51

Continúa la historia del Pincel en la Real y lo que aconteció en los días previos a la célebre batalla llamada de Lepanto

El día 3 de octubre la armada de la Liga dejó el puerto de las Gumenetas y se dirigió hacia las islas Cefalonias. Iban con la determinación de sacar de la barrera a la armada turquesca, si es que aún la encontraban en puerto. En caso de que estuviera ya en alta mar, estaban dispuestos a darle ahí mismo batalla porque la temporada se les había venido encima y porque en alguna medida las informaciones que habían recibido sobre el estado de la flota turca eran todas imprecisas o erradas, y estaban convencidos de que era de fuerza y dimensiones inferiores.

El mal clima los hizo aferrarse de nuevo, ahora al cabo Galanco. Cuando estaban ahí, llegaron informes de Gil de Andrada que los forzaron a zarpar. La armada del Gran Turco estaba ya muy cerca, había abandonando el puerto de Lepanto, y temieron fuera para guarecerse durante el resto del año. Debían atacar o fracasaría su empresa completa. Pero una cosa era formular su voluntad y otra muy diferente hacerlo en el mal clima. El viento soplaba en su contra, deteniéndoles el paso como una muralla.

Mientras la armada batalla contra la mala voluntad del clima, María se exaspera. Nada le da alivio, ni siquiera observar las pinturas de la Real. Debieran darle algún gusto, que hay muchas, pero las repetidas displicencias del hombre «por-el-que-estoy-aquí» la han puesto de un humor siniestro. Estaba de malas en Nápoles cuando lo conoció, pero cuando María baila, el mal talante se le desmorona como por encanto apenas convertirse en eso magnífico que es María cuando baila. Bailar la llena de vida. Pero aquí no hay baile. Peor todavía: aquí no hay María sino un llamado Pincel de cabellos mochos, cortados, un ser sin faldas. Y su mal talante es algo peor que serlo: está lleno de celos, incertidumbres amorosas, enfado, humillación…

«Hasta aquí llegué», se dice en silencio María, mirando una de las pinturas, su predilecta entre las que adornan la Real, en la que se representa a Prometeo con el águila que le devora el corazón para significar que al valeroso capitán le han de combatir siempre altos pensamientos. «Hasta aquí mi paciencia. ¿Yo qué hago metida en esta historia, qué hago aquí, donde no es la mía? ¿Qué enfundada en estas ropas varoniles, tan sin gracia, tan pobres, tan horrendas? ¡Pagué por ellas como si fueran encajes de Flandes! ¿Qué demontres rodeada de gente con la que no tengo cómo cruzar dos frases? ¡No hay uno solo con quien pueda yo parlar sin tropezarme! ¿Qué siguiendo al hombre que en mis sueños es el mío, y en el día mi enemigo? ¿Qué entre tanto duque, conde, un Farnese más rico que un indiano, puros palos con cara de contritos y rezadores, solemnes, acartonados, fastidiosos por quedar bien con su don Juan de Austria y por no quedar mal con el hermano, Felipe II, cada uno sabiendo que el de al lado está observando para encontrar de qué delatarlo, cómo ponerlo mal, de qué acusarlo frente al soberano? Esta Real es un nido de arañas, así en las paredes tenga pintadas las figuras de tantos diosecillos y ejemplos. Si pudiera me metía en las pinturas, mejor la pasaría yo como rinoceronte u ostión que como este soldado que digo que soy. Y que no soy. ¿Qué demontres hago aquí, mal-di-ción? Y encima esta niebla densa, el viento furioso, nosotros varados, el mareo que corre de muy noble garganta a otra muy noble e igualmente vomitona. “¡Fuera ropa!”, me dan ganas de gritarme, aunque no sea para tomar el remo sino para largarme de una vez por todas de este maldito buque, en el que he venido a parar por mala suerte. ¿Cuánto llevamos varados en este sitio hediondo que llaman Vizcando —debían apodarle en el que no estoy divisando—, con esta niebla espesa que no nos deja movernos un palmo?»

María está a punto de decirse con todas sus letras: «Don Jerónimo Aguilar no me quiere». Jerónimo, quien es sólo meses mayor que don Juan de Austria, y esto es decir joven, quien es muy hermoso, quien por su cargo en el ejército ha sabido acrecentar las riquezas no pocas que le dejó su padre, quien está acostumbrado a tomar lo que quiere y a tener lo que quiere, quien toma cuando quiere tener, sin que ninguna posesión le escalde las manos, quien no había topado antes con una María la bailaora. Hay que dejar de lado el pasaje sobre la Real, donde María se ha despojado de sus vestidos (¡y su cabello!) para seguirlo, demostrándole amor del bueno y no mera conveniencia, en el que ella irrita sin provocar deseo. María, María… María no es cosa fácil ni pequeña, ni es cosa, es mujer que ha viajado, baila y es admirada, es hermosa, piensa, sabe leer y escribir, que pocas de su género… El instinto le dice a Jerónimo que es mejor guardar distancia de María. No que no haya querido Jerónimo a María: estuvo loco por ella, la deseó, lo enloqueció; verla era sentir derretirse como cera con pabilo encendido; Jerónimo se ha sentido consumirse, y a duras penas ha podido contener las ganas de correrse cuando la ve bailar. Nada lo hubiera hecho más feliz que volver a tenerla pegada a sus labios como cuando la tuvo.

