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Donde aparece la relación de Ruf, perro faldero de don Juan de Austria, a quien el can llama con su nombre de infancia: Jeromín

Soy nervioso por naturaleza, los ignorantes dicen que debido a lo pequeño de mi persona, pero son rasgos de mi carácter que no guardan relación. Provengo del perro pastor, de él viene el dogo, tan ducho en la caza, de éste el danés pequeño, el carlín, el perro de Alicante, el perro faldero y de ahí el perro maltés. Del perro pastor me viene el instinto de defensa y la obediencia; del dogo, el olfato agudo y los músculos siempre en alerta. Del carlín heredo la aptitud a dar y recibir caricias. Del perro de Alicante, mi lealtad a toda prueba. Del faldero, la belleza, lo delicado de mis facciones y la finura de mis extremidades, especialmente ahí donde acaban los miembros. Pero eso no describe sino mi raza, no mi familia en particular. Argos, el perro viejo de Ulises que murió de alegría al verlo de regreso, es el primer ancestro de quien guardamos memoria, de él continúa la tradición de lealtad perruna a toda prueba, el dormir ligero y que nuestros sueños sean tan parecidos a los de los hombres. Los perros vulgares pueden ayuntarse con lobos y engendrar hijos, pero no ocurre así con nosotros, nuestra simiente goza de una selecta manera de comportarse y la fecundidad indiscriminada no se cuenta en nuestros dones. Los míos solemos reír por la cola como el hombre lo hace por la boca, y hay quien cree que algunos de los nuestros han sido engendrados por humanos. Lo mismo se decía del infante Carlos, que su padre no era Felipe sino un perro, pero —lo aclaro— sin duda no un maltés, aunque la oreja caída, el cabello largo y rizado, la forma un poco enana invitan algo a pensarlo.

No haré aquí la presunción de los grandes que me han precedido.

Por mi parte, corro todo el tiempo. Salto. Ladro. Me agito. Rara vez me calmo. Mis nervios delicados estallan. Mi amo —¡lo más hermoso que se ha visto nunca!— tiene los pies mejores del orbe. Mi amo Jeromín. Mi amo único. Baja la cabeza, me enseña sus cabellos perfumados, yo enloquezco… Hermosos, suaves, tersos, cabellos de un ángel. ¡Divino Jeromín, nadie se parece a ti! ¡Nadie huele mejor que tú! ¡Sólo tú, Jeromín! Brinco si te agachas. Te lamo tus labios, hermosos como todo lo tuyo. Te saben a dulce, ¡Je-romí-ín!

Cada vez que ladro digo tu nombre.

Te tengo adoración.

Me dan celos cuando juegas con la mona frente a todos, creyendo que así te encontrarán gracioso. ¡Somos tú y yo los que, nuestros hermosos cabellos bien aliñados, jugando juntos causamos admiración en el mundo! ¡Juega conmigo! ¡No toques a la mona, es un bicharrajo idiota pelisingracia! ¡Yo soy tu compañero, yo soy tu juguete! ¡Tócame, Jeromín!

En la Real se ha llenado de piojos, la mona ésa, salida no sé de qué mugrosa selva. ¡Que no la toques! ¿No ves que te están viendo tocarla? ¡Puag! ¡Ascos me da esa mona piojosa!

¡Eres mío, Jeromín, mío, tú que eres perfecto!

Profeso la fe de Jeromín.

Me cuidan, me miman, saben que soy delicado.

Me lavan el cabello con agua de rosas olorosas.

Me cortan las uñas.

Llaman mano a mis patas.

Tengo el cabello rizado y de tono blanco pálido como la espuma de las olas. Yo no dudo que en mi sangre haya un tritón.

¡Yo también soy divino, soy igual a Jeromín!

Por algo soy su mascota, yo soy su compañía. Yo duermo con él desde que tengo memoria. A veces él y yo invitamos a alguien más a la cama. A Margarita, que tiene la piel suave. ¡Yo le lamo el ombligo a Margarita!

«Mendoza», le dice Jeromín, y ella le contesta: «¡Juan!, ¡Juan!», y otras veces el largo y digo que no muy cariñoso «¡Don Juan de Austria!».

Dormimos los tres juntos y él le acaricia el cuello y me acaricia el cuello, y ella me acaricia la barriga.

Somos tres príncipes.

Jeromín me tiene singular aprecio, me da un trato que habla de la calidad infinita de su corazón. Como en bandeja de oro aun cuando en campaña él coma en plato tallado en la mesa. Se arrebata los bocados de la boca para dármelos a mí. ¡Y qué boca tiene Jeromín! ¡La boca más linda que puedan imaginar! Aunque nada es comparable a su cabello, ¡no! Su hermosa, abundante cabellera lisa, suave como una seda.

Ahora que viajamos sobre la mar, escuchamos explosiones que me ponen muy nervioso. En nuestra galera se encaja otra con un golpe. Hombres casi desprovistos de olor caen sobre nuestra cubierta. Yo les ladro.

