21

El amor busca a María la bailaora

Nuestro hombre se echa a caminar a toda prisa, carrera abajo, hacia el puerto. Ahora él es quien parece estar bailando. Lo ha poseído una alegría infantil, se le sale de la boca un cantejuelo, «María, Preciosa, María la bailaora». En el revuelo de Nápoles nocturna no le será imposible rastrearla. La ciudad en las noches divide con claridad su territorio. La mitad que está al norte del centro, hacia las tres puertas a tierra, Nápoles duerme. Al sur de la catedral, hacia el puerto y la porción que corre paralela a la costa, Nápoles vela, toda calle y callejuela es un río de gente. Los vendedores de comida y bebida se desplazan con ellos, siguiendo su flujo. En las plazas se aglutinan alrededor de cantantes, músicos, actores, bailarines, mujeres viles, bufones y contorsionistas, se arremolinan para escuchar pregoneros o vendedores de objetos insólitos, o incitadores al juego, o en torno a las mesas puestas al aire libre donde los soldados libran partidas de dados y baraja, cruzando apuestas. Los afeites, que las mujeres compran de habitual celosamente a escondidas, son vendidos de oreja a oreja, guardados en saquillos de colores chillantes, junto con remedios para evitar la concepción, cremas contra las picazones, esas cosas.

Nuestro hombre camina con paso apresurado. La multitud ebria avanza en ondas, el nuestro va como una flecha directo. Los demás están de fiesta, exaltados; él, así ahora feliz, va al mando de una misión, él es mensajero, general, bala del cañón, correveidile y el arcabucero, en esta expresa misión le corresponde estar a cargo de todo; tiene prisa. La turba aquí y allá canta, grita; en ondas la gente se menea, partícipe de una misma ebriedad. Nuestro hombre peina las calles con apresurado paso marcial. Aquí una mujer intenta vendérsele, allá un procurador de vicios hace lo mismo, acullá le invitan a beber, esotro le quiere arrancar unas monedas a cambio de una dudosa bebida humeante, y sobra quien le ofrezca exquisitos vinos de Ischia, Prócida, Capri, Graganano, el más exquisito aún de las faldas del Vesubio. Él no se detiene, no escucha, sus ojos traspasan como un filo a prueba de sombras la noche. Es como un animal cebado, pues en esa alborotada y móvil multitud océana, pronto da con ella, aunque ¿quién sino él puede jurar que eso que ve es María la bailaora? En la plaza vecina al convento de Santa María Donna Regina, al pie de un árbol, sola, sentada sobre sus piernas encuclilladas, la cabeza prácticamente escondida entre ellas, María la bailaora descansa. Para otros estará irreconocible, pero no para nuestro hombre, él sabe que es ella, la reconoce porque lo intuye; se detiene; se clava. Se despabila. Su vista va tras otra prenda, da pronto con un vendedor de vinos que ha venido siguiéndolo (coreando: «Pruebe la suavidad del Treviano, el valor del Montefrascón, la fuerza del Asperino, la generosidad de los dos griegos Candia y Soma, la grandeza del de las Cinco Viñas, la dulzura y apacibilidad de la señora Guarnacha, la rusticidad de la Chéntola… Madrigal, vino Coca, Alaejos, recámara del Dios de la risa, Esquivias, Alanís Cazalla, Guadalcanal y la Membrilla, ¡y no olvidar Ribadavia y de Descargamaría —que pudo haber tenido en sus bodegas el mismo Baco, porque son para conocedores, para el que sabe como usted saber lo bueno—!»). El vendedor se le adhirió a los talones a pesar de su gesto de negativa, convencido de que nuestro hombre será un buen cliente, «por esas ropas y ese modo». Con una seña nuestro hombre llama al persistente: «Consígueme un litro de lágrimas de Tiberio y dos pocillos finos para beberlo. Los quiero ahí, al pie de ese árbol. Unos bocadillos, los más exquisitos que encuentres, chorizos van bien, jamones; unas frutas». «¿Pan?» «Pan nunca sobra». El joven sale corriendo a buscar el generoso encargo, y nuestro hombre se acerca a María la bailaora. Si sin bailar es casi irreconocible, así escondida, arrebujada sobre sí misma, es casi invisible.

—María.

