bandidos y caballos extraviados. Vamos allá arriba, le muestro el «Alá manda» («¡Jesús bendito!», dijeron las dos en respuesta a coro), esa maldición escrita en el piso junto con otras palabras que de seguro dirán cosas peores; yo le muestro a usted y al cura que usted traiga las huellas del caballo, que deben estar ahí marcadas claramente en la arena del piso; así el demonio las haya barrido al salir, yo se las leo. Y rastreamos el paso del demonio, buscamos dónde más dejó escrito y qué, y si son palabras usted las descifra, que yo eso no sé. Yo sólo copié en el piso de la cocina las mismas que vi allá, en el fondo del convento, para preguntar qué significaban, por si acaso las de arriba se borran, por si ésas que vi fueran sólo una aparición nocturna. Tal vez todas las noches el demonio llega a caballo, tal vez todas las noches está haciendo maldades en esta Casa Santa. Usted ve qué es lo que pasó… Yo no sé escribir, yo no sé leer: sólo copié en el tizne para el bien de todas, para que se supiera, pero no imaginé que fuera cosa así tan bestia lo que significaran esas letras… Si no fue un demonio, serían monfíes, yo qué sé…
La superiora había cambiado completamente de expresión. Ya no estaba enojada sino visiblemente preocupada, y muy pálida. Habló sin cambiar:
—Usted se me calla ahora mismo, niña. No dice ni una palabra del caballo ni de las frases vistas allá arriba a nadie, absolutamente a nadie —cuánto se alegró en este momento de no haberle asignado confesor—. Ni de las palabras que vio escritas, ni del caballo, ni de nada. Con las cosas del demonio no se juega. Yo voy a checarlo ahora mismo. Usted, niña, ni una palabra, o la llevo al obispo, que él la corrija de andar pintando en el tizne lo que no entiende y de ver caballos que no existen y maldiciones escritas en el piso. Siga diciéndolo y terminará quemada en leña fresca. ¿Le queda claro?
María asintió, bajó los ojos y guardó silencio.
La madre superiora se recompuso y regresó como ráfaga a la cocina. María la siguió como los fuegos fatuos la habían seguido ayer a ella, pegadita a sus talones, como atraída, como sin fuerza propia, como si fuera de vapor o una sombra. La superiora arengó a todas las religiosas, criadas y esclavas de la cocina con voz muy firme:
—Limpien ese piso, que ésta es casa de Dios. Rieguen después ahí agua bendita. Por respeto al convento, tienen prohibido terminantemente repetir lo que hoy pasó aquí. Se acaba esta historia. Esto queda entre yo, María y su confesor, y se hará justicia y se le dará remedio. No quiero oírla repetir, porque, si yo la oigo, será la comidilla de Granada. Repito: tienen expresamente prohibido volver a hablar esto. Si alguien se atreve a repetirlo, recibirá un castigo ejemplar. Aquí nunca se ha escrito esta maldición, estos muros no lo han visto, ni ustedes tampoco.
Dio la media vuelta y salió presurosa. «¿Cuál confesor?», pensó más de una.
Clara dice muy quedo, casi al oído de María:
—¡Ni cuando era el palacio de la reina mora se escribía o decía aquí esa palabra, «Alá»!
María no abrió la boca. No hizo un solo gesto de complicidad. Tampoco ella quería saber nada más del asunto. Si era verdad que la madre superiora iba a olvidarlo, ella también lo enterraría. Las hermanas se fueron retirando de la escena del crimen, ninguna más abrió la boca, nadie volteó a mirar a María. La bailaora no hizo nada, no dijo nada a su vez. Antes de limpiar el piso del tizne, intentó leer el «Alá manda» que había escrito, pero no pudo, no distinguía qué quería decir qué. En cuanto terminaron de limpiar, la Milenaria regó sobre ese tramo del piso agua bendita, musitando rezos que las otras hermanas y las criadas coreaban, con miedo en el corazón. Lo mismo hizo sobre María, después de tallarle con un trapo, inmerso también en agua bendita, la cara. En cuanto al trapo, lo tiró al fuego de una de las chimeneas donde harían ese mismo día horas más tarde dulce de leche en enormes calderos. El fuego estaba preparado desde la madrugada.
Mientras esto ocurría en la ardiente cocina, la madre superiora se había dirigido presurosa hacia el poyo de piedra que está al lado del camposanto. A su pie, leyó en el piso, escrito en la arena: «Que Alá te proteja», y a su lado «Él manda». Con las suelas de sus zapatos talló las frases, y las varias veces que había «Alá» y «manda» escrito aquí y allá, borrándolas por completo. Cruzó hacia el patio de las rosas. Se detuvo en la entrada del patio, bajó la vista y leyó «Alá manda». Borró la palabra con las suelas, sin pensar en nada, sin levantar los ojos. Si lo hubiera hecho, habría leído en el arco de la entrada principal a este patio, en la moldura de piedra del nicho de la derecha, estas palabras inscritas en lengua arábiga:
Estoy aderezada como doncella en rito nupcial,
dotada de la mayor hermosura y perfección.
Contempla este estanque,
y fácilmente conocerás la verdad de mi aseveración.
Examina también mi tiara y verás cuán se asemeja a la dulce aurora del plenilunio.
Pero la madre superiora no alzó la vista. Dio la media vuelta y se dirigió a su celda. Antes de entrar, puso los pies en el escalón, donde vio con horror escrito «Alá manda». No le quedaba sino rezar y encomendar su alma a Dios, pero antes de hacerlo tomó del pretil de un balcón la jarra que se usaba para regar las flores y la vació sobre el escalón, para limpiar toda seña de esas letras malditas. La gitanilla había dicho «Así el demonio las haya barrido al salir, yo se las leo»; más valía echar agua. Se hincó a intentar rezar para calmar su exaltación.
Si lo que la madre superiora buscaba rezando era paz, no la tendría esa misma noche. En el siguiente pasaje se relatará lo que pasó tal como lo recuerda la ciudad. Para hacerlo, al vuelo se explicarán algunas cosas que ocurrieron después de las últimas prohibiciones reales que se pregonaron el primero de enero de 1567 ante los alcaldes del crimen de la real Chancillería, el corregidor y todas las justicias de la ciudad con gran solemnidad de atabales, trompetas, sacabuches, ministriles y dulzainas, en plazas y lugares públicos de la ciudad y de su Albaicín.