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La historia del pintor de Juan Latino, Esteban Luz, que aquí viene a cuento cuando don Juan de Austria visita Granada durante la guerra de las Alpujarras, a la que otros llaman guerra civil

Fue el 12 de abril de 1569 cuando María habló por primera vez con Arnaut, su amo y legítimo señor, sobre cuál podría ser el pago por su libertad y la de sus dos amigos y músicos acompañantes, y cuál el de Ozmín. De esa fecha hasta la de su salida de Argel, los días de María la bailaora se fueron en negociaciones y arreglos que la obligaban a intervenir en rescates e intentos de fuga de otros cautivos ahí caídos. Desgastaba sus días tramando cómo salir de Argel porque sentía que le era urgente y necesario escapar, a pesar de la vida muelle, de la notable remuneración que recibía por sus bailes y de la adoración que le tenía la ciudad. Deseaba irse y no se daba cuenta de que su deseo era comunión con los muchos miles de cautivos que ahí vivían. También al desear fugarse lo que hacía era estar en Argel, simpatizar compartiendo su sentimiento. Su vida se convirtió en un torbellino, en un correr, ir a escuchar, venir a hablar sobre pagos y convenios. De no haber sido así, de no haberse visto tan embebida en Argel, María hubiera puesto mayor atención en lo que entonces ocurría en su querida Granada, hubiera inquirido por Zaida y Luna de día, hubiera hecho averiguaciones para saber dónde estaba Zelda, qué era de Yasmina. Pero no lo hizo. Guardaba a sus amigos moriscos fijos en su memoria, inmóviles, y, aunque sabía que eran días muy difíciles en Granada, no quería someter a los que ella había adoptado como suyos a ninguna confirmación o prueba. Debían esperarla tal y como ella los había dejado porque, antes de volver a ellos, María les quiere cumplir.

Es inolvidable la fecha del comienzo de las negociaciones entre María la bailaora y Arnaut Mami, porque ese mismo día, en medio de alborozada fiesta, don Juan de Austria entró a Granada. No hay tiempo para observar los detalles de cuán fastuosa fue la fiesta ni describir cómo fue la pieza que compuso el organista de catedral, Gregorio Silvestre, porque, si bien María está dejando ya Argel, la misma quedó esperándonos en Nápoles, en esa noche ebria en que corre por la ciudad la muy infausta nueva de que Nicosia ha caído en poder del Gran Turco, y es urgente volver con ella para continuar su historia. Sólo quedará dicho de la manera más expedita posible lo que interesa de la estancia granadina de don Juan de Austria, que es la historia del retratista de Juan Latino.

Una de las primeras visitas que recibió el de Austria apenas llegar a Granada fue la del duque de Sessa, quien traía del brazo al negro Juan Latino, que con su natural genio y buen talante fue admirado y querido desde ese primer día por el bastardo. Don Juan de Austria disfrutaba las conversaciones del sabio latinista, tan llenas de genio como de gracia. Don Juan de Austria gustaba de traer dos de los cuatro grandes negros granadinos a su mesa: fray Cristóbal de Meneses y Juan Latino, y hacía sentar entre ellos a su hermosa amante, Margarita de Mendoza, tan bella como prudente y letrada. Especialmente le admiraba Latino, el fénix de los negros, e incluso encomendó un retrato del escritor para que se guardara recuerdo de él por los siglos de los siglos. ¿A quién encomendó el dicho retrato? A Esteban Luz.

Cerca de la ciudad de Granada, en un poblado del que ahora ya nadie recuerda el nombre —por ser morisco fue uno de los barridos durante la guerra civil—, nació un muchacho dotado de una gran virtud. Llegó al mundo pintor, y de los buenos; hacía los retratos más sobrios y justo imaginables. Donde ponía el pincel, el mundo reaparecía. La gente lo llamó Esteban Luz. El pueblo era pequeño, el muchacho morisco, para hacer más extraordinario su caso, que a los de ese pueblo pintar lo que parece real les parece pecado. Por su misma virtud no lo querían ni sus amigos ni sus enemigos, ni los cercanos ni los que tenía lejos, los de su pueblo porque consideraban su oficio despreciable y los que venían de otros a encargarle retratos porque no entendían cómo no se mudaba, no se iba a vivir con gente de bien, no se retiraba de la compañía de esos moriscos revueltos, no hacía una carrera en la Corte. Mientras Esteban Luz pintaba mejor, era más detestado por éstos y por aquéllos, literalmente «por moros y cristianos». Pero sus lienzos eran irresistibles, y aquéllos que más lo atacaban apenas veían la ocasión, se hacían hacer su retrato por esa mano genial. Todas las casas principales de las ciudades vecinas ya se habían acercado a Esteban Luz para hacerse retratar, y también las menos principales, porque no hacía falta dinero para obtener de él un lienzo. No pedía sino una limosna por su trabajo, aceptaba por pago cualquier cosa. No conocía la ambición del dinero y no se daba cuenta de que hay que protegerse de los hombres, y que el dinero podía darle esta salvaguarda. Si hubiera tenido la astucia o la malicia para pedir que, junto con la limosna miserable con que le pagaban la elaboración de esos prodigios, donaran la misma cantidad a la Iglesia, otro gallo cantara, que por cuidar su hacienda el cura habría sacado las uñas y hoy seguiría Esteban Luz pintando, y joven seguiría siendo, si cuando pasa esta historia no alcanza más allá de dieciséis años.