Sin alzar la cara, hablándole a sus propias piernas, la hermosa voz le contesta: «Respondo a María la bailaora de Granada para servirle a usté. Déjeme descansar, ahora ni bailo, ni canto, ni respondo. Le advierto: bofetones sí que sé dar a quienquiera me moleste, que para esos no estoy nunca fatigada».

Nuestro hombre se sienta a su lado, también acuclillado como ella. El ágil y expedito vendedor está ya de vuelta, cargando dos banquillos y tras él un asistente con una mesa y una larga y gorda vela. Le dice a nuestro hombre:

—Aquí tiene su mercé.

El ayuda del vendedor tiende sobre la mesa un blanco mantel, enciende el cabo de la vela, pone tres naranjas sobre un plato dorado. Nuestro hombre se acomoda en su banco, saca su navaja, y procede a pelar meticuloso la fruta, sin apresurarse, extrayendo de ésta una sola anaranjada y curvada tira. En el momento que la extiende sobre el mantel, de manos del vendedor cae en el plato dorado un chorizo, y a su lado otras ponen un platón con uvas y nueces y a sus costados dos finos platos hondos rebosando caliente potaje de alubias con jamones. El vendedor corta en rodajas gordas el chorizo, coronando sus guisos. María la bailaora no ha alzado la cara ni por el olor del guiso caliente, ignora el improvisado banquete. Una vendedora de velos pasa cerca, nuestro hombre la llama, le compra un largo encaje blanco y una curvada peineta adornada de recortes de piedrecillas brillantes, y le pide los entregue a María la bailaora, que así esté a su lado sigue doblada, dentro de sí. La vendedora se acerca a ella.

—Niña, niña linda, tenga. Mire qué le ha comprao el hombre, diga si quiere este encaje blanco y esta peineta, o escoja cualquier otra, usté diga.

María desenvuelve el nudo de su cuerpo, saca su cabeza del refugio de sus brazos. Ve el velo y se estira risueña a tomarlo, sonríe más cuando ve la hermosa peineta. Se los pone y alza al hombre los ojos, sonriente.

—María, que se enfría la comida —le dice nuestro hombre.

—Dije que soy María la bailaora de Granada, que así me llames —le respondió al tuteo.

—María la comedora de Granada, para servirle a usté, ¡anda!, se enfría, ¡vente acá!

Las lágrimas de Tiberio llegan en una garrafa de cerámica. El vendedor escancia este vino exquisito en sus dos copas y hace poner en la mesa el pan, un plato con ostiones abiertos en su concha, y un trozo de pierna de puerco asada, aún humeante.

¡He ahí un banquete!

María levanta la cabeza, mira la mesa bien dispuesta en medio de la plaza, el rico hombre para quien bailó sentado frente a ella, el que ella creyó reconocer, y sin manifestar ninguna sorpresa se levanta, se sacude la falda, agita su cabeza para esponjar su cabello y mirando el banquillo dice:

—¿Y qué, no hubo silla buena?

—¡Conque María la quejaora! ¿Qué malo tiene el banquillo?

—Que si tú hubieras bailado el día entero, también querrías asiento bueno. ¿Cuál es su nombre? Yo no como con desconocidos —dice todavía de pie.

—Mi nombre es Lotario.

Bastó esa palabra de tres sílabas para que María la bailaora se sentara en el banquillo, que pareció sentarle la mar de bien. Siguió nuestro hombre hablando:

—Con ése me bautizaron mis padres. Lotario soy, fui alférez hace tiempo. Viéndote pienso: «Presto se acabará mi pena, y presto comenzará mi gloria». ¿De dónde eres tú?

—Que ya te dije, soy de Granada.

—María la granaora, que es justo «tomar las reinas los nombres de sus reinos».

—¿Cuál es tu historia, Lotario?

—La tengo. ¿Quieres oírla?

—Quiero.

—Que no es corta.

—Que no importa.

—Sea. En Florencia nací, en Florencia viví.

Al hombre le da un acceso de tos que le impide continuar con su historia. María lo oye toser, y el escucharlo le trae vivas ciertas memorias auditivas que casi la ensordecen. ¿Qué oye? La tos que suena la transporta a otra, a la de Farag, la que le impidió años atrás hacerse oír cuando le llegó el turno de decir «Entiendo, acepto», la tos que le tapó la voz la noche antes de dejar Granada, cuando…

La otra mano de Lepanto
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