Estoy furioso.

Les ladro. ¿Qué hacen aquí metidos, desolientes?

Les ladro. Me desgañito: ¡fuera, fuera de aquí, turcos!

Muerdo un talón, me patean (¡nunca nadie me había pateado! ¡He ahí la primera patada de mi vida!), se escuchan innumerables estallidos, la pólvora estalla como en mis oídos.

¿Que quieren volverme loco?

Corro de un lado al otro de la cubierta. Corro. Regreso.

Estoy nervioso. Me matan sus ruidos. Basta. Muerdo al que consigo agarrar. Agarro un dedo.

Me avientan contra la pared del barco. Me duele la cabeza. Estoy furioso. Todo está lleno de humo. ¡Jeromín! Quiero verlo, saber que está bien, mi amo. Me le acerco. Huele a sangre. Tiene el tobillo herido, la camisa manchada.

Me pongo más loco. Me aviento al cuello de un moro que se está agachando y lo muerdo. Alcanzo a pescarle la oreja. Se levanta llevándome de arete. «¡Conque perro que ladra no muerde, moro! ¡Trágala, perro!», y lo muerdo. ¡Cada perro se lama lo suyo!

Me arranca de él y me vuelve a aventar y sale a espetaperro, por piernas, no tiene carne de perro, le falta resistencia.

Esta vez pierdo el lazo que siempre adorna mi cabeza.

¿Dónde cayó? ¡Mi lazo! ¡Mi lazo! Mi lacito predilecto, al que le miro el hilo que cuelga de su colita. Le soplo al hilo, meneo mi lacito, corro tras él. ¿Dónde cayó?

«¡Tarde de perros!», me digo.

«¡Esto se está volviendo el sueño del perro!», me digo también, al ver que aquí las cosas no están saliendo como mi Jeromín manda.

Me enfurezco.

Corro agitado a un lado y al otro. Voy y vengo, estoy ciego de nervios.

Me sereno lo suficiente para ver.

La tripulación de nuestro barco ha desaparecido. Todos han brincado hacia el barco vecino.

Estoy solo en la cubierta. ¿Brinco con ellos? ¡Ansias, ansias, ansias me comen, me estoy ansiando!

¡Ladro, brinco, ladro!

De pronto, veo caer algo en la cubierta, en mis propias narices. Parece una pelota, parece una bola de metal. Rebota hacia un ángulo que no espero, por un golpe me cae en la cabeza. Rebota otra vez.

Salto tras el objeto. No es bola. La huelo, algo me resta de mi frío temperamento germano. Huele a quemado. Es de figura oval y tiene dos asas. Es de latón. La examino mejor: es una granada de fuego, una bola de latón duro cargada en el interior con onzas de pólvora. Tiene una mecha encendida. Reacciono: ¡es una granada! ¡Va a estallar y quemar los tablones de la Real si lo permito! La muerdo de una de las dos asas, apretando duro las mandíbulas. No alcanza a quemarme el hocico, pero arde. Aunque arda, la muerdo y más, la sujeto bien fuerte. Corro con ella entre los dientes hacia la popa, subo al puente de mando, me asomo al barandal que mira al mar, la tiro afuera del barco, abriendo las mandíbulas y sacudiendo la cabeza.

La granada cae en el mar que ahora no es de agua sino de cuerpos caídos y tablones rotos y trozos de armaduras y remos.

Atrás de mí, un hombre grita:

—¡El perro de don Juan de Austria es un héroe, ha echado fuera del barco la granada que iba a estallarnos en astillas!

¡Qué más puede esperarse del hijo del perro de Margarita de Parma, que fue hijo a su vez del hijo del perro de la madre de Carlos V! ¡He aquí sangre cristiana y limpia y estoy cierto de que no cargo en ella mancha como tantos de Iberia, yo ni gota mora, judía o gitana! ¡Gente asquerosa, los de Iberia! Yo vengo de Alemania y Flandes y entre todos mis antepasados nadie podrá encontrar gota de suciedad. ¡Yo no tengo ni pizca de judío! ¡Y soy perro, y no soy moro!

¡Grito grito grito grito —lo que ustedes llaman ladrar— grito grito!

¡Ey!, ¿quién me prende del cuello? ¡No me tomes así que me despeinas!

¡Maldito! ¡Suéltame! ¡Perro sucio! ¡Maldito moro, te muerdo el arete!

¡Al perro, al perro con este maldito moro!

¡Suéltame, que me ahogas!

¿Qué me estás haciendo?

¿En qué me estás sumergiendo mi colita? ¡Aceite, aceite negro, maldición, no me hagas estooooooo, no me sumerjas en esa goma negra, pegajosaaaaa!

¡Arf!

Fin de la relación de Ruf.

La otra mano de Lepanto
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