23

El viaje de María

Antes de amanecer, los dos pastores (que lo fueron de los toros y lo pasaron a ser también de las ocas gritonas del espadero) llegaron por María. Silbaron en la puerta y María salió. Los tres gitanos visten como cristianos. Sólo Yusuf se despierta a darles la despedida. Como no quiere arriesgarse a otra tormenta de Yasmina, se desvive en gestos pero no abre la boca. Besa a María en la frente, sin palabras.

Yusuf tiene prisa porque se vayan, temiendo que Yasmina despierte, y con sus gestos despedidores los azuza. Los ve avanzar, sus ojos los embeben a pesar de la oscuridad: a la bailaora se le nota en todo que es una nueva cristiana, porque cada prenda es nueva. Los chicos visten con menor riqueza. Los chicos van cargando su saco de siempre, más una guitarra que los moriscos les han regalado para el viaje, junto con todas sus prendas de vestir también nuevas. María trae un bulto no muy grande que guarda el saco de hermosa seda y dentro de él sus ropas moras de seda, sus escarpines, su velo y un juego de ropas gitanas, de las que se ha hecho viviendo en casa de Yusuf para interpretar con hermosura mayor sus bailes. Se alejan apresurados de casa de Yusuf. La noche es tan oscura que María no puede verles las caras a sus acompañantes. Oye sus voces y los imagina. En sus voces oye también la despedida a la ciudad, la van narrando en voz baja, diciéndola como si la estuvieran viendo. Al pasar frente a la casa del Castril, Andrés dice:

—Ahí se lee «esperando al cielo».

—¿Y qué quiere decir este «esperando al cielo»? —preguntó Carlos.

—Quiere decir —le contestó María— que los dos son unos distraídos, porque en la fachada de esta casa hay un fénix, y el fénix es el animal o monstruo que vuelve a renacer todos los días, no el que anda esperando el cielo. Quiere decir que Andrés no sabe leer, porque no puede decir «esperando al cielo» y pintarse un fénix, no hace sentido.

—Sí que sé leer, María, no mucho pero algo sé, te lo prometo. Dice lo que te digo, porque además me lo dijeron… y porque tengo buena memoria. No me equivoco.

Regresaron sobre sus pasos y se detuvieron un momento frente a la fachada de la casa del Castril para confirmarlo, pero la noche era cerrada, no llegaba a tierra el brillo de las estrellas ni algún resplandor de la luna, el cielo estaba encapotado y era imposible ver más allá de sus propias narices. Retomaron apresurados la marcha. Pasaron frente a la iglesia de San Pedro y San Pablo, que el albañil Pedro Solís acababa de terminar en este año del 1567, y pasos después entraron al barrio que se llama de Axares o Alixares. Se detuvieron en la casa 14 de la calle del Horno del oro. Cruzaron la puerta. En medio del patio había una alberca, a sus costados las galerías de tres arcos con adornos moriscos. Un criado los guió hacia el segundo piso. Cruzaron pasillos, salones, llegaron a una sala con un arco a la entrada y un bello artesonado con tirantes de lazo, la tablazón cubierta de adornos moriscos y en el arrocabe, repetido, «Sólo Dios es vencedor —leyó María—. Salvación perpetua». Ahí estaba Geninataubín —vestido tan diferente que parecía irreconocible, como un caballero cristiano; ¿por qué vestía así?, ¿para caminar en las tinieblas sin ser llamado a dar cuentas? (los moriscos acostumbran vestir cristiano, pero el espadero, por su bárbaro oficio, viste un muy delgado lienzo atado abajo de la cintura, el resto del cuerpo desnudo)—, acompañado por un hombre principal que María no cree conocer, iluminados apenas por una temblorosa vela. Diciéndoles palabras que realzaban la importancia de su misión, le hicieron a María entrega de lo que debía llevar y saber acomodar en Famagusta —el primoroso libro con hojas de metal, el que había de ser enterrado para hacerlo llamar antiguo, y luego hallado—; se lo mostraron no muy lentamente, sólo para que viera de reojo la belleza de lo que le encomendaban. Lo envolvieron celosamente y lo enfundaron con un saco muy burdo. Al bajar las escaleras, a la entrada de la casa, les dieron también dos bolsas grandes con provisiones para el camino y unas monedas en una hermosa bolsilla rebordada que pusieron en las manitas de María.

