68
En que se narra y describe qué ocurrió el 8 de octubre del año de 1571 en el puerto Petela, sito a la entrada del golfo de Patras, el mismo que llegará a conocerse como Lepanto por la celebridad que ganó con la batalla del mismo nombre. Háblase de lo que ahí se ve, y continúa la historia de María la bailaora
Hoy el mundo comienza. Ha quedado roto el poder de los infieles. Principia para la cristiandad la nueva era. Es el primer día, hecho a imagen y semejanza del Día Uno, tal y como el hombre lo es de Dios, imitación del inicio, cuando el Creador comenzó su gran Hechura y todo era Caos revuelto.
Después de la prolongada tormenta nocturna, se asoma el amanecer entre diminutos chubascos y violentos ventarrones que se apagan tan intempestivamente como empiezan. El sol, tímido, tartamudeando, ilumina apenas el pequeño y pobre puerto de Petela con sus dos disimilares muelles.
Petela queda equidistante entre el puerto de Lepanto y las islas Escochulazas. Más de dos decenas de galeras se agolpan alrededor de su largo y semiderruido muelle, puesto ahí por quién sabe qué ejército en quién sabe cuál remota campaña que tal vez no terminó en enfrentamiento bélico, apagándose en alguna caza boba, persiguiendo desarmados enemigos en fuga. Pisándoles a estas veinticuatro galeras los talones, se agolpan cientos más, apeñuscadas, la arrogancia perdida, sin sus velas, banderines, estandartes, flámulas y otros adornos, tan cerca las unas de las otras que parecen una sola nave monstruosa, descomunal o, mejor todavía, una masa insensata de tablones mal armados, puestos ahí sin ton ni son, enclenques e indefensos ante los caprichos intempestivos del desgraciado clima. El otro muelle, insignificante como el propio puerto Petela, es el de los pescadores, mucho más pequeño y en bastante mejor estado. A su vera no hay galera alguna por dos motivos: porque las naves de más de dos remos encallarían en la poca profundidad del agua que lo rodea y porque rodeándolo, cercándolo, han clavado palos de afiladas puntas en pico, acomodados en dos o tres hileras y en cantidad muy considerable, formando un bosque de picas.
El agua marina, presa de un rubor maligno, sanguinolenta, llega a la costa más cargada que las galeras, pero decir llegar es exageración y lo de cargar es un error. Estancada en esta pronta inmovilidad, es un agua en pedazos, un agua desgarrada, cortada por la multitud de cosas y cadáveres que ha traído a la orilla. Está rojiza, hiede a sangre, a carne y a restos del fuego. Agua, fuego, aire y tierra, los cuatro elementos primordiales están aquí revueltos. El aire es agua, el agua es tierra, la tierra es fuego, el fuego es aire. Ya quedó dicho al comenzar estas páginas: estamos en el territorio del Caos primero.
La luz del amanecer ilumina: vida y muerte también se revuelven.
En cuanto deja de llover, una súbita calma chicha amortaja a los soldados con pegajosa humedad. Acaban de levantarse, deambulan lerdos. Los heridos graves no tienen fuerzas para gemir, los médicos pierden esperanzas y toman un respiro antes de redoblar sus esfuerzos en los que aún ameritan cuidados. En las galeras cristianas reina el desorden completo. Las cadenas de los galeotes están vacías y sueltas, las bancas son lechos para los heridos; entre la mierda y los orines cuelgan las vendas, los escudos, los petos, los cascos estropeados, algún desafortunado y ya silencioso tambor, allá un clarín arruinado por una bala de arcabuz, palos rotos, cabezas humanas y chirimías. Sobre la crujía, se amontonan los objetos producto del pillaje: caftanes, cajas de diversos tamaños, armas, sombreros, zapatos, vestidos de seda, brocados y telas riquísimos, armaduras de oro, cascos trabajados de hermosa manera, tapices persas, turbantes, garzotas de plumas, esculturas de oro y de marfil, tallas doradas, joyas de cuanta clase imaginable, bolsas llenas de monedas. Tanto hay que a veces las pilas se vienen abajo y caen al fondo del casco —mierda y orines acumulados de los galeotes cubren los suelos volviéndolos resbalosos, si así puede uno llamar al fondo infernal de las galeras—, pero nadie le da importancia. ¡Cuánta cosa hay aquí en Petela! ¡Qué variedad revuelta se ofrece a nuestros ojos! ¡Todas las telas, los colores, los materiales! ¡También hay comidas, bebidas y frutas diversas! ¡El mercader más viajado no podría ofrecer una cornucopia más opulenta!
