13

La segunda lección de Yusuf

En la segunda lección, Yusuf insistió en que María debía aprender a pararse:

—Que no estás de pie, tú, niña, sino volando. Tienes que dejar caer todo tu peso en los pies. Si no lo haces, en dos golpes te tiran. Ven aquí, da un salto, cae.

Caer era también como no hacer nada. María cayó varias veces, con gracia, y en cuanto vio a Yusuf complacido, le dijo:

—Yusuf, yo lo que quiero es aprender a andar en la cuerda floja, allá arriba, como sus mujeres…

—Lo aprenderás después, María. Es contrario a usar la espada. Las mujeres vuelan en la cuerda floja, por eso no se caen. Si un guerrero vuela, el enemigo lo tira al primer porrazo. Debes dejar de desear pisar la cuerda floja y en cambio concentrarte en esto.

—¡Es que yo quiero! —insistió María. Estaba acostumbrada a gobernar con sus caprichos a su padre. Pero este Yusuf no era gobernable por caprichos.

—«Quiero» aquí, en esta casa, no es válido. Se hace lo que se debe y se tiene que hacer, o si no lo que acarrea a los demás placer. Nunca más vuelvas a decirme eso de «es que yo quiero». No voy a volver a oírlo. Y escucha esto: «quieras» o no andar en la cuerda floja, ya lo harás. Te llegará el momento. Te espera a ti como a todos nosotros el puente de la cirata. ¿Sabes qué es eso?

María negó con la cabeza.

—Cirata, o ÿirat, es un puente largo y tan angosto como un cabello que cruza tendido sobre el infierno. Lo tenemos que cruzar tanto los buenos como los malos. Todas las ánimas pasan por la acirata, como también lo llaman, las buenas en su camino al cielo, las malas para caer precipitadas en el horno eterno. Pero hoy no estamos allá, por suerte, sino aquí.

Al decir «aquí» Yusuf blandió la espada. La movió hacia un lado y el otro, la hizo silbar.

—Ten —la pasó a María—, hazlo ahora tú, hazla cantar.

María intentó hacerle salir algún ruido. Pero por más fuerzas que ponía al movimiento de sus brazos, su espada no silbaba.

Al término de la lección, la espada de María comenzó a silbar.

Como el día anterior, apenas terminaron con ella, las mujeres salieron al patio y con ellas sus músicos. Cantaron hasta que llegó la noche, comieron y durmieron todos con el corazón en paz.

Así pasaron varios días, casi iguales los unos a los otros, con la salvedad de que María se fue volviendo muy diestra en la espada, aventajando con mucho a Carlos y siendo buena rival del ágil y valiente Andrés. Llegó el momento en que el manejo de la espada ocupó todas las imaginaciones y reflexiones de María. La espada le dio un gusto, una alegría que no le daba nada más. Se diría que la espada le daba placer, buscando la palabra precisa. Cierto que comió y bebió cosas magníficas, que durmió en lecho espléndido y en habitación que no era un jergón en la cocina, que la trataron como a una persona de bien, de buena cuna —que cuna buena hay también entre éstos—, una más de los suyos, y que María volvió a bailar, casi a diario, primero para las mujeres de la casa, luego también para su maestro e incluso para los visitantes, y en casa de Farag, y de visita en casa del espadero Geninataubín, y en diversas fiestas de los moriscos. Pero nada era comparable con el placer que le daba aprender el manejo de su arma. Y ya que lo tuvo, este placer, los días se sucedieron casi sin sentirse, las semanas, los meses. Junto con el arma, se le aparecían sólidos sueños. Mientras la practicaba, María se soñaba blandiéndola en situaciones heroicas de variada índole. Ella era san Jorge, ella era Roldán, ella era Héctor, ella era ahora la protagonista de muchas de las historias que había escuchado a lo largo de su vida. Ella era también el dragón: un dragón mujer, que armado y con un par de largos brazos sabía defenderse de toda intrusión. De modo que en esa casa, en muy pocos días, María se hizo en todos los sentidos mujer, porque había vuelto a las ropas de una mujer hermosa, porque había retornado a la ciudad (con el velo cubriéndole la cara, se atrevía incluso a pasar frente al convento, su antigua prisión), porque apenas llegando había tenido su primer sangrado, y tras éste uno cada mes, y porque había vuelto a bailar —y con esto a traer a su cuerpo la memoria de los suyos—, pero más importante que todo porque, también en esa casa, en esos mismos muy pocos días, María pobló de otras tramas a sus imaginaciones ocupando sus pensamientos en aventuras insólitas, una más bizarra que la otra.

