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En que se cuenta la historia de Leyhla y Marisol, de cómo estas dos preferían la vida en tiempos de paz a la del estallar repetido de la pólvora y el filo repetido de la guerra. Aquí se narra cómo huyeron acompañadas de un falso Rafael y un supuesto Marco Antonio, y cómo fue que encontraron a la espléndida Halima

Cuando Yusuf dejó Galera para entrenar moriscas en otros puntos del reino de Granada, lo acompañaban Leyhla y Marisol, dos amigas de su hija Zaida. Las dos habían aprendido a usar la espada lo suficiente para dejar bien claro que eso de guerrear no era lo de ellas (ambas parecían incapaces de enfrentar la violencia), pero que lo que sí tenían, y mucho, era paciencia, constancia, generosidad y optimismo, cualidades excelentes para entrenar. Las dos jóvenes acompañaron a Yusuf en su peregrinaje magisterial hasta que la inseguridad de los caminos fue tal que él determinó establecerlas en Cabra. Esta villa tenía la virtud de ser accesible desde un número importante de alquerías de la región, todavía muy necesitada del entrenamiento y de estar bien protegida.

Cuando la guerra civil se expandió en todo el reino de Granada y no transcurría un día sin que ocurrieran asesinatos, traiciones, incendios o enfrentamientos, Leyhla y Marisol convinieron en darse a la fuga. Preferían morir antes que vivir rutinariamente envueltas en la pesadilla que les era de todo punto insoportable. Nadie parecía estar a salvo de las espantosas y varias violencias, nadie parecía capaz de mantener los puños fuera del baño de sangre. Dondequiera que uno pusiera los ojos había huellas y demostraciones de horrores incontables, en cualquier sitio tronaban las picas al ensartarse en los pechos, estallaba la pólvora, crepitaba el fuego.

Leyhla tenía un hermano dos años menor que ella y éste un amigo de su misma edad. Eran los dos muy hermosos y afectos a la bella caligrafía de su lengua, y sentían la misma repulsión que las dos jóvenes por todo acto violento. Sentían orgullo de ser granadinos y moros, pero no soportaban ya más vivir inmersos en el reino del horror a que las necias medidas de la corona los habían condenado.

Los cuatro jóvenes tenían más cosas en común: habían perdido a sus seis progenitores, no les restaban más familiares con vida, sus propiedades habían caído en manos de los cristianos. Lo que habían podido rescatar estaba guardado en sus gordos bolsillos. Tenían dos opciones: o pelear hasta la muerte —y sólo para condenarse a la humillación, la esclavitud, la persecución, el odio—, o intentar escapar del infierno.

Como ninguno de ellos era un cobarde, tardaron un poco en confesárselo, la idea de fugarse y abandonar su tierra los llenaba de vergüenza, pero terminaron por hablar porque no había otra salida que no fuera escapar; o huían, o se sumaban a las filas de los perpetradores de infamias. Puestos muy de acuerdo, planearon una manera de huir. Cuatro jóvenes moriscos no podrían poner un pie en el camino sin que o les cercenasen el cuello, si los encontraban los cristianos, o los forzasen a combatir si topaban con los hombres de Humeya, que incansables peinaban Granada en busca de brazos sanos, fuertes y libres de sus familias, o se los dejasen pelados de sus pocas pertenencias si topaban con los monfíes, por lo que tramaron vestirse de cristianos. Hablaban el castellano con total soltura, conocían los preceptos cristianos, nadie tendría motivo para descubrirlos moriscos. Pero como dos mujeres cristianas jóvenes y hermosas también correrían peligros sin fin en los inseguros caminos del reino, acordaron vestirse los cuatro con ropas de varón.

Luego consideraron que si se lanzaban juntos al camino tampoco llegarían demasiado lejos, que aquí o allá llamarían la atención y correrían más riesgo de que se descubriese su engaño, por lo que decidieron salir acompañados de diferentes partidas, mezclándose lo más posible con grupos de viajeros cristianos. Fijaron que los cuatro seguirían la misma ruta —de encontrar el primero peligros infranqueables, atrás vendría el segundo para ayudarle a atajarlos, y si el segundo, el tercero pisándole los talones, y si el tercero, pegado a sus espaldas vendría el cuarto, y era poco probable que el cuarto tropezara con los dichos peligros si tres antes que él habían quedado libres de éstos—. También acordaron un punto de reunión, que, convinieron, sería el puerto de Barcelona. Los cuatro tenían dos semanas a partir de la partida del primero para encontrarse en la plaza central de esa ciudad, a un costado de la catedral. De ahí se dirigirían al puerto, se harían a la mar en la primera embarcación que los condujera a Argel y comenzarían una nueva vida.

