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Acerca de la caída de Famagusta, donde se cuenta lo que se supo sobre ésta por el bergantín venido de Candia

Ahora es Famagusta la que ha caído en manos de los turcos, y el Pincel vuelve a oír cómo se narran con brutal detalle los pormenores del pillaje, el saqueo, las vírgenes violadas, los altares profanados, primero alterando sólo un poco la historia que se supo de Nicosia, que si han puesto a los caballos a comulgar en la hermosa catedral de San Nicolás —idéntica a la de Reims, recuerdo de cuando los franceses controlaban Chipre—, usan los cálices de pesebres… ¿La harán mezquita?… Los infieles embarcan muebles, tapices, telas, joyería, el oro y la plata para servir las mesas… El monasterio de San Barnabás arde en llamas… Los bárbaros no se detendrán hasta dejar los fastuosos palacios venecianos reducidos a polvo…

Pronto los pormenores de Famagusta corren de boca en boca: que si los habitantes de Famagusta habían talado los jardines y hermosos bosques de cedros y naranjos que embellecían los contornos de la ciudad; que si no tuvieron tiempo de privar a sus enemigos de las aguas de los manantiales; que si un mes les había llevado a los sitiadores fortificar su campo y acercar su trinchera a la contraescarpa, y que, allanados los fosos, la muralla de Famagusta había estallado en explosión tremenda; que si el 2 de agosto entraron a caballo muy hermosamente vestidos dos kiayáes o mayordomos, uno de Mustafá, el otro del agá o coronel de los jenízaros, y al campo de los turcos pasaron el veneciano Hércules Martinengo y uno de Famagusta de nombre Mateo Colti y llegaron muy prontamente al acuerdo de las capitulaciones; que si entregaron a Mustafá las llaves de la ciudad que recibió diciendo maravillas del heroísmo de los defensores, no ahorrándose elogios para Bragadino, Baglione y los otros capitanes; que si éstos, vestidos con toda ceremonia sus túnicas púrpuras y los quitasoles encarnados, se dirigieron a la tienda del bajá Mustafá, donde conversaban en los mejores términos, hasta que de pronto Mustafá exigió le devolvieran las embarcaciones que estaban por salir de Famagusta, cargadas con algunos de los sobrevivientes, y que en breve saldrían a Venecia; que si Bragadino se negó, porque esto no había sido acordado en las capitulaciones; que si el bajá Mustafá montó en cólera, mandó sacar de su tienda a Baglione, a Quirini y los restantes capitanes, y degollarlos ipso facto; que si pocos días después el traidor Mustafá hizo desollar vivo al heroico Bragadino; que si su piel fue rellenada de paja, suspendida en la entena de una galera y paseada como señal de su triunfo y vileza por todas aquellas costas.

Los soldados de la Santa Liga coreaban el nombre de los caídos. ¡Murieron Astor Baglione; Luis Martinengo; Federico Baglione, el caballero del Asta, vicegobernador; David Noce, maestre de campo; Aníbal Adamo, de Fermo; Escipión da Citta, de Castello; el conde Franciso de Lobi, de Cremona; Francisco Troncavilla; Flaminio de Florencia y Juan Mormori, el ingeniero!

Repetían también los nombres de los capitanes que quedaron esclavos: el conde Hércules Martinengo, el conde Néstor Martinengo, que luego logró fugarse; Lorenzo Fornaretti, Bernardo de Brescia, Bernardino Coco, Marcos Crivelatore, Hércules Malatesta, Pedro Conde de Montalberto, Horacio de Veletri, Luis Pezano, el conde Jacobo de la Corbara, Juan de Istria, Juan de Ascoli, el marqués de Fermo, Juan Antonio de Piacenza, Carleto Naldo, Simón Bagnese, Tiberio Ceruto, José de Lanciano, Morgante, el lugarteniente, un alférez, Octavio de Rímini, Mario de Fabiano, el caballero Maggio…

María no fue insensible a la exaltación colectiva, ni fue quién para decirles: «¡Un momento! ¡Oigan! Este detalle y aquel otro son idénticos a los que describieron cuando cayó Nicosia!», porque también el Pincel se enardeció. Supo que no podía, no debía desertar, ya no hacía falta que nadie intentara defenderla, ni se lamentaba de haber sacado la espada cuando la historia de las Pizpiretas. Pelearía contra quienes se han apoderado de «su» Famagusta. Había que defender la ciudad, que es bien suya porque ahí debe ir a depositar tarde o temprano el encargo del generoso Farag. De pronto, lo que hace ya tiempo no le ocurría a María, es una más, es cualquiera entre la turba. En los corazones ha despertado un deseo común: venganza, y bajo este manto María se ampara olvidando la prisión de su amor por don Jerónimo, reconociéndose como parte de «su» ejército, al rescate de «su» ciudad.

Fin de la primera parte de este libro que consta del capítulo uno y dos, más el pórtico llamado Galera.

La otra mano de Lepanto
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