Por piernas dejaron la casa. Los criados de ésta emprendieron con ellos el camino cargando bultos y bolsas, lo necesario para el viaje, y en algo que pareció segundos ya cruzaban la puerta de Guadix, donde los esperaba otro amigo, éste embozado, al que Andrés trató con suma familiaridad, quien les proveyó de tres caballos buenos y frescos y una mula de carga. Acomodaron con su ayuda y las de los criados las bolsas de provisiones, sus equipajes y, con enorme cuidado, el libro que María debía transportar para convertirlo con argucias en un objeto milagroso. Pasos adelante, como ya comenzaba a amanecer, se reunieron con otros viajeros. Los más iban con rumbo a Barcelona, para de ahí embarcarse a uno u otro lugar del Mediterráneo. Serían dos docenas, casi todos varones jóvenes, mercaderes, algunas mujeres —la esposa de uno de los embajadores del obispo y sus damas de servicio, más dos esclavas que estaban al cargo del bienestar del grupo—, dos frailes y el séquito del señor obispo, su embajada al Vaticano. Compartirían con ellos sólo un trecho del camino, porque su destino era distinto, pero salir acompañados de las proximidades de Granada era lo más conveniente, porque como ya se dijo abundan los salteadores de caminos.

Desde que comenzaron la marcha, iban pasos adelante del resto de los viajeros, el único que los precedía era uno de los guías, un flamenco pícaro llamado Manuel, tan joven como ellos. Comparados con los demás, la carga que llevaban repartida en cuatro rocines —sus panderos, guitarra, castañuelas y cascabeles, sus ropas gitanas o moriscas y el libro aquél, el hecho sobre plomo, tan pesado como hermoso— era de lo más ligera. María desconocía los pormenores del viaje. Andrés había recibido todas las indicaciones de uno de los hombres de Farag y del mismo Yusuf.

El campo que rodea a Granada es rico y está cultivado prolijamente. Las moreras para la seda y los olivos para las aceitunas compiten por cada ápice del suelo. Todo es bello y todo atendido, ordenado, noble. Bajo el cielo azul radiante, el verdor apacible. Donde se ponga la vista se topa uno con la riqueza de un buen cultivo. Pero en cuanto el terreno comienza a ser más desigual, grandes tramos están abandonados, este año no han sido siquiera cuidados. Los signos del desorden y la guerra civil que se ha ido expandiendo se ven escritos en los cultivos; es la grafía de los campos.

Cuando ya Granada no les queda a la vista y han dejado atrás la primera torre vigía, bien apuntalada sobre la cima de un cerro mediano, y el sol pega ya con maligna furia, cruzan nariz con nariz con otros viajeros.

Son un piquete de personas vestidas todas de manera casi idéntica. Así no son militares, ni lo parecen, en algo emulan un tercio: sus gestos y manera de hablar son idénticos, se han cortado los cabellos igual, hasta sus calzados parecen haber sido hechos por el mismo zapatero. Sus criados también visten como ellos —aunque sus hábitos estén cortados en telas de menores calidades y más burdas tijeras—, también gesticulan a coro y se peinan como sus amos. Todos traen espada al cinto y ninguno arma de fuego.

—¿A cuánto queda Granada de aquí? —les preguntan a modo de saludo.

—No más de seis horas.