Esteban Luz trabajaba frente a sus lienzos desde que salía el sol hasta que comenzaba a oscurecer y si entonces se detenía era por necesitar buena luz para hacer su trabajo. Lo único que le gustaba hacer era pintar, era su único interés. Conque le pagaran lo suficiente para hacerse de pinceles, lienzos, pinturas y comida para él y sus padres, se daba por más que muy satisfecho. Y si le traían el material, tanto mejor. Otros de un pueblo vecino se enriquecían preparando lo necesario, proveyéndolo para visitantes y vecinos.

Podría haber hecho una carrera brillante y bien retribuida en cualquier ciudad mayor, si aprendía las mañas de lo que he llamado astucia, y hasta llegar a la Corte, que no pintaba menos que un Madrazo, era en verdad un pintor espléndido. Pero el pintor no tenía ninguna intención de abandonar su poblado, tal vez por una simple razón: sus dos padres eran ciegos. Esteban Luz tenía tras de sí dos sombras, dos en completas tinieblas. Aunque muy adentro de su pecho él sabía que no lo dejaba porque no le daba la gana. Que no lo quisieran sus vecinos, qué más le daba. Él amaba su tierra, alzaba su mirada cada día y veía extenderse los cerros verdes a la distancia, allá a lo lejos la sierra, protegiéndolos. No cambiaría esa vista por ningún palacio, ni por otros llanos o montañas. Y menos que por ninguna otra cosa por el mar. En las noches lo aterrorizaba su imaginaria visión del mar, un sitio negro como la ceguera de sus padres, oscuro, sin luz, y atestado de cuerpos que daban tumbos sin encontrar su rumbo.

A Esteban Luz no le gustaba repetir modelos pero esto no lo instaba tampoco a dejar su pueblo en pos de objetos y personas distintos para sus lienzos, porque siempre había nacimientos y porque los rostros cambian con los años hasta convertirse en esa cosa extraña que es la cara de un viejo. Y esto sin contar a los animales, que también le gustaba pintarlos, encontrando en cada uno su carácter, que no hay gato o perro que no lo tenga.

Así no fuera rico, así no fuera amigo de poderosos, su talento despertó la envidia y ésta creció porque no tenía cómo defenderse del enfado que provocaba la belleza que era capaz de crear su persona. Comenzó a correr un rumor hijo de la envidia: que todo aquello que Esteban Luz ponía en el lienzo se volvía milagrosamente visible para sus dos progenitores. Que por esto él pintaba noche y día, sin cansarse, lo mismo cazuelas y frutas que palacios y personas. Como el cielo de sus lienzos no tenía par, decían que para esos ciegos sí había cielo. Los espiaban cuando, al caer la tarde, los dos viejos se sentaban a la entrada de su casa, las caras mirando al cielo, sus expresiones de embeleso. «Miran el cielo que pinta Esteban Luz en lugar de nuestro plomizo cielo». Y rabiaban de doble envidia.

El rumor siguió creciendo, acumulaban supuestas razones para sustentarlo, como que cuando Esteban Luz recibía en su muy humilde casa visita de alguno que él ya había representado en un lienzo, los padres lo reconocían de inmediato. Se hacían lenguas recontando mil detalles de encuentros que daban prueba del maleficio de Esteban Luz. ¿Nadie pensó que como eran ciegos tenían buen oído y que reconocían la voz de las personas? Porque cualquiera sabe que así son los ciegos, identifican a quienes los rodean por el oído, ya que la naturaleza los privó de ojos útiles.

La envidia cercaba al pintor, y engordó tanto que un día llegó a su casa una visita de la justicia eclesiástica y lo tomaron preso dándolo por brujo. En honor a la verdad, de algún modo era mago, que sabía hacer de la nada maravillas. Pero brujo no era, no de aquellos que es deber quemar en la horca para que duerman en paz los niños.