Antes de partir de Cabra, imaginaron qué historia contarían, para que si el segundo llegaba a salvar al primero, o el tercero al segundo, o el cuarto al tercero, tuvieran algo previamente tramado que no sonara a mentira y los traicionase, mostrándolos moriscos a los testigos. Decidieron que dirían que habían nacido los cuatro en el mismo pueblo —Castilblanco, que está a cinco leguas de Sevilla, el que desde hoy se llamaría Rafael lo eligió por ser éste un pueblo muy cristiano, famoso por no tener moros, gitanos ni judíos— y que eran de tres familias amigas. Si nadie averiguaba que las mujeres eran mujeres, la novela que habrían de contar es que eran cuatro amigos varones, los nombres tales y tales que aquí diré —Rafael, Marco Antonio, Leocadio y Teodosio—, que se habían puesto de acuerdo en salir para ir juntos a buscar aventuras porque su vida muelle les había abierto el apetito de ésta, y que se habían dispersado porque siendo como eran las tres familias tan cercanas (que Rafael y Teodosio dirían que eran hermanos, porque amándose de tan fiel manera les repugnaba mentir en este punto), así les convenía para poder llegar algo lejos sin que los descubrieran. Si se revelaba que las dos mujeres no eran varones, ambas dirían lo mismo: que habían sido engañadas por un dicho Marco Antonio, que para vengarlo habían ido por él a Barcelona. El amigo del hermano de Leyhla sería el rompecorazones dicho Marco Antonio, el hermano de Leyhla sería Rafael, Leyhla se llamaría Teodosia y Marisol diría ser Leocadia. Rafael continuaría siendo hermano de Teodosia, si le preguntaban qué hacía ahí debía decir que la buscaba porque se había dado a la fuga, que deseaba encontrarla antes que le diera el disgusto a sus viejos padres. Si les pedían aún más informaciones, dirían que don Enrique era el padre de Leocadia, don Miguel de Teodosia y Rafael, y el de Marco Antonio también de nombre don Enrique, para no complicar más las cosas. Si primero decían la primera novela y luego alguna de las mujeres era descubierta, no era nada difícil explicar que habían mentido para no correr innecesariamente la voz sobre el honor en juego de las damas. No necesito repetir que todos se harían pasar por cristianos de sangre limpia, y no porque a ninguno de ellos les pareciese en ninguna medida poco bueno tener sangre de moros, sino para poder alcanzar una tierra donde no hubiera guerra y donde la vida pudiera ser disfrutada como Dios la mandó hacer. Llegados a Argel se quitarían de inmediato lo de cristianos, que les disgustaba tener que fingirlo.

Se aprendieron al dedillo la lección de su engaño. Con esta trama, que las mujeres iban por su honor y etcétera, quedaban las mujeres tan atrevidas como honestas, el falso Rafael muy valiente, y en cuanto a Marco Antonio, contaban con que lo perdonarían por lo bello que era y por la belleza exquisita de las dos mujeres. Y si la primera novela quedaba como la cierta, tampoco quedarían mal parados, que la sed de aventuras gozaba de respeto y mucho prestigio, sin aventureros nadie habría descubierto la otra mitad del mundo, ni mucho menos la hubiera conquistado.

Los cuatro varones llevarían sus espadas, que bien sabían usar, pero poco gozaban desenfundar, como se ha explicado. Las portarían para protegerse en el camino, pero soñaban con deshacerse para siempre de ellas apenas llegar a Argel.

Lo de las ropas no fue difícil de arreglar. Los moriscos varones acostumbran vestir de cristianos, y entre el hermano de Leyhla y su amigo consiguieron cuatro bizarros atuendos que a todos les sentaban de lo más bien. El tramo a Granada lo hicieron juntos a todo galope. Llegando a la ciudad, se hospedaron en posada de cristianos, en el barrio de Bibarrambla, que es donde estos viven.