Las infinitas curianas que habitan las galeras —que así llaman aquí a las cucarachas, por ser muy largas y gordas—, así como los muchos ratones, se revuelcan y recorren la nueva carga, excitadas, como si tuvieran la inteligencia necesaria para gozar del nuevo banquete. ¡Ya caerán las chinches, que aquí son tantas que hay los que las hacen correr unas contra otras, cruzando apuestas para matar el fastidio de las frecuentes marinas esperas!
A los vivos los amortaja una neblina espesa, insidiosa, grisácea, repegada a todo cuerpo en movimiento. Ataviados así, intentan reproducir alguna rutina. Pero es el día primero, todas parecen no corresponder a la siguiente. Aquí no existe el concierto. Antes, durante semanas, se prepararon oficiosos para el ataque. Vencido el Gran Turco, revueltos, regresados al caos original, no hay en qué afanarse —azacanarse, según el habla de la gente de mar—, y laxos, confusos, desordenados no están ni en la juerga ni en el día laboral.
Los vivos parecen todos prestos a abordar la que cruza el Leteo, porque en mañanas así la Muerte no descansa. Los cadáveres flotan alrededor de las galeras y los dos muelles, o se agolpan en la playa: ¡buscan cuál barca por piedad los lleve pronto al otro mundo!
Sobre el muelle pescador, los cristianos han improvisado un campamento de esclavos. Turcos, albanos, personas de aquellas naciones que conforman el imperio otomano o víctimas repetidas, que lo serán ahora de los cristianos como lo fueron de los infieles. Los hay de piel oscura, pálidos de ojos rasgados, rubios que parecen venidos de donde la tierra es hielo y desierto. Restan pocos heridos, los que engañaron el cedazo celoso del ojo carnicero, eligiendo a los viables y echando al mar los que consideraron desechables. Están ahí rodeados por la cerca de palos picas, a los pies de los cuales se agolpan de manera grotesca los restos de la batalla.
Vuelve a soplar el viento, arrecia golpeando impío, tal y como si amase a los turcos y manifestase el enfado de verlos perdidos. Las naves chocan unas contra otras, remedan toros enjaulados, sus cuernos se enganchan en la cerca, golpean inútilmente sus cabezas contra el corral. Mientras más se dan, más atoran sus cuernos.
El viento deja de soplar y otra vez la calma chicha desespera. Entonces la lluvia arrecia, parece provenir de las olas, gotas muy pequeñas, mareadas, que bailan en desorden, cada una como una gota rota. Gotas sucias, cargadas de sangre, el mar aquí está tinto como el vino de tanto llevar cuerpos, miembros, heridos. Algunos desesperados nadan aún, son de la flota turca; no encuentran cómo llegar a tierra sin ser vistos por las masas de soldados cristianos.
En la galera que se hace llamar Marquesa, María la bailaora acaba de caer dormida. Pero no es insensible a lo que la rodea. Sabe dónde está. Lleva días en este orden trastocado. Su vigilia se comporta como el sueño y los sueños están vestidos de una serena vigilancia. Pasó la noche velando a su amado, el cuerpo de don Jerónimo Aguilar, despierta vivió la noche entera en el agitado mundo de los sueños. Pasaron frente a sus ojos confusas escenas vertiginosas donde ella no tenía cabida; no había lugar para nada en esos cuadros; eran la escenificación de un dolor que María no había conocido, como si al morir don Jerónimo Aguilar una parte de su persona viajara por donde viven los que están bajo las tumbas antes de emprenderla hacia los infiernos o el cielo. Pero no viajaba ahí en su nombre sino en el de la sangre turca que había hecho correr el filo de su espada. Estaba cebada, como el tigre. Había matado. Había oído el quejido que exhala el pulmón cuando es penetrado por el acero. Su puño sabía cómo camina la punta en el pecho que le ofrece resistencia, y cómo y cuándo rompe. Conocía el olor de la muerte.