Estaban ya cansados sus rocines y aprovecharon la aparición de este otro grupo para detenerse. Descabalgaron, los que venían de Granada de sus rocines, los que iban hacia Granada de sus borricos. A la vera del camino había un frondoso roble; bajo él se acomodaron los dos grupos de personas y, mientras los criados de ambos daban de beber a las cabalgaduras, comieron cada quien su pan, compartieron con algunos su vino y conversaron al amparo del castigo del sol por unos momentos.

—¿Vieron en el camino salteadores?

Los viajeros sólo tenían curiosidad en saber pormenores del camino; nada de esta partida les llamaba ningún interés, ni siquiera la notable belleza de Preciosa. Si alguien se la hubiera descrito antes, estarían embelesados. Son de los que saben apreciar sólo a través de los ojos de otros.

—Los salteadores no se ven —les contestó la preciosa María la bailaora—. Por eso son salteadores.

—Todo parece en orden —reforzó Manuel—. Pero yo les aconsejo que no retarden demasiado su marcha, mejor entrar a la ciudad aún con la luz del día, que sí abundan los monfíes.

La partida de hombres iguales y cobardes no era de mercaderes, ni de frailes, ni de soldados, sino que parecían estudiantes, por lo que María les preguntó:

—¿Camino a la Universidad?

—A eso vamos.

—¿Y van a ver a quién? —preguntó uno de los peregrinos, uno de los hombres del obispo, que conocía bien el mundo universitario.

—¡Querrán oír que digamos «a Juan Latino»! —el resto de la partida de iguales estalló en risas, seguramente por algún chascarrillo privado.

—¡El etíope! —dijo otro entre carcajadas. Los idénticos no podían parar de reír.

—¡Etíope y sabio! —carcajeó otro, literalmente retorciéndose de risa, con lágrimas en los ojos de tanto reír.

—No vamos buscando a nadie —contestó el primero que había tomado la palabra, cuando pudo reponerse del ataque de risa, y añadió, ya muy serio y excesivamente solemne—, vamos a anunciar una llegada. Atrás de nosotros viene el licenciado Vidriera.

—¡Ah! El hombre más sabio de Salamanca —contestó el hombre del obispo, amigo personal de Pedro Guerrero—. ¿Y a qué viene?

—A demostrar su sabiduría, la universidad lo ha invitado. También a buscar una cura para su mal y a leer esas alguacias o jofores, que las profecías de los moriscos se han vuelto proverbialmente famosas, aun siendo para nosotros por completo desconocidas. Lo que el licenciado Vidriera quiere es poner sus ojos en ellas y ver si su fama corresponde al objeto.

—¿Y a qué esas risas con Juan Latino? —preguntó el mismo hombre del obispo que había tomado la palabra.

—Que nos hace gracia esa leyenda. ¡Un etíope sabio, escribidor de textos latinos y griegos! ¡El esclavo de Sessa, un maestro en el claustro de la universidad! ¡Qué pamplinas!

Los entogados estallaron en carcajadas. Alguno otro dijo:

—¡Es que la gente se traga cualquier cosa!

—¡Comerán zapatos, si hay quien tal les aconseje!

El granadino los atajó:

—No es leyenda.

—O es tan leyenda o visión como ustedes mismos —agregó otro hombre del obispo.

Lo interrumpió uno de los entogados reidores:

—¡Otro que se la cree! —todos estaban otra vez risa y risa, se doblaban de carcajear, aquél hacía de simio mientras hablaba en latín, diciendo en esa lengua: Aetatis suae anno

—Tanta leyenda o cosa de encantamiento son ustedes como lo es Juan Latino —repitió el hombre del obispo con voz enfadada.

—Juan Latino es un sabio granadino —dijo el segundo—. Nació en Guinea, aunque otros digan que en la Berbería, y es cierto que es negro. De niño fue mercado esclavo con su madre en Sevilla, fue del duque de Sessa y antes del padre, el conde de Cabra.

—No es leyenda ninguna —dijo otro, un hombre ya mayor y muy serio, que no había abierto en el resto del camino la boca.