El primero que salió, y muy de madrugada, fue el supuesto Marco Antonio. Éste tuvo suerte: a la puerta de Granada encontró un grupo numeroso de viajeros —todos hombres belicosos, iban hacia Italia en busca de mejor paga por sus servicios guerreros—, que muy amistosos lo abrazaron en su partida y, habiendo sabido cómo serles grato y despertar en ellos sus mejores sentimientos, cuidaron de él como si hubiera sido su propio hijo hasta depositarlo en las puertas de Barcelona.

Bien entrada la mañana del día de la partida del falso Marco Antonio, Leyhla —que, vestida de varón cristiano, se hacía llamar Teodosio e iba muy gallarda— salió de la ciudad, preparada para su viaje, uniéndose a unos peregrinos. Como querían ir a muy buena marcha para evitar los muchos peligros del camino, nuestra viajera no habló por no ser descubierta. Apenas dejar el reino de Granada, en un punto donde los caminos se bifurcan, sus acompañantes viraron tierra adentro. Teodosio se separó de ellos y se enganchó a otro grupo de viajeros cristianos que justo acertaba a pasar. Antes de llegar a Barcelona, este nutrido grupo decidió detenerse unos días en otro poblado y retrasar su camino, e invitaron a quien creían que era Teodosio, que en realidad era Leyhla, a hospedarse con ellos. Teodosio les agradeció de la manera más amable la invitación pero permaneció en el camino principal, donde esperó impaciente con quién emprender el trecho que le faltaba para llegar a su destino. Unas tres horas después, fatigada de que no pasara nadie, se dio sola a la carrera, temiendo la llegada de la noche. A todo galope, topó con una pequeña posada y se detuvo, pensando que era mucho más prudente esperar la luz del día, que posiblemente traería otros viajeros. Desmontó, el mesonero corrió a recibirlo, y pidió una habitación «para mí solo». Estaba exhausta, quería descansar y estar segura que nadie interferiría en su privacía.

—Pues no puedo darle a usted una habitación para usted solo, porque en toda esta posada existe una sola, y damos por ley nuestra obligación de recibir en ella a cuantos la necesitan.

Leyhla los convenció pagándoles muy generosamente. Sin cenar ni hablar más, se encerró en la dicha habitación y apoyó contra la puerta la silla que ahí había para estar más segura.

El mesonero y su mujer se hacían lenguas del mozo generoso que les había pagado si bienmente la habitación. Les extrañaba que una persona tan bien vestida y de tan suprema prestancia viajase solo, sin criado ninguno, y así comentaban cuando apareció el alcalde a hacerse invitar una copa. Se acercaba ya la noche, hora en que era costumbre tomarse un trago en el mesón para comentar los asuntos del pueblo, que, así no fueran nunca muchos ni muy interesantes, valían lo suficiente como para regalarse una copilla de vino, sobre todo si, como era el caso del alcalde, ésta era a costa de otros. Los vecinos empezaron a llegar, congregándose para la charla diaria. Oían a los mesoneros describir al hermoso visitante, cómo había éste exigido una habitación para él solo, cuánto había pagado, que viajaba sin ninguna compañía ni sirvientes, cuando oyeron aproximarse un caballo a todo galope. Salieron en el momento en que se detenía en seco frente a la posada y vieron descender a otro muy hermoso caballero, éste menos joven que el anterior, pero no por eso en ninguna medida de inferior belleza.

¡Pues parece que hoy nos visitan los ángeles! —dijo el mesonero.

El recién llegado saludó a todos los ahí presentes de la manera más afable y de inmediato pidió una habitación «para mí solo, que estoy en suma manera fatigado, y como gusto infinito de la charla y los amigos, sé que si hay con quién departir no pondré la cabeza en la almohada». El mesonero lo hizo entrar, le ofreció comida y vino y le explicó que era imposible, porque en la única que había tal y tal había ocurrido. La idea pareció consternar en grado sumo al viajero, despertando en todos el deseo de satisfacerlo. El alcalde, que era en extremo curioso, tuvo una idea atizada por la inquietud que le causaba no haber visto al otro viajero hermoso, y por temer fuera a partir muy de mañana, antes de que le hubiera él puesto encima el ojo:

—Yo tocaré la puerta, diciendo que soy la justicia. Apenas abra, le explico que en este pueblo es costumbre acoger a todos los que arriban a él, que no hay otra habitación disponible, y que tiene que ceder a lo dicho para dar cabida al que tenemos enfrente.

