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De lo que ocurrió de vuelta a Mesina, sita en Sicilia, a quien llamaban en su tiempo «el granero de Europa»

Apenas hacen puerto en Mesina, María la bailaora hace las averiguaciones necesarias sobre qué documentos o sobornos son necesarios para sacar a Miguel de Cervantes de la Marquesa, y para dejar ella misma la armada. No escribe las cartas que le piden, no llena los cien formularios pertinentes para obtener los permisos que dicen necesarios, porque don Juan de Austria ha dado la orden de que las formaciones del ejército se conserven tal cual, que no se otorguen permisos ni salidas. El bastardo espera convencer a los aliados y a la corona de que es imprescindible seguir contra los turcos sin pausa alguna, para hacer su humillación mayor y más vasta la gloria cristiana, y la malaria de Saavedra no es suficiente como pretexto para dejar el ejército, puede ser curada a bordo. Tampoco lo es que ella sea mujer, el «privilegio» obtenido por su buen desempeño en la batalla la ha convertido en soldado enrolado en toda forma y así cautiva hasta que se dé la orden de disolver la armada. María recurre al soborno. Pone en la mano apropiada una de las dos monedas de oro y nuevo cuño recibidas en pago por sus servicios en Mesina. Con ésta consigue lo que no hubieran podido mil papeles, y así es como los dos dejan la Marquesa. Miguel de Cervantes y María la bailaora pisan tierra, él ataviado a medias de papagayo, ella otra vez vestida de mujer, que lleva bajo el brazo su traje de soldado y viste un atuendo femenil que ella se ha hecho con porciones de prendas de caídos. Bajo las ropas de María está un valioso collar de oro, del que no quiere echar mano, sabe que con la otra moneda nueva tienen, y de sobra, para pagar doctores para Cervantes, y los gastos que hagan falta a María para dejar el puerto rumbo a Nápoles.

María lleva al enfermo de malaria al hospital de Mesina. Apenas puede el pobre tenerse en pie, a la fiebre se han sumado mareos y vómitos y un malestar que le hace creerse muy cerca de la muerte. María lo entrega, afirmando que fue en Lepanto donde este hombre se estropeó la mano y no por ser ningún tipo de «malhechor»; explica con detenimiento cómo peleó valiente, venciendo el peso de la enfermedad, y testifica que es hombre de mucha valía. La palabra de esta gitana tiene peso de oro: todos se hacen lenguas de su heroísmo y la creen a pie juntillas.

María se hospeda en un mesón no lejos del hospital, donde le dan un trato amable y respetuoso. Ha pagado su estancia con las ropas soldadas, sus pinceles y lo poco que le resta de sus pinturas. Para su comida va dando en metálico. En sus idas y venidas por el puerto, el mesonero le cuida la espada, porque en sus nuevas ligeras ropas de mujer ésta no tiene cabida. La llevará consigo cuando se embarque, pero no la carga consigo en sus andanzas de Mesina; va desarmada y aunque no baile —porque no encuentra el clima propicio, ni tiene músicos que la acompañen— se hace llamar «la bailaora». El cabello le ha comenzado a crecer, cualquiera que le ponga los ojos encima la encontrará hermosa.

Una mañana, María está de suerte y consigue hacer arreglos para salir de Mesina en una de las liburnias que carga el correo. Se desvía un poco de su regreso al mesón, donde irá a recoger su espada y quemar un poco el tiempo antes de que llegue la hora de embarcar, para visitar un momento el hospital y despedirse del Saavedra. Lo encuentra en mucho mejor estado. Está despierto, acaba de comer y parece tener la cabeza despejada. Viéndose en tan buenas manos —que hasta una cama para él solo le ha conseguido María, como si fuera hospital de los caballeros de Malta—, animado y seguro de que en cualquier instante estará por completo restaurado, Miguel de Cervantes le dice a María la bailaora que quiere retribuir su generosa atención, que «en todo punto desmerezco», y le recuerda «que soy pobre y nada tengo a darte, haré lo que hacemos los poetas, que es vestirte de versos, llenarte de gloria y de oro en el papel. Pero necesito me digas quién eres, dónde vas, de dónde vienes».

—Yo te voy a contar mi historia, tú la guardarás en tu memoria y debes prometerme que algún día la escribirás. No hay mejor retribución posible para esta gitana, me apego a tu ofrecimiento. Lo que te voy a decir, en cambio, no se apega a la línea a la vida que he tenido, pero así quiero que digas que la tuve. Mejor regalo no puedes hacerme. Luego, si quieres perder el tiempo conmigo, te cuento la otra, la que no quiero que tú repitas.

—Y valga, que vaya este trato. Yo te prometo que escribo la que me cuentas. Pero no quiero oír la otra, tu verdadera, porque la guardaría en mi golpeado pecho y te traicionaría, ¿y yo por qué he de querer traicionarte, si lo que quiero es retribuirte? Dime, cuéntame la historia que tú hubieras querido tener.

La otra mano de Lepanto
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