Lo llevaron a la cárcel. Sus dos viejos padres ciegos se vieron obligados a salir solos de casa para abastecerse de alimentos. La gente los vio y en lugar de sentir piedad por los viejos desamparados hicieron más gordos los chismes: que si los ciegos salían a la calle y caminaban como cualquier mortal era porque ya sabían verlo todo, y que si era así era porque a punta de pincel su hijo les había restituido la vista. «¡Brujo, brujo!», decía el pueblo a coro. La Inquisición apresuró su juicio. Mudaron al pintor a ciudad grande. Al llegar a la prisión de Sevilla, el carcelero lo proveyó de pinceles y tintas, quería también verse pintado por el legendario Esteban Luz. Pero el lienzo que el carcelero había traído era de pésima calidad y encima de esto no estaba preparado. «No se puede pintar sobre esto», le explicó el pintor, «la tela no está sellada, es imposible». ¿En dónde más podía pintarlo? «Tráigame un lienzo bien preparado, y con gusto le hago su retrato». Pero el carcelero sabía que al pintor le quedaban no demasiadas horas antes de que comenzara su proceso. Conocía de sobra cómo eran los interrogatorios de la Inquisición, el pintor quedaría inutilizado para pintar. Si le restaran algunas fuerzas, las usaría para quejarse de sus desgracias. «Pínteme usted en la pared, que tiene yeso», le dijo. Esteban Luz miró el estado del muro. La celda acababa de ser renovada después de horrendo incendio; por ser preso célebre le habían regalado pared con yeso, que era, en efecto, perfecta para pintar. Esteban Luz inspeccionó al carcelero de arriba abajo, como tomando notas verbales de su persona. Cuando terminó de hacerlo, le dijo: «Comienzo ya a pintar», y lo despachó con un gesto de las manos.

Esteban Luz acomodó los pinceles como acostumbraba hacerlo siempre antes de pintar, preparó lo mejor que pudo los colores y empezó su labor.

Primero trazó el contorno de un árbol, para darle algún marco a su dibujo y en algo embellecerlo, porque el carcelero era un hombre muy sin gracia. Copió el árbol recordando uno que había a la entrada de su casa, un olmo bello que su madre adoraba y que él había pintado repetidas veces, siempre encontrándole un nuevo rostro, una nueva expresión, distintos gestos. Luego, pasó a pintar un caballo. Ya que lo vio en el muro, el pincel de Esteban Luz se rehusó a pintarle en horcajadas al muy horrendo carcelero. Mejor le aconsejó mejorarle este detalle o aquel otro.

Parecía que el caballo era capaz de relinchar. La pelambre le brillaba, los ojos mostraban su carácter; daban ganas de acercarle la mano y sentirle el respiro.

El carcelero se impacientaba. Se asomaba con el pretexto de proveerlo de fuego y agua —que ya se acercaba la noche— y no veía nada sino el caballo. «¿Y yo?», le decía. «Usted estará muy pronto allá arriba, sus pies sin tocar el piso». Y el carcelero salía, esperaba un poco afuera y regresaba a ver.

En una de éstas que entró, encontró la celda vacía. No había en ella trazas ni de Esteban Luz ni del caballo. El olmo estaba ahí, completo, parecía reverdecido. Eso era todo.

Esteban Luz no le había mentido. Horas después, el carcelero fue colgado de la horca, acusado de ayudar a Esteban Luz a fugarse. Antes de que esto ocurriera, apenas vista la desaparición del pintor, hubo algún muchacho comedido que a galope corriera al pueblo de Esteban Luz a informar la nueva a los padres. Al llegar a la muy humilde vivienda de éstos, encontró las puertas abiertas de par en par. Era ya muy entrada la noche, pero asido de una antorcha entró a buscarlos, creyendo que los ciegos habían olvidado cerrar las puertas. Las paredes, que como todo el pueblo sabía estaban de cabo a rabo cubiertas de lienzos de Esteban Luz, súbitamente desnudas no enseñaban ni la huella de dónde los habían colgado. Los camastros mal vestidos estaban vacíos. Se habían desvanecido.

Algunos dicen que Esteban Luz se subió al caballo pintado en el muro de la cárcel de Sevilla, que como el caballo era muy bueno, se dio rápido a la fuga.

Otros no creen en la fábula y opinan: «Hubo alguien que ofreció a Esteban Luz escapatoria de la cárcel y refugio para sus padres para apoderarse de sus pinturas». ¿Cuál será la historia cierta? ¿Ninguna de las dos? ¿El tiempo borró a Esteban Luz, quien no comprendió nunca que para ejercer su oficio necesitaba protección, para ésta dinero y amigos poderosos?

¿Y de qué protegerse?

¿Y por qué la envidia?

¿Y por qué no sólo pintar y luego ser admirado y encontrar la gloria?

Fin de la historia de Esteban Luz, pintor de Juan Latino, quien si no hubiera nacido sabio habría llevado por nombre el de su amo: «Juan de Sessa, esclavo del duque de este apellido».

La otra mano de Lepanto
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