—Está casado con Ana Carlobal, de familia muy principal…

—Una familia muy querida en Granada…

—Es hija del licenciado Carlobal, veinticuatro de la ciudad…

—Y gobernador de todas las propiedades del duque de Sessa…

Contaban la historia de Juan Latino a coro, uno arrebatábale la palabra al otro.

—La supo enamorar, y no era fácil de roer ese hueso…

—Porque la Ana Carlobal era vista un muy buen partido.

—Y no tiene un pelo de fea…

—¡Qué va!

—… ya la había cortejado buscando sus favores más de uno, sin recibirlos, se entiende.

—Juan Latino era su maestro, de latín y de vihuela. Un día le tomó la mano a Ana, y ella lo permitió. A la siguiente lección, se la tomó y se la besó.

—En la siguiente lección, no sólo le tomó la mano, sino que le metió la mano en la manera, esa bolsa que tienen los vestidos.

—Eso la enfadó. Le retiró la mano al Juan Latino y se levantó de su asiento, negándose a terminar la lección.

—A la siguiente lección, el negro Juan Latino le tomó la mano, se la besó y cuando quiso proceder a meter la propia en la manera de Ana, encontró la bolsa cosida.

—Entonces fue él, Juan Latino, quien se levantó de la mesa y dejó sin terminar la lección. No se presentó a la siguiente, ni a la siguiente, hasta que pasaron tres semanas sin clases.

—Uno de esos días, el licenciado Carlobal encontró a Juan Latino en la calle y le preguntó: «¿Por qué no ha venido ya a darle clases a Ana? ¿Algo ocurrió? Ella parecía tan ilusionada, y yo percibí en ella tantos progresos que…».

—Juan Latino le contestó: «Licenciado Carlobal, con todo respeto, es que con su hija no hay manera».

—El licenciado Carlobal volvió a casa y reprendió a Ana: «Mira, hija, que yo sé que eres muy inteligente, ¿por qué has holgazaneado teniendo un maestro así, que te puede hacer sabia? Lo he encontrado en la calle y me ha dicho que ha interrumpido las lecciones porque contigo “no hay manera”».

—Ana, que además era bellísima de joven, se ruborizó de la vergüenza. Ahí en caliente y en las narices de su padre escribió una nota que decía…

Los hombres del obispo continuaban arrebatándose la palabra, hablando con celeridad. Los estudiantes estaban paralizados ante la escena.

—«Estimado maestro Juan Latino: tal vez la última lección me encontró usted cerrada, y hasta diría yo cosida».

—«Cosida, cerrada, no había manera…»

—«Pero tenga usted por seguro que a la próxima me encontrará usted en la mejor de todas las disposiciones para tomar cuanto su merced tenga a bien entregarme».

—Juan Latino regresó a casa de los Carlobal, tomó la mano de Ana, se la besó y puso la propia en su manera, y así continuaron las lecciones…

—Tantas que se casaron y ahora tienen cinco hijos.

—Cuatro.

—Tal vez cuatro.

La ligera diferencia de opinión frenó la cascada de anécdotas de los hombres del obispo. Aprovechando la pausa, otro de los entogados viajeros terció:

—¡Todo esto es mentira!

—No, ninguna mentira, el negro Juan Latino existe y nadie conoce la gramática latina como él… —contestó airado uno de los del obispo.

—Es leyenda pura…

—¿Ustedes lo creen así? —terció el mismo muy enfadado—. ¿Qué ganan con negar lo que es cierto?

—Si él es leyenda, ustedes son menos que leyenda, que ninguno es conocido sabio, renombrado y respetado —le hizo frente otro de los hombres del obispo—. ¿A qué la risa? ¿A que es negro?