Su baile estaba reservado a los patios de sus benefactores y a los hermosos cármenes en las afueras de la ciudad, porque María necesitaba bailar con la cara descubierta y los brazos semidesnudos, como hacen también las moriscas. En la calle podría ser reconocida por alguna del enjambre de criadas del convento. María se preguntaba qué haría Estela si la sabe entre moros. ¿Le echarían las monjas encima la Inquisición temida, y de paso contra sus amigos; o la meterían, sin decir ni agua va, de nueva cuenta a fregar pisos? ¿O les daría lo mismo y preferirían tenerla lejos? Ahora una muralla la dividía de Estela, una muralla, un velo y la grata compañía protectora de su encierro.

Aun sin las calles de Granada, María se fue poniendo a cada día más radiante. Al tiempo que se crecía de esta manera, nuestra María fue ahí vista, por primera vez en su vida, como se mira a una mujer bella. Bajo las ropas y la alheña, las rutinarias abluciones, los cuidados de las mujeres, la buena alimentación, el cómodo lecho, el baile continuo, el uso de la espada y la sangre que aprendió a surtirle de ella misma, María floreció, se abrió como un botón de flor, se tornó en esa cosa magnífica que es María la bailaora. Se convirtió en la hermosa bailaora que hemos conocido apenas de reojo páginas atrás en este libro.

María baila sin miedo, como bailó de niña, y baila como entonces con la gris alegría de los suyos, pero ahora su baile tiene otro elemento (y no digo el que es obvio, porque su baile se fue contaminando de lo que ella encontrara gracioso en el de las moriscas): María es ahora una mujer hermosa. Todos quieren verla. Todos adoran verla. Todos la festejan. Todos la llaman «María la bailaora» y le han puesto encima otro sobrenombre, que expresa más nítidamente el sentir colectivo: «Preciosa». Preciosa, María la bailaora. Su baile no es ya sólo un juego. Su baile no es ya sólo una repetición de los de sus mayores, no es tampoco un dejarse llevar por el viento de los cantos ajenos, pues María misma canta, y tanto canto como baile se dejan menear por un perturbador silencio que María sabe traer al centro de la ronda. En los corazones que la miran se despierta una alegre manera de saber que el dolor existe, que la vida es esta cosa que es, y así baile con el rostro descubierto y así lo haga sin miedo, algo tiene el baile de María de fuga, de escaparse, de irse, de salirse de todo.

La ciudad morisca entera se hacía lenguas sobre Preciosa. Los cristianos sabían de oídos que existía y atizaban con esa desconocida el extraño fuego que los devoraba cuando pensaban en «las» moriscas. No se decía que Preciosa era gitana, se la llamaba «la bailaora» simplemente, y la imaginaban tentándolos con sus ropas de seda. ¡Hasta las mujeres sabían que había una tal Preciosa incitadora del pecado! Alguna vez se pronunció su nombre en el convento, sin saber que Preciosa y María eran la misma persona. De María se decía en la cocina que se había evaporado, que eso pasa con las gitanas por ser cosa del demonio. Daban su caso por concluido aunque no se cansaban de imaginar, y hasta jurar, cómo la habían visto desaparecerse: «Apenas sonaron las campanas a rebato, pintó un alazán sobre el hollín, mero donde escribió esas maldiciones, que a María eso de pintar se le da, ¿se acuerdan, las figurillas que dibujaba en las roscas de canela? Al dicho alazán le pintó una buena silla, le pintó las riendas y luego de trazarle todos los detalles se subió a su lomo, con lo que el caballo relinchó, y los dos salieron corriendo entre la multitud hacia las Alpujarras». El hecho es que María ha regresado al baile y que en él sabe correr y muy bien fugarse. Que mientras lo hace ingresa al mundo de la espada. Que el pelirrojo gigante Yusuf la enseña y que ella, María la bailaora, llena cada movimiento de gracia gitana sin perder precisión, sin girar el filo hacia un ángulo errado, sin cometer error. Sus movimientos son precisos, su gracia es mucha. En dos docenas de semanas, María parece ya dominar la espada, mientras que por sus oídos entran muchas otras cosas, las más en desorden, desperdigadas (las interminables discusiones de casa de Adelet llenan de ecos las charlas de toda casa morisca), sube por sus pies el vibrar de los varios bailes granadinos, por su cara hermosa y por la forma graciosa de su cuerpo las miradas de quienes la han acogido, que la miran sabiéndola hermosa y llena de gracia. Mientras más la ven, más quieren verla.

A estas primeras docenas de semanas, se suma otra, que en su placer también pasa corriendo. El tiempo corre fértil. La muy tierna juventud de María se avoraza, ávida; devora; nunca se sacia; cuanto la rodea se vuelve suyo. No tiene nada, es una huérfana sin sitio. Pero lo tiene todo: cree ser la dueña de su mundo.

La otra mano de Lepanto
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