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Vuelta a la falsa rubia
Si algún momento encontramos, volveremos a la historia de Alonso; ahora debemos regresar adonde hemos quedado suspensos. Puede que nuestro hombre sea tan sordo como Alonso, porque no le echa encima alguna cosa arrojadiza para hacerlo silenciar. Sigue con la falsa rubia sujeta del cabello. La ha llevado al centro de la oscura habitación. Ahí le pide, con ese tono con el que parece exigir todo: «¡Baila!, ¡finge que me bailas como María la bailaora!».
—¡Otro! —grita la ebria—. ¡Otro! Uno más y prometo despeñarme de la torre más próxima que puedan alcanzar mis botines… ¿Qué tanto le ven a esa bailaora, para mí que bien flacucha?
—¡Baila! —le grita ordenándole nuestro hombre, irritado por sus «estúpidos» comentarios.
Un grupo de antorchas provenientes de la calle pintan en un ángulo de la pared las celosías de los balcones del cuarto vecino. Los trazos iluminados bailan. El brazo de la guitarra se ilumina por un momento. El músico abre los ojos, ve la puerta abierta al cuarto vecino, y ve la habitación, vacía. En la que se encuentran no hay más muebles que la banca de piedra al lado de la puerta, ahí donde el músico se sienta.
La luz proveniente de la calle se desplaza hacia el centro del cuarto, donde la rubia se revuelve adentro de sus revueltas ropas, echa a un lado las caderas, las mueve al otro, tuerce el talle, tira hacia atrás el cuello como queriendo zafarse de su cabeza, zarandea el torso, agita la testa. Nuestro hombre la ha vuelto a coger del cabello, alza el brazo para tenerle alto la cabeza. Las antorchas de la calle los iluminan. La rubia se alza la falda, el músico rasga más fiero las cuerdas y cierra los ojos, mientras que la mujer toma la otra mano de nuestro hombre, la guía a su talle, y mete la propia en las calzas del hombre, bajándoselas.
El hombre toma a la falsa fea rubia en vilo, da tres pasos, traspasa la puerta por donde ha entrado la luz de las antorchas. A un lado de la puerta hay una cama y ahí tira a la mujer, soltándole por fin el cabello. Se arroja sobre ella, y sin ceremonia alguna, que mayor no podría ser su erección, nuestro hombre la penetra en agitada prisa violenta, vuelve a tomarla de los cabellos teñidos, con rápida desesperación, buscando eyacular. Uno, dos, la toma del talle y la entra y la saca. En la pequeña habitación de al lado, Alonso rasga y rasga las cuerdas, los ojos bien cerrados, sin pensar. Nuestro hombre, en medio de su agitación, está frío: golpe, golpe, da otro golpe con las caderas, golpe. Ruge diciendo «¡Baila!». Nuestro hombre le aplaude así a María la bailaora, vino a aplaudirle a esta oscura habitación, vino a aplaudirle haciendo de todo su cuerpo una palma, y es la rubia teñida la otra contra la cual golpea. ¡Dale, dale! Menos de una docena de aplausos, y nuestro hombre eyacula sin mayor placer, le disgusta aplaudir mecánico y frío contra el cuerpo de esta falsa fea. Apenas surte de él su eyaculación, sus manos sueltan a la falsa rubia. Se incorpora, le da la espalda. Se levanta de la cama y se faja. Escucha la no música del guitarrista y le espeta: «¡Cállate, muchacho!, ¿qué es eso que rasgas?». Gira, la mujer sigue tendida en el lecho. La toma de nueva cuenta de los falsos rubios cabellos, y le tira de ellos y de las revueltas ropas, empujándola y jalándola hacia afuera de la habitación del fondo y de la que ocupa el músico, esperándolos con los ojos bien pelados. Sale con ellos dos a la calle, cierra tras de sí el candado, regresa sus pasos, y al llegar a la esquina donde se unen la calle Toledo con vía Margherita, suelta a la rubia con ascos, le pone dos monedas nuevas en su laxa palma y le da una más pequeña al también falso músico. La rubia se desploma en un escalón al pie de la entrada de una taberna y ahí se queda, muda, inmóvil, ebria, como una muñeca maltratada. El joven Alonso se sienta a su lado, pone la guitarra frente a su vientre y comienza a golpearla de las cuerdas, fuerte, fuerte. ¡Qué arte el suyo!