No sabían los estudiantes que los hombres del obispo Guerrero y el obispo mismo eran, como él, ardientes defensores de Juan Latino, el sabio etíope, ni que en Granada decir su nombre en algunos círculos era desatar una guerra. El obispo Guerrero había hecho cuanto estuvo a su alcance por conseguirle a Juan Latino una cátedra en la Universidad de Granada, pues le tenía un inmenso aprecio. Vio su causa perdida, porque no suplieron al maestro Pedro de Mota ni con Villanueva ni con Latino, los dos candidatos, sino que, por no querer quemarse las manos en tan debatida cuestión, lo hicieron con un hombre traído expresamente de Toledo, muy inferior a estos dos candidatos, y esto considerando que la sabiduría en gramática de Juan Latino doblaba y con creces la de Villanueva.

—¿A qué la risa? —insistió otro de los del obispo, el serio que se ha dicho, con tan fría solemnidad que enfrió por completo el ánimo festivo de los estudiantes.

—¡Deben estar bromeando! —insistió el impertinente estudiante.

—Bromeando estarás tú, junto con toda tu descendencia y tus padres y tus abuelos, por los siglos de los siglos y en el averno, amén ¡Púdrete, cretino! ¡Quien no respeta a Juan Latino, perdido sea por su ignorancia!

—Los esclavos no son hombres —se desgañitó otro estudiante que hasta el momento había guardado silencio—. No es porque sea negro, si negro es esa sombra de que hablan, que a mí me han dicho de cierto que no es más que una mentira. Los esclavos no…

—¡Viva Juan Latino! —gritó otro de los del obispo interrumpiendo la frase del estudiante, ya sin ninguna mesura.

Los hombres del arzobispo desempuñaron sus espadas.

—¡No digan «viva el licenciado Villanueva»! ¡No elogien a ese mediocre de rostro bien pálido, de cerebro vacío de sesos, porque les sacamos los ojos, idiotas!

La partida de Vidriera perdió toda mesura:

—¡Muera Latino! ¡Viva el licenciado Vidriera: blanco, puro, limpio, frágil y excelente!

—¡Viva Vidriera, que es espíritu fuerte en cuerpo débil, intocable como un ángel!

—¡Muera el sucio Latino: negro cuerpo, todo es un culo sucio!

A la mención del culo sucio, las sangres de los defensores de Latino, los hombres calmos de la embajada del obispo, ardieron:

—¡Muera Vidriera, mens sana in corpore sano!

—¡Los de Latino nos dan la razón del ano!

—¡Batámonos uno a uno, como caballeros! —agregó otro de los del obispo, poniendo un alto a ese indigno cruce de improperios.

El primero en dar un paso al frente fue el más bajo de todos los entogados, un muchacho delgado como los demás y el más impertinente, quien, blandiendo su arma, les espetó:

—Defiéndanse como puedan, pues que defienden un perro.

El hombre del obispo que dio un paso al frente le contestó citando una loa a Juan Latino:

¡Gloria al duque de Sessa

maestro de tantos buenos

honor de tantas escuelas!

Estalló un duelo verbal generalizado. Cruzaban de un lado y del otro fábulas y verdades del negro Juan Latino:

—¡Mentirosos, fabuladores, creedores de necedades y mentiras! Repitan con nosotros que un día, encontrándose indispuesto, lo visitó un señor principal, y Juan Latino, por estar enfermo, lo hizo pasar a su recámara. El principal se asombró al ver metido un rostro tan oscuro en sábanas tan blancas. Y Juan Latino le dijo: «¿De qué se asombra usted, en qué me encuentra extraño o fabuloso? ¿No ve que soy como una mosca en leche?».

—Es amigo de Diego de Mendoza, de Gregorio Silvestre, el organista de la catedral y muy respetado poeta, maestro de los versos en once sílabas, ¡ninguna mosca en la leche!

—Un día, habiendo sido ignorado en cierta reunión por uno de sus amigos, Juan Latino le reclamó: «¿Y tú por qué no me saludas?», a lo que el dicho amigo le contestó: «Porque creí que eras una sombra de alguno de estos caballeros».