Y así hizo. Leyhla, que era Teodosio, escuchó la llamada, hizo a un lado la silla para dejarlos abrir la puerta, medio asomó el cuerpo, escuchó al alcalde tartamudear lo que había pensado decirle, y apenas comprendió, abriendo la puerta de par en par, dijo en tono resignado:

—Yo quería habitación para mí solo, pero si me dice usted que esta persona desea lo mismo y que por otra parte no tiene dónde hospedarse, aunque no lo pida la ley le doy cabida.

Dicho lo cual, sin cuidar que nadie se retirase, ni quitándose el gorro que llevaba o siquiera los zapatos, se regresó a su cama. Quien acababa de entrar lo hizo con pasos no demasiado firmes, que de tanto beber y comer se sentía más dormido que despierto. Cerró la puerta, atorando en ella también la dicha silla, como si los dos ahí presentes se hubieran puesto de acuerdo antes. No bien había acomodado la cabeza en la almohada, se quedó completamente dormido y apenas lo hubo hecho habló en voz lo suficientemente alta para que el falso Teodosio lo escuchase y se llenase de preocupación y zozobra:

—¡Yusuf! —decía—, ¡regrésame a Luna de día, te lo pido!, ¡regrésame a mi Luna de día, dámela, te lo suplico! ¡Malditos cristianos! ¡Dénmela, les doy lo que sea a cambio, denme, dénmela! ¡Infelices! ¡Malditos, que los persiga el demonio por su infamia!, ¡infelices!, ¡punta de…!

Los gritos de mujer del dormido subían de volumen, todos imprecaciones contra los cristianos, de manera que Leyhla, la Teodosio, se preocupó alcanzasen al mesonero y su mujer. Le habló, diciéndole quedo al oído: «¡Calla!, ¡te oyen!»; como no hizo caso, y ya no tenía duda de que era mujer, la sacudió del hombro, la zarandeó más intenso… Pero la dormida no despertaba, su pesadilla le tenía sorbido el seso. Los gritos subían de volumen, y con horror Leyhla alcanzó a oír del otro lado de la puerta un «¿Qué dicen?» y otros murmullos y frases, sus cuerpos posiblemente pegados a la puerta para mejor oír los gritos de esta insensata… La iban a oír, que se desgañitaba gritando: «¡Que los maten!, ¡asesinos!, ¡pa’l infierno!». Leyhla —o Teodosio, si prefieren llamarla por su aspecto— tomó apresurada la almohada de su lecho y, brincando de nueva cuenta sobre el gritón, se la puso sobre la boca para ahogar los gritos que profería durmiente.

Al sentir la almohada sobre su cabeza, la segunda viajera despertó, y creyendo que alguien deseaba sofocarla, desenfundó el puñal. Sólo hacerlo bastó para que Leyhla, la alumna de Yusuf, la despojase de inmediato de su arma.

Si la recién llegada había estado agitada mientras dormía, ahora estaba agitadísima despierta. Asustada, se removía como una bestia.

Leyhla se había echado de cuerpo completo sobre ella, porque oía junto a la puerta varias voces: «Parece que no, que oíste mal, que no dicen nada», «¡Que te digo que oí que gritaban!», «Pero oye, que no se oye»…

—¡Calma!, ¡calma! —le dijo Leyhla quedo a la agitada mujer, intentando con todas sus fuerzas y el peso de su cuerpo contenerla y callarla—. ¡Cálmate, por lo más querido! —pero aquesta retorciéndose quería dar gritos para pedir auxilio—. ¡Cállate, cálmate! —insistía Leyhla, hablándole al oído, sin dejar de apoyarle la almohada sobre la boca—. ¡Yo soy mujer como tú, y como tú soy mora! ¡Te oí hablar dormida, comenzaste a dar de gritos, te he puesto la almohada en la boca para que no te oigan los del mesón!, ¡tranquila! ¡Soy Leyhla, te conozco! ¡Soy Leyhla, la de Granada!

A las fuerzas, la bestia escuchó lo que le decía Leyhla, y oírla la calmó. Conocía esa voz. En cuanto sintió que se había tranquilizado, Leyhla retiró la almohada de su boca, con un dedo pegado a los labios le hizo seña de que no hablara en voz alta, le devolvió el puñal, la miró y se arrojó sobre sus brazos, las dos en lágrimas.

—¡Halima! —exclamó Leyhla.

—¡Leyhla, Leyhla!