Al dormir cree que se dice con más claridad lo que le ocurre: que anoche, ayer, en el día de la gran victoria, en la gloriosa batalla de Lepanto, perdió a su amado, su dueño, el amo de su corazón, el que la volvió soldada en Lepanto, enemiga de los otomanos, aliada de la cristiandad, que debiera serle odiosa. Por él, por eso, por lo que ahora no es más que un bulto, por un cadáver, por carne que está a punto de comenzar a heder, María la bailaora no se comportó como correspondería a una gitana granadina, la amiga de los moriscos, la que porta bajo el brazo un valioso encargo. Se engañó diciéndose que defendía a Famagusta. Se defendía a sí misma al perseguir al hombre que amaba. Ahora cree que incluso lo adoró, así se lo dice.
Pero sólo ve un poco y no se atreve a saberse cebada, asesina, a decirse «Soy la Muerte». No se atreve a confesarse que al oír el silbido del aire salir entre borbotones de sangre, una voz le bramó, la de Caín, una que no canta, que aúlla, que quiere volver a salir. No piensa en esto. Sólo en «su» don Jerónimo, que dio la vida «por ella», que la hizo «por él» engancharse en la Santa Liga. La Fiera de la Naval miente, se miente.
Sólo hay una pasión mayor que la que ahora siente: los celos. Los incontenibles, los afilados, los insidiosos, los incontrolables celos. De un muerto no puede sentir celos. Aunque la intensidad de su sentimiento es tal que se diría que María siente celos de los ángeles, los demonios y aquellos otros seres que andan donde ella no puede andar, que se lo han robado, que disfrutarán de la presencia de Jerónimo.
«Por él», ella se dice, ahora que duerme, cuando puede asir de alguna manera congrua sus pensamientos, «¡por él!». ¡Por él, que murió por ella en un acto de amor supremo! «Se sacrificó por mí», María sueña, sin despegarse un ápice de la vigilia. No descansa, atrapada entre el sueño y el despertar. Pero cualquier otro podría pensar que el corrupto capitán se sacrificó. El fragor de la batalla le calentó los helados huesos; que se aventó porque tuvo que hacerlo. Muy probablemente se vio a sí mismo haciéndola de héroe, y no resistió cumplir con la imaginación.
María no sabe cuáles fueron los últimos pensamientos de Jerónimo, ni tiene idea de qué era él, quién, cuál, ni sus cómos ni sus qués. Porque al caer sobre el piso de la Real, con los ojos aún abiertos y la última exhalación de su conciencia, se vio, se reconoció. Vio a sus padres fingiéndose ricos, sus bolsillos vacíos, afanándose en aparentar para acomodar a sus vástagos; vio a sus hermanas entrar al convento, dotadas de dotes imaginadas y prometidas; vio a la mujer que él amaba también entrar al convento: en su pobreza, no pudo ofrecer ninguna dote aceptable para su casamiento, y lo más que pudo hacer fue, luego de deshonrarla una única vez, regalarle las influencias para hacerse entrar como si fuera muy rica. Vio desfilar desrostradas a la serie de mujeres con quienes tuvo sin tener historias de amor y de deseo. Olió a las cuscas, bailó y abrazó a algunas bonitillas, se asqueó, cambió de amada, todo en segundos. Vio su habilidad para ganar dinero echando mano de artes no muy limpias, vio su certeza al invertirlo, con tino convertirlo en bienes. Vio que no dejaba herencia, que no tenía hijos, que sus hermanas tampoco los tenían, que no hay sobrino ni pariente alguno, que todos sus bienes serán de la Iglesia y, por un instante, con una turbia carcajada que no alcanza a salir de su yerto pecho, ve cómo el producto de sus malos usos, hurtos, abusos y corrupciones, le abrirán, a punta de misas y dádivas, las puertas del cielo.
San Pedro se le aparece meneando una bolsa de doblones. Lleva una campana que en lugar de badajo trae colgado un real. Tiene los dedos cubiertos de dedos, los más parecen turcos.
