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En casa del espadero…

Lo que María imaginaba por los ruidos del taller del espadero Geninataubín, no se parecía en nada a esta hermosa casa árabe de fachada discreta, el patio central con su alberca bordeado por hermosos pasillos de verjas talladas en madera, el piso y un trecho del muro adornados con mosaicos, el verdor perfumado, las frescas y amplias habitaciones, y en uno de los patios laterales fraguas, yunques, barriles de agua, mesas de trabajo y, entre éstos, los sudorosos cuerpos de los artesanos, los gritos con que aguzan sus marrazos, las voces alzadas; en otro patio, las ocas, graznando incansables. Lo que María se imaginaba era que estaba en plena mar abierta. Oye el ruidero de los yunques, siente el calor de la fragua, oye los golpeteos, siente el fuego, la aturden las ocas que graznan imparables y más la letanía que va vociferada sobre los graznidos, ésa con la que los artesanos miden el tiempo que deben guardar la espada al fuego, cuyas palabras llegan rotas a María, gritos trozados, y que pondremos enteras aquí:

«Con el nombre de Dios piadoso y misericordioso. Antes de hablar y después de hablar sea Dios loado para siempre. Soberano es el Dios de las gentes, soberano es el más alto de los jueces, soberano es el Uno sobre toda la unidad, el que crió el libro de la sabiduría; soberano es el que crió los hombres, soberano es el que permite las angustias, soberano es el que perdona al que peca y se enmienda, soberano es el Dios de la alteza, el que crió las plantas y la tierra, y la fundó y dio por morada a los hombres; soberano es el Dios que es uno, soberano el que es sin composición, soberano es el que sustenta las gentes con agua y mantenimientos, soberano el que guarda, soberano el alto Rey, soberano el que no tuvo principio, soberano el Dios del alto trono, soberano el que hace lo que quiere y permite con su providencia, soberano el que creó las nubes, soberano el que impuso la escritura, soberano el que creó a Adán y le dio salvación, y soberano el que tiene la grandeza y crió a la gente y a los santos, y escogió dellos los profetas, y con el más alto dellos concluyó»,

y dando y dando vueltas a lo que oye y percibe, María da por hecho que está en el fragor de una batalla naval. ¿Por qué? Porque todo es para María inusitado, nunca ha oído, nunca ha olido y sentido lo que aquí siente, y da por hecho que está en un lugar muy lejano, viviendo algo distinto, algo que no podía estar ocurriendo en su Granada. Algo tiene de razón al creerse tan lejos, si a los moriscos les está terminantemente prohibido el uso de armas, tanto en el campo como en sus casas, a excepción de un pequeño cuchillo para el pan y otro especial para pinchar la carne. ¿Cómo va a imaginar lo que hay ahí? Huele el olor del taller del espadero y cree olfatear la pólvora estallando, la sangre de los heridos, la mar revuelta; siente el calor de sus fraguas y cree es el fuego abierto por los proyectiles y la sal del mar en la piel, percibe el calor que no es el del sol y padece un mareo que le ha dado, que se siente ir y venir parada en sus propios pies, como si el suelo la balanceara. Porque algo le ha pasado en su cuerpo. Algo extraño, algo también ansioso, algo que es oscuro y le pone toda la piel en alerta, algo que la despierta, la abre sensorialmente a una vigilia peculiar, a una vigilia alterada. Y María, nuestra bailaora, enmedio de una batalla se imagina cerca de su padre, navegando, siente la intensa grita del océano, el fragor de la batalla, atando cabos se ha transportado —¡ay, María!— a una batalla en plena mar. María siente miedo, emoción, ansiedad. María siente algo correrle por la cara interior de las piernas, bajando por los muslos, deslizándose lento y pesado hacia las rodillas, gotearle en los talones, algo que viene de una excitación desconocida, que le nace en el vientre, algo que es físico y también intensamente espiritual, como si le resbalara el alma misma, cayéndosele. María cree, porque lo siente, que las mechas encendidas, que las balas, que el viento caliente de las explosiones están ahí mismo ocurriendo. Y quiere correr y no puede, porque debía obedecer al que ella no sabía que era pelirrojo, Yusuf, flama él mismo en su barba y sus cabellos. En casa del espadero y herrero, según María…

… ¡cuchara de palo!

La otra mano de Lepanto
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