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En que se cuenta, obligándonos a detener el ritmo de la marcha, la llegada de María a Argel y la naturaleza de su cautiverio, así como los romances de María en dicha ciudad, por lo que viene a cuento la frase de Cervantes «¡No, no Zoraida: María, María!»
A los tres días de haber caído en manos de Arnaut Mami, como había buen tiempo y el viento les era favorable, alcanzaron el puerto de Argel.
La visión de la ciudad impresionó vivamente a los gitanos, que nunca habían visto nada parecido. Ellos, por no conocer gran cosa el mundo, pero arrobaría al más viajado. El enorme golfo donde se asienta la bella Argel tiene la forma de una media luna. Al este, el cabo Matifú. Al oeste, la punta de Pescade sobre un monte, que las naves que arriban ven de dimensiones importantes, aunque no lo sea. El puerto, construido por Barbarroja en 1525, llamado por él Jeid-ed-Din, incorpora el dique del siglo X, uniendo el islote de la marina con la tierra firme, al término del cual se alza la primera puerta de la hermosa ciudad de imponente trazado, porque casi toda es ciudad nueva. Fue la Icosium de los romanos, antes la Mesrana de los árabes, pero hasta recientes fechas ha adquirido su esplendor.
Apenas tuvieron la ciudad a la vista, los corsarios se afanaron en preparar el desembarco del botín de sus correrías. La segunda nave traía un valioso botín, obtenido antes de topar con el pingüe de los mudéjares; no contenía cautivos, era un cargamento de especias, vinos finos de campiñas francesas, untos para perfumar, telas, bordados, deshilados y plumas traídas de las Indias, obtenido del ataque a un comerciante que ipso facto compró su rescate y el de sus hombres (que no sus galeotes, todos atados al remo al llegar a Argel), pagándolo en oro que hizo mandar traer enviando un correo con carta de su puño y letra al siguiente puerto. Los llamados mudéjares, Andrés, María, Carlos y Ozmín-Baltazar, fueron atados por sus tobillos a la misma cadena, una larga que había sido hecha para cargar con doce cautivos, por no tenerla más corta a bordo, así que en lugar de prenderlos sólo de uno de sus dos tobillos, los asieron de ambos, y así y todo les sobraban seis taloneras, por lo que Morato Arráez (aquel que se batió con María cuando acababan de subir a esta galera) dispuso se les atasen también las muñecas. No se hizo, no por ser demasiada afrenta, sino porque no hubo tiempo. Carlos y Andrés estaban devastados, se quejaban gimoteando «En qué hemos caído», «Mira nuestra desgracia», «Que no lo sepa mi madre» (esto de Andrés), «Maldita la hora» (también Andrés), «Nuestra podrida suerte» (los dos a coro), «Un hoyo, es un hoyo» (esto Carlos, pensando quién sabe en qué), y tanto subían y bajaban sus voces que casi parecían cantar. Carlos no contuvo las lágrimas, comenzó a llorar como un niño. Se limpiaba sus lagrimones con las regordetas manos bien cerradas, pasándoselas una y otra vez por la cara y frente a los ojos. Su pecho subía y bajaba con «¡Ays!» lastimerísimos. Andrés seguía gimoteando sin parar (que ya sin los de Carlos no sonaban a cantos sino a meras quejas) y María aparentaba estar azorada, silenciosa clavaba los ojos en la ciudad, como si la adivinara completa con su forma de triángulo equilátero que tiene por vértice la Kasba, el castillo del Bey, como si estuvieran ya sus ojos viendo las grandiosas mezquitas. Ponía esa cara, entrenándose a fingir, porque adentro de sí pensaba solamente «¡Debo salir de aquí!», y sentía los tobillos pesarle. Para ella Argel era otro eslabón, otra cadena más corta y esto la hacía insensible a sus bellezas. Ozmín-Baltazar tomó a los muchachos del brazo y les dijo: «¿Pues que ustedes no tienen oídos, ni ojos? Hasta el cansancio se ha escrito y se ha dicho que en Argel “Todo es comer, beber y triunfar”». La cadena a los tobillos no lo arredraba. Verla caer a sus pies lo hacía sentirse un iniciado, pertenecer a la muy rica Argel; es una ciudad anhelada por él, sabe que no hay en ella nada despreciable. Desde sus dimensiones, pues tiene entonces ciento cincuenta mil habitantes, el doble que Sevilla y un número muy superior al que tiene Roma, hasta las oportunidades que brinda a todos los que llegan a ella, pues es en efecto el enclave mediterráneo de la piratería. Lo que Ozmín-Baltazar ignoraba, o pretendía ignorar, es que en ella habitan veinte mil cautivos cristianos, desesperándose mientras esperan la llegada de su rescate, escribiendo cartas solicitando ayuda, tramando planes de huida, marchitándose, esperando la muerte o haciéndose los renegados para salvar el pellejo.