Pero eso fue allá, cuando don Jerónimo aún vivía y vio de frente a la Muerte, cuando escapó a María de última y definitiva manera. Ahora, sobre la Marquesa, cuanto rodea a María es confusión. Nadie marca distancia con el caos y nadie dice nada claro. Todo pertenece a la imitación del Día Primero. ¿Quién no lleva todo revuelto? ¿Qué hace a María excepción? ¿Es una más entre los confusos, los miles de hechos a medias, los aún no creados como lo fueron el día primero, los del comienzo, en el caos? María celebra la ceremonia íntima, la amorosa, como nunca lo ha hecho. Posee a su amado entero para ella, lo tiene en sus brazos, entregado completamente a ella, él es suyo, ¡suyo!, sin que la sombra de sus escapatorias marque distancias. La realización amorosa ocurre entre un cadáver inmóvil y un corazón en duelo. Son el uno para el otro. Son la entrega completa, el instante que semeja la eternidad. Se consuma el ágape. Y la sublime unión de dos almas contagia su alrededor: la luz abraza el cuerpo de la oscuridad cubriéndola del todo, las olas besan la pedregosa costa. El contagio de inmediato se enferma: sobre la costa, aquellos cadáveres emulan el amor, abrazándose con una lasitud que conmueve; la esperanza y el horror se dan la mano y bailan, y creen que son amigos.
Las corrientes del mar han depositado en la costa, junto a las galeras y alrededor del campamento de esclavos, la pedacería que dejó la pólvora: miles de cadáveres y restos humanos, trozos de remos, tablones, palos, velas y picas. El mar vomita los restos de la batalla a los pies de los victoriosos y sus cautivos. Grupos de cristianos andan como buitres, caminando malamente sobre la alfombra de cadáveres, buscando botín de guerra. Rebuscan en busca de aretes, anillos, monedas escondidas en los vestidos, las ropas, los entresijos del cuerpo. Remueven las pilas de cuerpos que el mar les ha depositado en la arena, y en cuanto van tocando —buenos agentes del caos reinante— dejan la impronta de su codicia.
Las naves turcas aún llevan a bordo un número importante de cadáveres. Don Juan de Austria ordena no tirarlos por el momento al mar, pues todos son arrastrados a sus pies. Las pocas embarcaciones pequeñas con que cuentan no se dan abasto para remolcarlos a donde la corriente los arrastre a otras costas.
Los más de los cadáveres dan un espectáculo horroroso cuando no vomitivo, flotan aquéllos hinchados de agua; éstos muestran las tripas fuera, los vientres abiertos, las cabezas separadas de los troncos; los miembros arrancados descansan en la arena; hay dedos, infinidad de dedos, hay manos y pies, hay piernas, hay narices; si la armada turca fue rota, sus hombres quedaron en pedazos y han sido empujados a la costa; la marea inocente los trajo aquí creyendo que, al contagiarse del buen espíritu de los victoriosos, los trozos encontrarían a sus respectivos trozos y los cuerpos podrían volver a reunirse, a formarse, como si éste no fuera el primero sino el último día. Los cuerpos se despedazarían. Pero el contagio ha sido en sentido inverso. Allá, dos soldados cristianos que no han dormido se refocilan atormentando a un herido turco. Comenzaron a golpearlo para obtener informes de dónde hallar riquezas escondidas. El turco no ha hablado y ya no podrá hacerlo nunca más, que sus verdugos lo han dejado sin lengua ni labios, pero aún tiene vida, le infligen sufrimientos lentamente, en festiva disposición. Si algún ser superior hiciera valer en ellos la ley del «ojo por ojo y diente por diente», los golpeadores estarían tuertos y las bocas huecas, vacías. ¿Nadie irá a acusarlos con los altos mandos de la armada cristiana? ¿Qué sentido tiene cebarse así con el dolor ajeno? Don Juan de Austria ha permitido el libre saqueo, creyendo a sus valientes justos merecedores de éste —la paga no es mucha y acostumbra a ser irregular—, pero no dijo «Den rienda suelta a toda crueldad». Su recomendación no hizo falta. Los que tienen piedad usan el cuchillo para cortar gargantas, han soltado las amarras dejando ha mucho toda piedad. Don Juan de Austria celebra. Si llegaran a decirle que sus hombres se cobran el pago del triunfo machacando las carnes de los vencidos para obtener bizarros placeres, ¿lo impediría? ¿Los reprendería siquiera? Cuando zarparon de Mesina llevaba la recomendación de Pío V: que todos los soldados se comporten ejemplarmente y que se rece mucho. ¿Cómo fue que lo dijo? En una carta expresó muy bellamente a don Juan de Austria