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De la historia de Nicolás de Nicolaï, el aventurero de sangre

Nicolás de Nicolaï, señor de Arfevile, era uno de los dos amigos de María. Este francés, aventurero de sangre, quien acababa de publicar cuatro volúmenes sobre sus navegaciones, que por motivos no comprendidos ni por él mismo habían enfurecido a un poderoso. Para salvar el pellejo y su honra, había corrido a refugiarse en Argel. ¿Qué mejor lugar? Argel ocupaba un número importante de las páginas de sus libros de navegaciones. Nicolás de Nicolaï, que cargaba siempre consigo papel y tinta, copiando figuras de los argelinos.

No soportaba la idea de ser un fugitivo y, queriendo verse a sí mismo como el impertérrito aventurero que sí había sido y quería seguir siendo, volvía a trazar los mismos dibujos que ya había publicado, y —más de notar— escribía de nueva cuenta las frases que circulaban impresas en su tierra. Como si no las supiera de memoria, las volvía a anotar, pensando cada una como si viniera fresca de allá de donde vienen las frases, donde habitan en el Cielo de la Lengua. De la misma manera, al dibujar repetía los trazos de la mujer mora argelina caminando por las calles, o vestida para andar dentro de su casa, la esclava morisca, etcétera.

En las noches, soñaba con volver a su país, recoger los honores que creía merecer, habitar su hermoso castillo, verse rodeado de gente que respetara, o mejor, adorara sus escritos. Parodiando los sueños de mala manera, pasaba la vigilia repitiéndose a sí mismo y haciendo como de cuenta que no lo estaba haciendo.

A la misma María la bailaora, el tal Nicolás de Nicolaï la miraba como cosa ya vista.

Por esto tal vez a María le gustaba estar con él, porque no la obligaba. Se sentaba a su lado largas horas, los dos se procuraban, y el estar como que no estaban juntos les traía a los dos mucho gusto. A su manera, así los dos volvían a casa.

Nicolás de Nicolaï, que, como se dijo, siempre traía la pluma y la tinta, dibujaba muy bellamente. María, desde muy niña, ha gustado de pintar y hacer dibujos. Al lado de Nicolás de Nicolaï aprende muchas cosas de este oficio, con tan agudo entendimiento que en poco tiempo Nicolás de Nicolaï le permite intervenir en sus propias hechuras. Si una carilla sonriente requería de un ligero retoque para parecer en verdad alegre, tal como andaba en aquellos libros impresos, Nicolás de Nicolaï lo dejaba hacer a María. Como María bailaba todos los atardeceres, pero nunca antes del mediodía ni al comenzar la tarde, buscando la envolviera esa luz arropadora que amortaja al sol todos los días, proveyéndolo de una cuna de sueños, el silencio que los envolvía a los dos en las horas muertas de la mañana, en unos meses dio sus frutos en María.

Siguió ayudando a su involuntario maestro, pero comenzó a inventar sus propias imágenes.

A María no le gustaba copiar lo que la rodeaba. Le gustaba encontrar, como ella dice, los «espíritus». Pintaba graciosas figurillas con apariencia semihumana que provocaban en quien las viera una mezcla de risa y de inquietud. Eran grotescas, eran graciosas, eran a veces crueles. Eran un parecer, eran una burla y eran como suspiros. María figuraba en ellas lo que no la rodeaba.

A su lado, Nicolás de Nicolaï repetía lo que recordaba haber visto en su primer viaje a Argel. Jamás cambiaba siquiera la posición de sus modelos. Ya no requería que viniera esta persona o aquella a posarle; la africana con largas togas, los cabellos muy arreglados, joyas elegantísimas, viéndose muy honorable; la virgen árabe, el cabello suelto, las arracadas gigantescas, la falda plisada bajo el manto; dos muchachos subidos en un camello, ambos con plumas en sus sombreros, los dos cargando su arco, el camello con sendos baúles a sus dos lados, escrito al pie: Bini mauri camelo, quem dromada nimonat quitantes… Ques Maurus in Algeriano regno (no le fallaba nunca la memoria); un jinete de Argel, piernas y torso desnudo, falda corta, flechas tan largas que casi parecen lanzas y no requieren arco, el turbante de buen tamaño, hermosas plumas al frente; un mauritano con un turbante algo más grande, y un noble de Barbaria, con otro que más grande no fuera posible, llevando un manto de tela finísima sobre la túnica lisa.

Mientras eso hacía Nicolás de Nicolaï, María la bailaora pintaba sus espíritus con cuidado y gracia, llenando el papel de extrañas, jamás oídas músicas.

Fin de la historia del tal Nicolás de Nicolaï, el prófugo francés.

La otra mano de Lepanto
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