Pero… ¡en la vida no hay qué que no tenga peros! ¡Nadie mejor que Jerónimo para saberlo! ¡Él, que todo lo tiene, sabe de sobra que en el mundo no existen los paraísos! El pero no sólo es que sea gitana, que no tenga fortuna o dote, que no le proporcione una relación conveniente de la que él pueda sacar provecho, porque Jerónimo sabe, y de sobra, que puede sacarle provecho a los talentos de María. Nadie lo sabe mejor que Jerónimo, él ha visto cómo músicos exquisitos y de gran reputación la han admirado, cómo conquistó y a cuántos en la difícil Nápoles. La verdad es que esta mujer es demasiado. Jerónimo necesita guardarle distancia. Sabe que hubiera podido hacerla su amante e intuye, y está seguro, que con nadie hubiera tenido más ni mayor placer, ni más exquisito, ni más pleno, delicado, ardiente, dulce y tierno. No sólo el placer que le hubiera dado, María es una mujer de mundo, es avezada, conciliadora, inteligente, hábil, ambiciosa. Pero mejor no tenerla, porque en realidad, ¿quién quiere tanto? Jerónimo optó en Nápoles por no aproximársele demasiado.

Porque cree que se rompería, que se quebraría si se le acerca demasiado. No sabe cómo explicarse el sentimiento, esta certeza. Le alegró sobremanera que María saliera con su «Te casas conmigo» —tan desorbitado, tan estúpido (extraño en ella, una estupidez; candor no le falta a la niña, pero estupidez no tiene, éste ha sido su primer pelo de estúpida desde que la conoce)—, le alegró porque de esa manera él se pudo burlar, rompiendo por unos momentos la magia; el imán poderoso dejó de surtir su terrible influjo; los sesos le volvieron a la cabeza, y al mentirle a la bailaora don Jerónimo Aguilar recuperó la mesura.

No que no quiera perder la mesura con María. La desea, la quiere, ella lo deslumbra. Pero don Jerónimo Aguilar no es sino lo que es y lo sabe, y entiende que no puede sostenerle un deseo retribuido. Lo rompería. Lo haría de vidrio, como al famoso Vidriera lo quebró el durazno envenenado por otra gitana. Que por qué, que cómo, no se puede explicar.

El segundo rasgo de estupidez de esta mujer fue venir a perseguirlo a la Real. Y éste es imperdonable y no es gracioso, no le da risa, no da espacio a la burla.

No quiere verla.

Se ve detestable vestida de varón. Le repugna.

No, no se ve tan detestable. Su piel, las mejillas, ¿cómo nadie se da cuenta de que el Pincel es una mujer, y qué mujer? Imagina sus pechos comprimidos bajo la camisa soldada, y le viene una erección incontenible. Sí, que sí, que la detesta, pero ¿qué nadie se da cuenta y qué nadie sino él piensa en eso que ella trae bajo la camisa?

¡Maldita María, que ha venido a traerle una guerra adicional a la batalla!

Pero volvamos a María, que la dejamos hablando sola. ¿Qué pasa por ella? Se dice: «Puedo confesarme mujer frente a don Juan de Austria, arrodillándomele a los pies, le suplico que me disculpe, que no soy sino una mujer, que el fervor me hizo entremeterme donde no me corresponde, que me he disfrazado para sacrificarme en esta guerra santa, que si le digo quién soy es porque los marinos me han enseñado en el viaje que traer mujer a bordo es muy mal agüero, que creo que es por mí el mal clima que hemos tenido que sortear, que me corte la cabeza… No lo hará. Si he mentido, puedo seguir mintiendo, que a mí la santidad de su guerra me tiene muy sin cuidado. Puedo decírselo y cuento con que me perdone y hasta me dé tres monedas con qué vestirme de mujer de nueva cuenta y me ayuden a volver a Nápoles en alguno de los barquillos que van y vienen con noticias». María repela en silencio, decide sin decidir, que aun odiando a su don Jerónimo, aun detestando verse aquí, no quiere, no querría no verlo jamás. Y eso que ya ha dejado de soñar con el palacio, ya sabe, ya acepta que no es suyo, que esa belleza napolitana no le pertenece. De eso ya se resignó. No de lo demás.

El día 5 de octubre llegó una espesa niebla que no dejaba verse los unos a los otros. El día no se abrió propiamente sino ya pasadas las once. Vieron entonces que estaban ya cerca de las ansiadas islas Cefalonias, y entraron por el canal que las divide. Anclaron en el puerto Ficardo, que está en la mayor de las dos islas, la que se llama propiamente Cefalonia, porque a la otra, la más pequeña, la llaman Ítaca, es la patria de Ulises.

María pensaba: «¡Maldita Ítaca! ¿Qué imán el tuyo que aquí nos entretienes? Tres veces hemos intentado dejar las Cefalonias, tres veces hemos sido regresados, recogidos por vientos adversos… ¡Yo no estoy para penelopear sin ton ni son, de aquí me salgo! Lo voy a hacer, voy a defeccionar, voy a salirme de esto». Se lo repetía y repetía y tía-tata-tía obsesiva, cuando un buque proveniente de Candia, una nave de dos palos, sin remos, los alcanzó. Llega para dar a Sebastián Veniero y a Agostino Barbarigo la noticia de que el 17 de agosto —¡ha ya cuántas semanas!— ha caído Famagusta. El bergantín pasó la nueva de la rendición junto con muchos pormenores del muy desdichado fin de sus defensores.

¡Famagusta en manos de los infieles!

La noticia corre como un reguero de pólvora de galera en galera, incendiando los ánimos y ardiendo la indignación colectiva al saberse los pormenores de la crueldad turca.

La otra mano de Lepanto
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
cita.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
Section0091.xhtml
Section0092.xhtml
autor.xhtml