que le encargaba encarecidamente que «se viviese cristiana y virtuosamente en las galeras, que no se jugase ni se jurase». El generalísimo lo tomó muy a pecho e hizo colgar a un hombre en Mesina por haberle oído decir una maldición que lastimaba el nombre de Cristo y su familia. Pero, para empezar, no hay quien vaya a informar de estos goces a don Juan de Austria, quien ajeno al caos reinante, está a todas luces eufórico de alegría. Con su camisa negra… dijo quien lo vio: «Su Alteza estaba herido en el pie de un flechazo, aunque fue poca cosa. Comió ayer en la galera de Juan Andrea, donde también llegaron convidados el príncipe de Parma, el de Urbino, el conde de Santa Flor, Marco Antonio Colonna y el comendador mayor. Juan Andrea estuvo muy comedido y le rogó y porfió porque se sentase, deseoso de ganarse la aprobación que no mucho merecía por su cobarde gobierno en la batalla, pero don Juan de Austria se negó, ostentando su estar de pie contra la cobarde tacañería de Doria. Yo entré en ella con dos caballeros. Y Su Alteza, muy regocijado y con una camisa muy negra que no se la había mudado después de la batalla y que mostraba bien el trabajo que había tenido, habló efusivamente a lo largo de toda la comida de la batalla, y engrandeciéndola como lo merece, dijo: “Esta jornada era para mi padre”». Otro motivo por el que no se alza una sola voz para informarle de los goces negros de sus hombres es porque una espesa cortina de humedad recubre todas las escenas. Los hechos se desdibujan: de poca cosa ha servido este amanecer que nada más instalarse se ha enturbiado.
Por el momento, la galera Real está en silencio, no canta. Durante el trayecto —incluso cuando el mal tiempo flagelaba la armada cristiana—, así como a todo lo largo de la batalla —también cuando quedó encajada por la Sultana—, al son de sus tablones catalanes golpeando las olas, la Real cantó sin parar: «Yo soy la más bella, soy sabia, soy fuerte; reúno todas las virtudes, soy la única que se cumple en sí misma. Yo no necesito Guerra, ni requiero de la Paz, ni del mar siquiera, ni me importa un bledo tierra de quien he tomado lo que necesito; soy plena, me basto a mí misma».
La Real continúa siendo bella porque no sabe evitarlo, pero rodeada del escenario descrito y poblada por los carpinteros que la trabajan para regresarle su aspecto impecable, parece más un taller que el asiento del generalísimo. Como se ha dicho, está en silencio, en silencio total, como cuanto la rodea es una cosa deshecha, sus cuerdas destensadas, incapaz de un canto armónico. Alrededor del casco en reparación, los cadáveres la golpean, azotados contra ella por el movimiento de las olas; parodian a las abejas frente al panal. Así, y sin cantar, sin decir en sonora voz sus cualidades, la Real algo tiene que repugna. Se diría que ella misma está asqueada, aunque esto no puede jurarse, ¿cómo saberlo, si la Real ahora no se expresa? Chirrían las sierras, golpetean los martillos, los cadáveres, como se ha dicho, zumban, y la gorda satisfacción de don Juan de Austria, aún reposando en la cámara real, es tanta que parece que la eructa, y esto repetidas veces. Don Juan de Austria se embelesa pensando que se vuelve rey de Albania (¡hic! —se escribe aquí hic por desconocerse grafía mejor para el eructo—), que se hace de un reino tierra adentro en Túnez (¡hic!), que se casa con la reina de Escocia, María Estuardo (¡hic!), o con la reina Isabel, la inglesa (¡hic!), que es nombrado rey de los Países Bajos (¡hic!).
La Real sabe no ver e ignorar, pues es su propio centro. Ignoró cómo, en la primera vuelta del saqueo, junto con las más visibles riquezas que eran muchas, despojaron las galeras vencidas de los barriles de vino y extrajeron los muchos que sumaban los dos de agua que cada forzado lleva bajo el banco. En la cuarta ronda hurtaron las velas otomanas —¿se le puede llamar hurtar a lo que les pertenece por legítimo derecho?—, que son mucho más ligeras que las cristianas, dos veces menos pesadas que las nuestras porque los turcos echan mano de una tela de algodón muy ligera, de tejido cerrado, mientras que las nuestras son de hilo de cáñamo, cuando se mojan pesan tanto que inclinan las galeras. En la quinta ronda, el botín consistiría solamente de cobertores y otras menudencias.
Pero la quinta vuelta queda ya lejana y no dejan de visitarlas, siguen dándoles vueltas, buscando, hurgando, arañando, husmeando, revisan hasta las junturas de los tablones.