Era la madre de Luna de día, que también huía del horror en Granada, también vestida de varón. El infierno que dejaba atrás la tenía aún atenazada en sus sueños. Abrazadas, se decían palabras tiernísimas, las dos llorando a mares sus desgracias.

En esto estaban, cuando sonó la puerta. Y unos gritos:

—Soy el alcalde. ¡Abran aquí! Hay un viajero que pide posada, y es ley de nuestro pueblo dársela. ¡Abran la puerta!

Leyhla se recompuso lo más prontamente que pudo. Hizo a Halima acostarse como si durmiera y se acercó a la puerta, diciendo con voz fuerte, mientras se reacomodaba el bonete que servía para ocultarle los cabellos femeniles:

—Aquí hay dos camas, y hay dos viajeros. ¿Dónde pretende usted, señor alcalde, que se acueste el tercero?

El alcalde dijo del otro lado de la puerta:

—Ya lo hemos jugado a suertes. El viajero compartirá el lecho con el primero que llegó.

—Mejor los que ya estamos aquí nos acostamos juntos, que ya sabemos quiénes somos y no sospechamos…

—¡Pamplinas! ¡Aquí yo soy el alcalde! —las copas que había bebido ya no eran pocas.

Leyhla abrió apenas la puerta y por la pequeña abertura se escurrió un tercer joven, como huyendo de los que tenía en las espaldas, pero por su imprudencia dejó al pasar la puerta muy abierta, porque al verlo venir Leyhla se había hecho a un lado. Como era también extremadamente hermoso, lo seguían con la mirada el mesonero y su mujer, el alcalde y algunos otros villanos, quienes no dejaban de señalarlo y dar de voces. Leyhla tuvo que contenerse enfrente de ellos. Quien entraba era Marisol, la que vestida de varón pretendía ser Leocadio.

—Ahora, señores, muy buenas noches —dijo Leyhla en cuanto se repuso de la sorpresa, cerrando la puerta en las narices de todos los mirones—. Aquí se queda este viajero. ¡A descansar se ha dicho! Buenas noches.

Apenas vieron la puerta cerrada, Marisol, Leyhla y Halima, en voz muy baja para no ser oídas, se echaron las unas en los brazos de las otras a darse muestras de cariño. Ya no dejarían a Halima partir sola. Al día siguiente, las tres cabalgarían rumbo a Barcelona para allí encontrarse con sus dos amigos y tomar una embarcación que las depositara en Argel.

Del otro lado de la puerta, el mesonero, su mujer, el alcalde y otros principales del villorio llenaban a sus tres hermosos viajeros de elogios. Decían que nunca habían tenido tan bellos visitantes, y les asombraba que hubieran llegado los tres casi juntos. Estaban en esto, cuando llegó agitado un forastero dando gritos demandando auxilio. A poca distancia del pueblo, un grupo de bandidos había asaltado su caravana y había corrido a pedir ayuda al ver luz en la distancia. Salieron llevando hachones para iluminar el camino. Se les unieron las tres mujeres vestidas de varones, cada una con la espada ya desenvainada, que aunque Leyhla y Marisol odiaran la violencia, la furia de Halima, la madre de Luna de día, se les había contagiado.

Encontraron a los asaltados en medio del bosque, atados a troncos de árboles, al amparo únicamente de la noche. Los salteadores habían huido al ver venir los hachones. Entre todos sobresalía uno por ser el más hermoso. El mesonero lo iluminó, gritando a voz en cuello:

—¡Les dije que hoy nos visitan los ángeles!

Y de inmediato las tres que vestían de varones lo reconocieron: era el falso Rafael. Los ladrones le habían robado casi todas sus ropas, y lo habían golpeado con saña, pero al ver a las tres mujeres amigas aproximársele, sonrió de alegría. En breve estuvieron de vuelta en el mesón, consiguieron ropas para Rafael y por fin cerraron los ojos para descansar lo que restaba de la noche.

Muy temprano dejaron el lugar y, casi reventando a sus caballos, llegaron a Barcelona al caer la noche. Ahí esperaron dos días a que se cumpliera la fecha acordada con el falso Marco Antonio, lo encontraron en el lugar convenido y de inmediato tomaron la embarcación donde él había arreglado su pasaje a Argel, y se cuenta que hasta la fecha viven los cinco muy mondos y lirondos en aquella bella ciudad, donde nadie les castiga, reprende, desvalija u obliga a violencias por haber nacido hijos de moros.

La otra mano de Lepanto
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