Su nave chocó con el muelle. Los hicieron bajar inmediatamente después de Arnaut Mami, quien había ordenado a Morato Arráez no despegara los bultos de los gitanos, de modo que al frente iba el amo, llevando en la mano la espada de María, seguido por los cuatro cautivos, y tras ellos dos mozos de mar cargando los bultos granadinos.
La cadena hacía un ruidero a su paso, primero contra los tablones del muelle, desde el momento que traspusieron la puerta de la ciudad contra el empedrado de las calles. Por no sonarla al dar cada paso, Baltazar-Ozmín había alzado parte de ella, y lo imitaron Andrés y Carlos. María se había cubierto la cara con un velo para que fuera menor su humillación y no veía nada sino ese deseo que le había nacido al tener a la vista Argel y que le emponzoñaría su estancia en la ciudad: su «¡Quiero salir de aquí!» que la envolvía como una nube de pequeñas alimañas, no dejándole un momento de reposo, picándola y cegándola.
Caminando entre el vocerío de la multitud, Morato Arráez les hizo saber en árabe cuál sería su inmediato destino. Habló en voz muy queda, y sólo Baltazar-Ozmín lo alcanzó a oír y lo comprendió: los tres varones serían llevados a vivir a lo que los argelinos llaman baños, donde medio tratan bien a los cautivos, medio los matan de hambre mientras los hacen esperar por sus rescates, regalándoles ocio y horas libres que los cautivos pasan desesperándose o haciendo pruebas de saltar con las cadenas, por entretener el tiempo. María sería conducida a uno de los palacios de Arnaut Mami, donde guardaba a sus mejores cautivas, al sur de la ciudad, en el barrio de Agha, que está formado por fastuosas villas. Lo inmediato era pasar por los formulismos necesarios para dejar a los cuatro cautivos anotados de manera legal como propiedad de Arnaut Mami —por esto venían pisándole los talones, pues él debía estar presente—, de modo que si le viniera en gana venderlos pudiera hacerlo sin enfrentar algún impedimento. Esto no lo tradujo a sus compañeros de cadena, pero sí les repitió en voz más alta y en castellano cuando Morato Arráez les dijo los nombres con que serían anotados: «Tú, María, desde ahora te llamas Zoraida, nos es detestable el nombre cristiano. Ustedes dos, Andrés y Carlos, se quedan con los suyos, para que a nadie le quepa duda de que son cristianos. Y a mí, Baltazar…».
Aquí Ozmín-Baltazar saltó, dejando su labor de intérprete, apenas comprendió lo que sus oídos habían escuchado y lo que sus labios acababan de decir, e interpeló a Morato Arráez, quien hablaba perfecto varias lenguas:
—Un momento. Debes llamarme Ozmín, porque soy un renegado, y renegado quedo así sea esclavo.
—¿No que mucho árabe, y que sabes ponerlo en cristiano? —le contestó el Morato Arráez.
—Lo comprendo al dedillo, pero lo hablo con los pies.
—Pues ahora te pones a practicarlo, porque ya discutirás tu asunto con el cadí, que por mí cristiano te quedas, qué más me da.
Al llegar frente al cadí dicho, hubieron de esperar. Arnaut Mami firmó no sé cuál documento y salió por piernas, dejándolos entre una nube humana. Carlos y Andrés no asimilaban lo que desfilaba frente a sus ojos, no había penetrado en ellos la riqueza y primura de esas calles y edificios, ni tampoco la variada abundancia del puerto, ni menos aún lo que Baltazar-Ozmín les había dicho en la galera. En cuanto a María, observaba, pero no atinaba a mirar lo que podía hacerla arribar a Argel. Pasó casi todo el tiempo de su espera rabiando su «Quiero irme de aquí», hasta cuando ya les tocaba su turno; entonces, en lugar de atender a lo propio, se puso a observar la siguiente escena: