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De vuelta a Nápoles, donde dejamos hace unas páginas a María la bailaora, y donde se dan cita un número importante de soldados de la Santa Liga
Antes de toser, el buen Farag contestó la pregunta que aquí se formuló páginas atrás: ¿qué tiene que ver con María la bailaora la caída de Nicosia y la amenaza inminente a Famagusta, cuando lo que ella baila es el fervor, la agitación, la locura de Nápoles y la memoria de lo que fue Granada? María la bailaora tiembla como toda la Europa cristiana por el descenlace en Famagusta. Los venecianos prominentes han dejado sus palacios, cargando consigo las más de sus riquezas, creyendo ya inminente el ataque de los turcos. Si cae Famagusta, verán entrar a casa al Gran Turco, Venecia será de los otomanos. Causa horror la caída de Nicosia, llamada así en nombre de Nike, la diosa de la victoria. Un ultraje a su nombre: Lala Mustafá sitió Nicosia 46 días. Al final sólo resistían quinientos venecianos encerrados en el palacio de gobierno. Los asediaban veinte o treinta mil turcos. Éstos enviaron a un monje griego a pactar los términos de la capitulación. Nicolás Dandolo, gobernador de la ciudad, aceptó los términos de la rendición impuestos por los turcos, pero Lala Mustafá, faltando a las leyes de la guerra, no los respetó, asesinó a todos los sobrevivientes a sangre fría. Lo mismo hizo con los veinte mil griegos que habitaban la ciudad, masacró a los inocentes sin clemencia. Morir no fue lo más terrible, ser muerto con el filo directo de la espada fue considerado por muchos miserables un privilegio. Dejemos de lado la avaricia de que dieron muestra los vencedores; los que decían haber presenciado el horror reseñaban que cuanta crueldad y brutalidad son posibles fueron infligidas sobre hombres, mujeres y niños por igual. ¿Qué podía esperarse de un intrigador de su estofa? Arrebató el trono al sabio —aunque cándido— y hermoso Mustafá Bayezid —hijo de Rosa de primavera, que había sido la favorita de Soleimán en años anteriores— para ponerlo en manos del perverso Selim —hijo de Roselana, esposa única de Soleimán en sus últimos días—. Selim II se convirtió, como era previsible, en un sultán ignominioso y cobarde: no se presentaba nunca en los frentes de guerra, faltando también en esto al ejemplo de su padre, quien fuera hombre religioso e íntegro. Bajo el mando de Soleimán el Magnífico el ejército otomano con sus legendarios jenízaros fue invencible. Ahora Selim II, sentado en su trono, el diamante más grande que hayan visto en su pulgar, pasa los días rodeado de placeres, protegido por un cuerpo militar formado por cien enanos, las cabezas desproporcionadamente grandes, las cortas piernas zambas, ataviados con telas bordadas de oro, cada uno en las manos su pequeña cimitarra, afilada y brillante, cargada de joyas. Y continúa cosechando victorias. Cayó Chios. Cargaron con tributos a Ragusa. Cayó Naxos. Cayó Nicosia.
Las victorias son manejadas de diferente manera por los altos mandos de Selim II. Jamás hubiera permitido Soleimán el Magnífico que no se respetaran los acuerdos de capitulación acordados por ambas partes. Pero éstos son otros tiempos. Lo único que perdonó Lala Mustafá fue la vida de dos mil niños y jóvenes tiernos, los más hermosos de Nicosia, para hacerlos embarcar hacia los mercados de esclavos de Constantinopla. Aun vencida y embarcada en la mar, Nicosia continuó resistiéndose: a bordo de una de las naves, una joven de edad muy tierna —pues no alcanzaba los trece años, podríamos decirla niña—, Amalda de Rocas, sorrajó el último golpe prendiendo fuego a la bodega de pólvora, volando consigo a los ochocientos esclavos y una carga de valor considerable, toda botín de guerra.
El riesgo inmediato es la caída de Famagusta.
María la bailaora sabe que tiene que viajar a Famagusta, debe llegar, necesita buscar a los amigos de Farag, sembrar el libro de hojas metálicas que lleva consigo. Tiembla más que un veneciano cada que oye que la catedral de Chipre ha caído. La siguiente es Famagusta —lo dice todo el mundo— y de ser así, si cae la ciudad, ¿dónde depositará el objeto de su misión, el que lleva ya dos años consigo? ¿Fracasará? María ha recibido confusas noticias de los moriscos y Granada, revueltas, incompletas y todas ellas malas; cada día les quedan menos esperanzas, y una de esas disminuidas y pocas viene en los brazos de María y debe llegar a Famagusta. Si cayera Venecia no zumbarían los oídos de María, pero Famagusta… ¡Famagusta! ¡Farag! ¡El libro!
Nápoles reverbera con la caída de Nicosia, y María que baila Nápoles reverbera doblemente. Se escucha decir «no han dejado casa ni templo que no incendiasen y saqueasen, hasta los sepulcros violaron creyendo encontrar en ellos con qué satisfacer su codicia». Y María piensa en incendios y saqueos, y oye barrer sus sueños, escucha cómo se hacen espuma y vapor, y cómo deshechos desaparecen. De esto, a su modo, habla Nápoles, con esto vibran los napolitanos y los soldados de la Santa Liga que vienen de todas las naciones cristianas. Incluso hay voluntarios ingleses, y hasta un puño de franceses, así sea su nación tan poco generosa, aquí están. Nápoles es el baile de María la bailaora, es verdad, pero en Nápoles pone los pies porque tiene el corazón hinchado, y el viento que sale de éste la navega hacia Famagusta.
Es de noche en la ciudad. Nadie recuerda ahora la hambruna que hace muy poco la azotó. Nápoles se embriaga, se excita, se llena de la pólvora que la hará soltar su carga, su ardiente, estruendosa expulsión hacia el Mediterráneo de los soldados de la Santa Liga. En la ciudad, todo prepara esta descarga; ¡tú baila, María, baila! María, la bailaora de Granada, oye agitada los relatos que abundan en detalles sobre la caída de Famagusta. Los escucha en vilo. María la bailaora, que es toda pies cuando baila, que no tiene rival en sus danzas, sueña. Sus pies son el narcótico de quienes la ven bailar, transportan a los hombres, a las mujeres, a los niños; cuando se mueven, sus dos pies danzantes embelesan, sacian. A fin de cuentas, ella es Preciosa. El sacristán la espía con la puerta entreabierta, suspirando porque el baile no acabe nunca, los niños dejan de chilletear mientras la contemplan, los viejos vuelven a sentir que tienen músculos: María baila a Nápoles divinamente y baila así porque sueña. Sueña preciso, sueña real, sueña abordando los objetos de sus sueños, sueña cayendo de pecho directo en lo que sueña, y desde que llegó a Nápoles, hace diez meses, María la bailaora pasa las mejores horas de sus imaginaciones en Famagusta. Hay que agregar esto al encargo muy sagrado que debe entregar. Si en algún momento María la bailaora soñó con Nápoles, nunca fueron sueños tan perfectos ni placenteros como los que ha tenido con la impecable Famagusta. Nápoles es sucia, ruidosa, caótica; hay tanta gente viviendo apiñada aquí, en tan absoluto desorden, que es difícil no sentirse siempre perdido en ella. La Italia española junta de las dos penínsulas lo más ruidoso, lo más estridente, lo más poco armónico. Nápoles es el recodo intrincado en el que esos dos fuertes temperamentos se ayuntan, sólidamente frenéticos.
La turba ruidosa para la que baila María la bailaora por las noches, que barniza cada gesto de expresiones procaces, no tiene la frescura de la granadina, ni el inocente asombro de los pueblerinos, ni el júbilo de los huéspedes en las posadas de los caminos, ni la efervescencia de la población móvil de algunos otros puertos, ni la fresca iridiscencia de la argelina, ni carece de la devoción a la que María se ha acostumbrado sin saberlo. Y ahora, los hombres del Gran Turco están por barrer con su nuevo sueño. María llegó a Nápoles para, ansiosa, juntar las monedas que la transportarían a Chipre. Lala Mustafá y sus hombres le decapitan a donadores generosos, violan a una amiga con la que habría podido montar una casa para acoger sus bailes, incendian la pensión donde viviría, saquean las tiendas donde ella habría comprado —el bolsillo lleno de monedas— telas para adornar un escenario mullido de cortinones, orinan al lado del confesionario en el que María la bailaora habría acomodado sus rodillas y murmurado pecadillos (más para ser vista confesarse y no ser acusada de mahometana), y queman en hogueras inútiles de un golpe decenas de hachones con que habría iluminado en las noches el salón repleto de hombres muy ricos. «Porque nada hay como bailar a los varones. Las mujeres siempre sienten adentro, así sepan esconderla, un poco de envidia».
El Gran Turco arrasa con sus sueños chipriotas, se come su futuro. Se enciende su sangre en contra de él cuando escucha aquí y allá decir «ahora atacará Famagusta». ¿Quién sabrá ahora que Famagusta es donde la Virgen María dijo que se había de hacer una junta en el tiempo del final del mundo, y que en esta junta un hombre flaco y humilde leerá un texto sagrado, y dejarán los errores que antes tenían y las herejías, y el Evangelio será diferente al que hoy tienen, que no habrá en el nombre del Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, sino solamente un Dios, único? Lo dice el libro escrito sobre hojas metálicas que atesora María la bailaora, el que sabe que tiene que enterrar y hacer descubrir en Famagusta. En esas páginas, la Virgen también encomienda a san Cecilio (que es moro) que viaje a Iberia para predicar la palabra de Dios en esas tierras salvajes. Si el primer cristiano de la península fue un moro, ¿con qué derecho pueden echar a los moriscos los hombres de la mucho más nueva corona de los Habsburgos?
La nueva que corre junto con la caída de Nicosia y el inminente ataque a Famagusta es que los catalanes han recibido la orden de desalojar las Baleares, y esta noche la pequeña colonia catalana de Nápoles ha encendido en la plaza del mercado una hoguera grandiosa. ¿En seña de enfado, en seña de aceptación de los bienes perdidos, en seña de rebeldía, en seña de duelo? En seña de llamar la atención sobre el trágico hecho, que tanto afecta los intereses catalanes. La multitud se congrega a su alrededor, proviene de los barrios napolitanos más diversos; la ciudad se ha vaciado para atestar la plaza del mercado. La leva está presente, pero no es mayoría; los napolitanos enfebrecidos sobrepasan el ánimo de los soldados. Hombres, mujeres, religiosos, estudiantes, soldados, todos discuten, vociferan; combaten desde ya a los turcos, apeñuscados en la plaza celebran una improvisada fiesta. Desde el podio que los catalanes han levantado, el heraldo real informa de las últimas ordenanzas, acciones, mensajes del rey Felipe II. Lee de cuando en cuando los ya muy escuchados papeles de la leva, repeticiones de lo que ha voceado durante el día. Acullá, canastas llenas de bocadillos recién hechos por manos expeditas que han visto ésta es la suya para embolsarse algunas monedas —circulan encontrando espacio a costa de empujones, tirones, jalones para hacerle paso a la vendimia—. Esotros venden tripas cargadas de vino. Y María la bailaora baila. Alrededor de ella hay un tupido círculo al que tiene fascinado. Baila y canta, y en lo que canta está presente la guerra, deja caer las sílabas lentas, repasando cada vocal, acariciándola, estirándola, «Malditos sean los tuuurcos», la acompaña la guitarra y el pandero. Un grito procaz se escucha: «¡Que les corten las manos por putos!».
Antes que estallen las risotadas, María la bailaora responde rápida, acompañando el rasgar de la guitarra de Carlos con el sonido de sus tacones, soltando cada sílaba en los intervalos del zapateadero: «Las es-pa (entre una sílaba y la otra, remata con el tacón, tronando en la madera) ño-las (y entre palabra y palabra, el golpe es doble, ¿cómo consigue María la bailaora hacerlo sonar tan largo?) los pi-que-te-te-te-teaaaaaaa-mos (caen los dos tacones al unísono, válgame válgame cómo, cuánto suenan)». «¡Ale, ale, ale!», grita Andrés, el panderetero. Sigue María la bailaora, «y en las cazueeee-eeee-ee-eee-eeeeeee (suben sus es hasta el cielo, bajan corriendo al infierno, valga, María, valga tu voz, valga), en las cazueeeeeee-eeee eeeeelas», de nuevo «¡Ale, ale, ale!» el panderetero, y «a los moros-moros-moros-moritos nos los guisamos» remata la bailaora, arrancando una verdadera estampida de aplausos. Iluminada por el fuego de la portentosa hoguera, María la bailaora luce la más bella del mundo. Baila, baila también mejor que nunca, mejor de lo que nunca nadie ha bailado esta danza nueva, que nunca la ha bailado nadie, pero si la hubieeeeeeeeeeeeeera bailado alguien, nadie la habría podido bailar mejor que esta hermosa y bella, porque ahora su sueño está acicateado por el deseo de recuperar la perdida Famagusta. Porque en el baile y en la música de esos tres gitanos, se escucha la pérdida, se percibe la casa incendiada de Carlos por los soldados de Castilla, se siente la muerte de los de Andrés, se huele al bello gitano prisionero, el duque del pequeño Egipto, la pestilencia de los pisos mal fregados del convento, la canela de los dulces adornados con las figurillas cómicas que sabe trazar María. De la misma manera, se oyen en el canto y en su baile todas las fábulas, leyendas e historias que estos tres gitanos han oído en su vida. Su canto y su baile es testigo y es delación, es alivio y es olvido. ¿Quién le pone palabras en el momento? María la bailaora baila al son de los aplausos, hasta que baile y aplausos a una terminan. María la bailaora, de Granada para servirle a usted, se dobla, pone su cabeza pegada a las rodillas, extiende los brazos y el cuerpo para recibir la aprobación de sus adoradores. Los aplausos estallan de nuevo.
Carlos deja a un lado la guitarra y pasa entre la multitud recogiendo monedas en un gorrete que obtuvo quién sabe dónde, llueven más a los pies de Andrés, que no deja de sonar el pandero. El círculo que rodea a la bailarina es reemplazado por otro, los nuevos espectadores esperan ansiosos el que imaginan precioso espectáculo, que el muro humano frente a ellos no les ha dejado ver lo que han recibido de manera tan efusiva. María se refresca la cara con agua, echa el hermoso, brillante y largo cabello hacia atrás con un gesto de su cabeza, prueba el tablón y los tacones de sus dos zapatos. Golpea el piso para recomenzar, alza la vista, y encuentra, ahí, un par de ojos clavados que llevan en su lugar ya un largo rato. Baja del tablón y se dirige a ellos.
«¿Usté que tanto me ve? ¿Ya vio? ¿Ya pagó lo que vio? ¡Ande ande, andando!» María la bailaora le truena los dedos frente a la cara, y apenas lo hace repara en las ropas del bello moreno, la banda color de rosa al pecho, el oscuro traje de negra lana de Bretaña, señas de riqueza y distinción. María la bailaora no se detiene, así se haya dado cuenta de su estúpido error. Truena de nueva cuenta los dedos, y al son de los dedos comienza a cantarle: «¿Usté que taaaa-aaaaa (sube y baja, también la letra de María la bailaora baila) aaaa a-aaanto me ve?». Gira la cabeza hacia Andrés, que está terminando de guardar las monedas en la bolsa de fieltro, quien obedeciendo a la orden de sus ojos, golpea con la palma el vientre del pandero. «¡Usté! ¡Usté! ¿Ustéeeeeee, que tanto ve?» «¡Ale, ale, ale!» «Que aquí aquí aquí aquí aquí / no hay-y-y-y-y-y moro moro no hay ni moro ni hereje: ¡Salga!» «¡Vaya, vaya, vaya!» «Deme licencia a i-i-i-irme con ustéee»… El pandero sonó solo. Tras él, las sonajas de María la bailaora, las repicó con cálida gracia y, cuando nadie la esperaba otra vez, la voz, de nueva cuenta esa voz danzante, esa voz acariciadora: «Mateeeee-eee-ee-eeeeeee-mateeeeemos turcos, ¡juntos, juntos, juntos!». «¡Juntos, juntos, juntos!» La multitud completa coreó, acompañando el baile: «¡Juntos, juntos, juntos!».
Algún impertinente, muy fuera de lugar, queriendo romper la magia, el duende, la gracia, grita: «¿Y las castañuelas, linda?». Pero María ni lo voltea a ver, ni le contesta, se guarda para sí: «¡Vete a la mierda tú con tus cuatro mitades duras! Yo no quiero castañuelas, me ensordecen, no son para mi baile. Dejé de usarlas hace años. No las quiero».
María la bailaora baila exclusivamente para uno, y la masa, la turba, la chusma arde deseándola, arde en círculo, arde más alto, más intenso, más caliente que la inmensa hoguera vecina, «que no se ha visto hoguera así, que nosea-noseaaaaa visto hoguera así». Carlos, su dulce e impecable guitarrista, arrastra el tablón de María la bailaora, lo pone bajo sus pies, y la bella suena los taconcillos de sus zapatos contra él. Los tacones de los zapatos bailaores. Mientras, los ojos de María inspeccionan al mirón. Cree reconocerlo.
En cuanto al pecho de esos dos clavados ojos, hay pechos que no-les-di-go, no-leeeees di-go, saben arder sin mostrar los efectos del incendio. Pechos que sostienen caras impertérritas, caras que no enseñan, que no dejan saber del humo, la consunción, que no dejan ver, que no dejan ver, que no, que no dejan ver el carbón traslúcido de tanto arder, el rojo rojo pálpito del que se está consumiendo. Pechos bajo los que dos piernas sinceramente bien plantadas, firmes, no delatan el temblar, el parpadeante temblar del fuego. Este hombre es de ésos, el que vestido con ostentosa riqueza deja caer monedas en el cajón del panderetero. Pero hay fuegos que arden más, que arden más, que arden más que el fuego. Fuegos que son fuego que arde, y arrastra y arrasa, y arrastra y arrasa, fuegos que son consunción del mismo fuego. Y este fuego es deeeeesos, el que ha encendido María la bailaora en el pecho vestido lujosamente, es fuego de fuegos. Y el hombre, así sea de madera dura de fresco ciruelo, así nada nada nadita mía, nada nada nadita mía lo penetre, ha quedado traspasado, herido, quemado, trastocado, y temblando se retira, visiblemente agitado deja la plaza.
No soporta más la belleza ardiente de María.
En este estado no puede ir directo a su casa. ¿Quién podría dormir con el incendio ardiéndole de esa manera en el pecho? ¡Ni un dios de los antiguos!
—No podría dormir, ni yo, qué va, ni nadie; que no que no quenononono no podría dormir. ¡Ale! ¿Quién de los que devoran a María podría dormir? ¿Retorno sobre mis pasos, me vuelvo a verla más que nada, que nada, que nada quiero más que verla ver-la-ver-la verla una vez más verla, otra vez verla, una vez más? —se dice, por completo poseído por el ritmo, la música, la voz, el cuerpo de María.
Hoy ha llegado a Nápoles un nuevo contingente de soldados de la Santa Liga, las calles bullen su apetito fresco. Decenas de hombres medio ebrios se agrupan aquí y allá. A la noticia de Famagusta y la hoguera de los catalanes se suma esta carne recién llegada que busca en el puerto a toda costa placeres y diversiones para cruzar la noche.
Una banda de muy malos músicos desafinando baja por vía Margherita (a sus dos lados las tabernas exhalan bocanadas de ebrios, absorben soldados más frescos), tocando sus ruidosos instrumentos. Al frente de la banda, una rubia, ebria y despechugada, desaliñada, despeinada y desembellecida, privada en su agitación de su normal belleza (¿qué le pasa, qué ha puesto así a la antes linda, qué tiene esta joven ajada, qué tiene esta tristeza que le quiebra la piel en prematuras arrugas, que le embizca los ojos, que le enreda el cabello, que la perfuma de esta manera horrenda, de puro abandono? Es como una casa que los amos han debido dejar en medio de una guerra, así su cuerpo). La cara batida de afeites corridos a punta de lágrimas («¡Ay!, ¡no te talles los ojos, no te frotes la boca, las mejillas!») se contorsiona semejando un baile procaz, abominable. Se retuerce como la víbora de un paraíso, otra vez. La banda la sigue, ella precede a la banda. Suenan a una díscola, provocadora insatisfacción, sus acordes incuerdos; a la proa de su buque llevan este acrostolio de cabellos teñidos, alborotados, una abundante melena que también va dando de gritos como la falsa fea.
La banda le canta:
Parece que como incendios
al instante que la topo;
y todos los arremetes
me azuzan el dormitorio.
La ebria viene mascullando algo para sí, como si no oyera lo que le cantan:
Lo culto de su tocado,
de su donaire lo docto,
lo discreto de su ceño
tienen al pecado absorto.
Haz tu curso, niña,
si es que navegas;
no de puerto en puerto,
de puerta en puerta.
La turba se repliega, se mueve a un lado, se pega a las entradas de las tabernas para dejar pasar la banda ebria. Nuestro hombre se planta en el centro de la calle. La rubia agitada exhibe las tetas. Las raíces de su rubio cabello son blancas, blancas como sus cejas; pero aunque sea una marchita, no es una vieja, su cabello se ha llenado de canas así sea joven. ¿Qué pesar hay en esta falsa, qué traición hay en su dolor? Este siniestro espolón de los músicos se dirige a clavarse directo hacia nuestro hombre, y el hombre no se mueve.
—¡Quítate, necio! —le grita enmedio del zafarrancho, la misma que va corriendo a clavársele—. ¡Quítate que ahí te voy!
Nuestro hombre se planta más. La rubia se le arroja a los brazos. Nuestro hombre entrecierra los párpados, los ojos vagan sueltos atrás de ellos, perdidos, se le van, se le van, los ojos se le van. Toma a la falsa rubia del cabello revuelto, le besa ahí mismo la boca con algo que es más mordisco que beso, y la mantiene sujeta del cabello. Los músicos los rodean, coreando con exclamaciones faltas de gracias («¡Yupa!, ¡chupa!, ¡beso!»). Nuestro hombre interrumpe el beso, no suelta a la muchacha de los cabellos, arroja a los músicos una moneda y les da una orden:
—Sigan carrera abajo, que esta rubia se queda aquí conmigo. Tú —señala a un guitarrista, un muchacho joven de redondos ojillos asustadizos—, tú te quedas aquí, y toca, ¡toca!
Los músicos caminan calle abajo sin dejar de sonar sus instrumentos, cantándole a la rubia, si se puede llamar canción a su desorden:
¡Ropa afuera, canalla!
Vayan fuera esas ropas;
vengan acá esas sayas…
El guitarrista asustadizo rasguea sin ton ni son, buscando alguna melodía. ¡Qué comparación con nuestro buen Carlos, que es música de los dedos a la barriga! No se puede decir que a éste le suenen mal las cuerdas, que lo cierto es que a éste ni le suenan y, si acaso, ¿a quién le cabe duda de que esos porrazos no tienen un pelo de música? Nuestro hombre sigue sujetando a la falsa rubia de los cabellos, la cabeza echada a un lado por la fuerza del jalón. Con esta compañía, nuestro hombre se enfila hacia arriba, alcanza en pocos pasos la calle de Toledo, de aspecto muy diferente a vía Margherita, los palacios de los españoles, los hermosos árboles, y continúa caminando, sin soltar su presa y seguido por el joven músico. Piensa: «¿Conque “¡fuera ropa!”? ¿Tienen idea de qué están hablando? “¡Fuera ropa!” es el grito a los galeotes, el instante previo al remo; de donde se quitan las camisas y desnudos se someten a su…». Pero lo cierto es que no se lo dice con tantas palabras, el pensamiento le pasa por atrás, como una ráfaga, pero ráfaga no es, porque sus decires van lerdos, atenuados, son pensamientos sin pensamientos.
El guitarrista los sigue. «¡Toca!», le dice nuestro hombre, don Jerónimo Aguilar, comandante del ejército español, le repite girando hacia él la cara. «¡Toca!, ¡imbécil!, ¿no me oyes? ¡Toca!, ¡no dejes de tocar! ¿Sabes una guaracha, una jácara?» La muy ebria rubia casi no puede caminar, su meneante tenerse en pie más parece un grotesco baile, ella toda un casi casi, que casi está de pie, casi doblada, casi no camina, casi baila. Casi es hermosa, casi es rubia la rubia, que las canas casi rubias son, casi es fea, que lo sería si no se interpusiese la piedad entre quien la vea y su persona, porque el hecho es que debiera ser bella, ¿por qué no lo es? En sus canas se ve no mucha edad, pero sí mucha tristeza. No han recorrido más de treinta pasos en vía Toledo, cercados por altos muros sin ventanas, cuando nuestro hombre se detiene frente a una pequeña puerta rematada en un arco; abre el candado que, asido a dos arillos de fierro, guarda la entrada y verdaderamente arroja dentro a la teñida rubia.
—¡Pasa! —dice al músico, habla dando órdenes marciales—, éntrate y encuentra asiento en la banquilla que hay pegada al muro de la izquierda. Toca un jaleo, una seguidilla, un vito, una guaracha, lo que mejor te sepas, ¡y cierra esos ojos!
El músico tentalea con los pies, se desplaza arrastrándolos hacia su izquierda. De nada vale cerrar o abrir ojos adonde nada nadita nada, ¡ea-ea-ea! (rasga, rasga su guitarra), ninguna mirada puede penetrar, ni la propia. Su rodilla pega con lo que debe ser un banquillo. Rasga las cuerdas fuerte, rápido extiende la mano, confirma con ella que ahí hay un asiento, pasando sobre éste la palma, regresa la mano rápida a su instrumento y ¡rasga!, ¡rasga!
La habitación está completamente a oscuras, pero el joven guitarrista cierra los ojos, apretando los párpados, y golpea aporreando las cuerdas de su guitarra.
Su música no tiene gracia. ¿Y cómo digo que ese ruido es música? ¿Quién me da permiso de mentir tan flagrantemente? ¿Alguien le habría enseñado cómo hacerla? ¿Quién le puso en las manos el instrumento, quién le dijo que él podía tocarlo? En medio del alboroto de la banda pasa inaudible, pero aquí, a solas, en la oscuridad, le pega a la guitarra de manera que no hay cómo esconder lo que es: ¡un músico atroz!, un no músico músico, un impostor. No despierta ninguna simpatía, con esa mirada de ratón, esa cara dura inclemente. Se para como un músico, sujeta la guitarra como un músico, pone la cara inocente del músico y dice versos que sabe de memoria. Pega fuerte a las cuerdas, jalonea arrancándole acordes chirriantes sin que le duela al alma producir, con tan hermoso instrumento, esperpénticos sonidos, en medio de los cuales tira estos versos:
Merluzas son las lindas,
y por salmón se pagan;
comedlas como pulpos:
azote son su salsa.
El amor es nadador,
desnudo y desnudador.
El amar es, pues, nadar,
desnudar y desnudar.
Al agua no la temen
ni mis brazos ni espaldas…