26

La historia de la doncella Ajá y el dragón, contada por Juan de Mandavila, interrumpida con carcajadas locas y sin mucho sentido

—¿Ustedes saben cómo es la historia de Ajá?

»Hubo una vez un dragón —pavoroso y gigante— que tenía en su poder a una princesa prisionera. El dicho animal había nacido de un platón de comida descompuesta en la mesa de un tirano cruel. Apenas nacer, comió a todos los que ahí le vieron, porque llegó al mundo con apetito y con tal permaneció hasta alcanzar su fin.

»Decía yo que Ajá, que no cualquier princesa, ni una prisionera cualquiera… Ella era Ajá, la niña de los ojos de su padre, la mujer más hermosa de esa isla. La más rica también. Y si cualquiera que no fuera el dragón la tuviera, ese alguien iba a ser rey. Porque Ajá, la niña de los ojos de su padre, es hija del único soberano de esa isla, y si digo soberano es porque ese rey no le paga quinto a ningún otro. Tiene su propia flota, goza de sus propios vinos, tiene en casa sus propios esclavos, y recibe de varias otras islas tantas alcabalas que uno bien puede decir que es un rey mucho muy rico. Se había alzado con el poder cuando el dragón devoró al tirano. ¿Que de dónde vino el padre de Ajá? Algunos dicen que su padre, como su dragón, no tuvo progenitores. Yo no lo sé de cierto, pero juraría que es mentira, que el que no tiene padres… aunque esto del bien de los hijos… porque entre éstos muchos viven esperando se abran las bocas de las tumbas y se carguen a sus padres, para gozar de sus bienes…

»¿Que cuál isla? ¿Que de qué isla les hablo?

»Una isla grandiosa donde vuelan dragones, caminan unicornios y los pegasos hacen su nido y ponen unos enormes huevos, azules y con pintas.

»¿Que dónde está esa isla?

»¿Por qué tanto preguntan?

Los gitanos se miraron los unos a los otros, ¡ninguno había preguntado nada!

—¿Por qué quieren saber dónde está la isla, cuál es su nombre, de qué color son las pintas de los huevos de los pegasos y qué es lo que nace de los huevos dichos? ¿A qué tanto andar picoteándome con preguntas? La que más me molesta —de sus preguntas— es la que dice: ¿Cuántos dedos tiene el dragón en cada pie y mano?

El viejo echó a reír como un descosido. Los tres gitanos lo miraban, y de tanto verlo reír, echaron a reír también. Viendo que todos reían, el viejo se puso muy serio y continuó:

—Yo no creo que debamos estar aquí riendo. Porque este asunto de Ajá es uno en extremo serio.

»Sin Ajá no hay san Jorge. Sí, ya sé que el dragón había tomado a algunas otras, pero todo había sido entrenarse para un día tener consigo a Ajá. Y con Ajá hizo algo que no había hecho con ninguna otra: pasarle sobre el manto su horrorosísima cola llena de escamas rugosas. Se la pasó y se la volvió a pasar y, al hacerlo, el puerco dragón —porque este dragón fue muy puerco— sintió lo que nunca antes había sentido en su vida: que se le saciaba por un momento su incontinente apetito. ¡Muy tragón sería, pero por la cola se saciaría!

De nuevo sus inexplicables risas, a las que no dio tiempo a nadie de responder, pues el Juan de Mandavila continuó:

—Porque Ajá era la mujer más hermosa —perdona tú, bella, que así lo diga, aunque te voy a ser verdadero: tenía tus ojos, tenía tu boca, tenía tu rostro, tenía tus manos, toda lo que eres tú tenía, así fuera en otro tiempo (con lo que no quiero decirte para nada que a ti te espere un dragón) (aunque, ya que estoy siendo verdadero, debo decirte, hermosa, que eso que llaman belleza no sirve sino para atraer dragones, y suele acarrear de único problemas, porque lo bueno sólo puede ser imantado con el alma) (aunque, niña hermosa, no creas que te estoy diciendo que la belleza es una maldición, de ninguna manera. Y si fuera maldición —aquí rió otra vez el viejo—, ¡ésta pasa!, ¡con la edad se desvanece! Antes que te des cuenta estarás sufriendo su abandono, te dejará, niña, te dejará la belleza, serás más fea que la cáscara de una nuez, que una almendra sin pelar, que qué te digo… ¡Que yo, para que me entiendas!, ¡porque las mujeres viejas se ponen más feas que yo!) (Así que te digo, niña, que Ajá tenía lo que tú, pero además era rica y no era gitana sino cristiana vieja, y no era vieja —que tampoco lo eres tú, cierto— y era hija de rey. En cuanto a las viejas…)

Aquí María interrumpió los largos paréntesis del viejo:

—Yo no lo veo feo, eso de ser vieja. A mí Zelda, que fue quien me enseñó a leer y escribir, y otras cosas igualmente buenas, y además me dio cariño, yo nunca la vi fea, y era muy, muy vieja.

—Ni tan vieja —dijo Andrés, por decir—. Viejas son las que uno ve en la iglesia, ¿qué tal ésas que parecen brujas?

—Brujo pareces tú, horrendo… —lo insultó María, disgustada de que le llevara la contra el también bello.

—Tú di lo que quieras. Pero, hermosa, cuando ya no lo seas y te dé vergüenza que te miren (y muy poco ocurrirá, que la vejez te volverá invisible para los que hoy te admiran), cuando sepas que el tiempo te ha hecho repugnante… Re-pug-nan-te… Pues Ajá —retomó el viejo—, porque en ella estábamos, era bella y era joven cuando la tenía el dragón. Luego fue vieja, sí, y tal vez —aunque no me sé esta parte de la historia— tal vez ella misma se volvió un dragón con los años (aunque entre una vieja y un dragón, ¿qué puede uno encontrar en común? ¡Ni los pliegues del dragón son tan horrendos como las arrugas del cuello que…!).

Estalló en risas.

El viejo charlaba llenando el habla con paréntesis y risas locas. Siguió:

—Porque para mí que Ajá atrajo al dragón, que si no hubiera habido Ajá no habría existido ningún dragón, ¡para mí que las bellas son las que hacen dragones! Y dragones son ellas mismas, ¡que apenas abren sus hermosas bocas nos queman! ¡Y nos devoran! ¡Y nos devoran! ¡Y nos devoran!

El viejo hombre gritaba como un desaforado, repitiendo la frase tres veces, cada vez más alto. Andrés, María y Carlos no sabían cómo reaccionar a sus gritos, pero, nerviosos y por no dejar, los tres soltaron sus carcajadas frescas, ante lo que el viejo también se carcajeó, dejó de dar gritos anunciando llegadas de infieles y continuó:

—Aunque yo nunca me he dejado devorar por ninguna. Yo tengo a la mía que adoro, vive en un pueblo en el que nunca he querido poner un pie y le tengo la más fabulosa adoración. Y no es vieja.

»¡Mujeres! ¡Que en toda se esconde una princesa Ajá, que es lo mismo que decir que atrás de cada una hay un dragón! ¡A temerlas!

»Por otra parte…

Dio un salto de donde reposado les había contado estos trozos de fábula y se puso a gritar dichos, cada uno con su Ajá:

—¡Ajá enlodada, ni viuda ni casada!

»¡¿De cuándo acá Ajá con Albanega?!

»¡Hácelo Ajá, y azotan a Marote!

Fin de la historia a trozos de Ajá, la doncella que tenía el dragón de san Jorge, como la contó el Juan de Mandavila.

La otra mano de Lepanto
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