Los estudiantes rompieron a reír y los del obispo vociferaron:

—¡Que eso no es leyenda, que pasó, fue Gregorio Silvestre quien le gastó la broma, pero entre amigos es válido, si hay respeto y consideración!

Las espadas relumbraron en los puños. Eso estaba a punto de convertirse en un verdadero zafarrancho. María, subiéndose de manera muy graciosa a una rama del árbol, como jugueteando, gritó, llamándoles a todos la atención:

—¡Auxilio! ¡Auxilio!

—¿Qué te pasa? —corrió a ella Andrés.

—Grita conmigo, Andrés, grita…

Y «¡Auxilio!» gritó Andrés, y con ellos también Carlos y Manuel, que no entendía a qué venía tanto grito, también gritó.

Las espadas dejaron de blandirse, todas pusieron sus puntas hacia el piso.

—¿Qué pasa aquí? ¿A quién están quemando vivo?

—Que esto es absurdo —dijo con voz aplomada María—. Si Juan Latino es o no es leyenda, lo sabrán los entogados apenas pongan un pie en Granada y esto es decir aquí, a la vuelta de la esquina. ¿Para qué derramar sangre por ese asunto, necios? Dejen de batirse. ¡Basta!

—Esta niña tiene toda la razón —dijo el hombre más serio entre los de la partida del obispo.

—La tiene —asintió el cabecilla de los estudiantes.

Prontamente, como si aquí no hubiera pasado nada, los dos grupos guardaron sus espadas, se dieron las manos en señal de paz y se despidieron, intercambiando bienaventuranzas y bendiciones, regresándose cada uno a su camino.

Al caer la noche, la pequeña partida de las mujeres se tendió a dormir por un lado y los hombres por el otro. Un grupo permaneció frente a la hoguera, Andrés, Carlos, Manuel el joven guía, María y otros tres o cuatro jóvenes tontinos, los cargadores de mercaderías que apenas se vieron sentados y con las flamas en el rostro, pararon de producir ruido, suspendieron sus risotadas y frases cargadas de maldiciones y palabras incomprensibles y, sin mayor formulismo, comenzaron a cabecear y se quedaron dormidos. Andrés los vio a todos cabeceando, en sus sueños profundos, y se creyó a solas con María y Carlos, olvidando a Manuel, a quien escondía el tronco de un árbol muerto sobre el que él descansaba su cuerpo. Andrés dijo a María en voz transparente: «Ya comenzamos el camino a Famagusta».

—¿Dónde está Famagusta?

—En una isla que se llama Chipre, es su ciudad principal. Para llegar a Chipre vamos a embarcarnos cerca de Almuñécar. Unos amigos de Farag nos esperan en su barco, nos dejarán directo en Nápoles. En Nápoles tenemos que hacernos de dinero; lo haremos bailando. Llenamos los bolsillos de monedas y tenemos que encontrar —ahora sí que por nuestros propios medios— cómo llegar a Famagusta, donde nos esperan otros amigos de Farag, algunos moriscos que dejaron Granada, hartos de maltratos.

María cosió a Andrés a preguntas y Andrés fue pródigo en detallar sus respuestas —con tal de detener a Preciosa un rato más a su lado—: que si antes o después de Almuñécar estaba la playa donde los esperaba el barco para conducirlos, que si quiénes eran los del barco («Moros libres, María, renegados que se han echado a la mar»), que si cómo era Nápoles, que si mil cosas más. Andrés dijo las verdades y las mentiras que le convenían. Lo de bailar en Nápoles era cosecha propia, una fantasía que Andrés acariciaba muy adentro de sí y que deseaba ver cumplirse. Gozando sus palabras no tomó la prevención de no ser oído por nadie. Craso error. El flamenco Manuel, escondido en la oscuridad con que lo protegía el tronco del árbol seco, tomaba nota en la cabeza, pensando cómo podría beneficiarse de los secretos que ahí oía.

La otra mano de Lepanto
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