Los buitres dichos, los cristianos que rebuscan entre los caídos que ha traído aquí la mar, meten los dedos en las bocas de los muertos, removiéndolos bajo la lengua y entre los dientes; ¿habrá un anillo, una monedita, una pepa de oro bajo la lengua, en la garganta? Los más remueven también adentro de los anos y no hay quien no desnude las medias rotas para ver qué halla entre los dedos de los pies. ¡Los vencedores están como machos en brama, buscando ansiosamente dónde meter la punta y sacar jugo!
En cuanto a María la bailaora, luego de mucho intentarlo, cae un instante, inmensurable de pequeño, en el verdadero territorio del sueño, donde el mundo se apaga y comienza aquella otra vida. Un instante, y en él también, simultáneamente, regresa al odioso mundo: «Yo soy la muerte, yo sola», se dice María, en su sueño. Asqueada de sí, atemorizada por sí misma, regresa a la vigilia, a donde arriba agitada, como si viniera de correr en campo abierto. Pero no se ha movido. Cayó dormida tal y como veló, las dos rodillas en el piso, la capa colorada a los hombros, el cabello alborotado. Despega la cabeza del cuerpo que ha velado durante la noche. La ha traído en firme a la vigilia oír unos remos batir rítmicos el agua. Ya está bien despierta cuando oye que los tablones de una pequeña embarcación golpean contra la Marquesa. María la bailaora se levanta. Camina hacia el barandal para ver quién ha llegado, quiere oír qué dicen porque cree haber escuchado «don Jerónimo Aguilar». ¿Vienen por él? Por un instante milagroso, el mal clima se calma, la espesa niebla se levanta, cae un rayo cruel de sol y se detiene la sucia lluvia: frente a María, sobre la superficie del mar, al pie de las muchas galeras y hasta donde alcanza a ver el ojo, miles de cadáveres se exhiben despojados, rotos, hendidos; vaciados navegan en el agua rojiza. Como para dejarla ver, las naves están alineadas de tal suerte que hay un claro entre ellas por el que puede pasar perfecto el ojo de María y ver, ver lo dicho bajo ese primer rayo de sol del nuevo día. Esto dura un momento. El viento vuelve a soplar, el rayo aquél de sol corre a ocultarse tras los grises nubarrones, caen gordas gotas de una lluvia pertinaz, la neblina se acerca caminando de puntitas: lo último que es visible a María es una jauría de perros devorando algún cuerpo en la playa. ¡Ay, la marea se enfurece también! ¡El mar regurgita, haciendo coro a los sueños de grandeza de los generales vencedores!
La visión que María la bailaora acaba de presenciar se le ha encajado en la retina, se niega a entrar en su conciencia, está clavada como una paja en el ojo, como una arenilla en el párpado o una irritante pestaña.
A su lado está ya el cuerpo de soldados que tiene asignada la labor de peinar las galeras y llevarse consigo los cadáveres de los soldados cristianos. Tienen la orden expresa de llevarse al que sujeta María la bailaora. En María no hay fuerzas para objetarlo. Los comisionados solicitan a otros firmen testificando que el muerto responde al nombre del muerto, lo hace el alférez Santisteban; no piden a María la bailaora que lo haga porque ya es a ojos de todos sólo mujer.
Entre dos soldados cargan a don Jerónimo Aguilar tropezando en la espesa neblina, van a lo ciego. Lo bajan del barco sin mayor ceremonia y lo tiran sobre la pila de cadáveres que van alzando en la liburnia fúnebre. Se van, los remos esquivando escollos, que son todos restos de la batalla.
El peso del día de ayer completo cae sobre los hombros de María y por un momento piensa que no puede sobreponerse. Le tiemblan las rodillas. Toda María es memoria reciente, la de ayer. No tuvo tiempo de vivir lo que vivía. Separada del cuerpo de don Jerónimo, su conciencia despierta, regresa a un punto, se adhiere a éste y recuerda. El que ha elegido para hacer nido y recordar, o el que la ha elegido a ella, es el momento en que la Real ha sido capturada gracias a sus buenas labores guerreras. Entonces, mientras a su lado la soldadesca se crecía sin el temor del enemigo y con la exaltación natural de la visible victoria, María la bailaora oyó, sintió y pensó lo que aquí sigue: