64

Sigue la carta

El capuchino o teatino, o el fraile que éste sea, puso los ojos en blanco y se echó a orar con un fervor que parecía de enloquecido. Le pregunto:

—¿Ya?

No me escucha.

—Bien, usted ha terminado, yo continúo con mi relación, que es la carta para un amigo…

Y aquí estoy, terminando de escribírtela, Avendaño, enfundada te llegará de olor a santidad por la intromisión de este santo. No quiero distraerme más, que el sueño me ha venido a visitar, creo que en mala hora, porque empiezo a escuchar a más despiertos. Sólo debo entonces agregar una cosa que debo aún decirte, y despedirme… cuando siento que ahí está el fraile, este chinche, diciéndome:

—¿Y ya escribiste tú que: «Es la cosa más hermosa y admirable del mundo el ver tantas galeras llenas de flámulas y gallardetes, de variados colores cubriendo la mar, haciendo un muy ancho y espacioso bosque de entre ambas partes»? Anota, hijo, ¡anota!

¿Pues de qué habla este hombre? ¿Y por qué se dice mi padre?

Y de lo primero, le pregunto: «¿Dice usted hermosa y admirable, un muy ancho, de qué habla que no le entiendo, padre?». Y de inmediato me contesta:

—Al comenzar la batalla, hijo, no había cosa más hermosa de ver que lo que te estoy diciendo. Escucha…

¡Ay, Avendaño, que el fraile quede hablando solo y yo fingiendo que anoto, que quiero terminar antes que sea la chusma completa quien venga a dictarme! Además, como digo, ya el sueño llegó y me agarra de la nuca…

Retomo donde habíamos quedado, para ya acabar presto. Que la Marquesa, cuando llegamos, parecía tener más de hospital que de galera. Varios de sus hombres habían sido muertos en la lucha, y ahí varios quiere decir cuarenta. Los pusilánimes como Doria no tienen empacho en sacrificar a sus soldados; con tal de no rayar sus tablones están muy prestos a perderlos por docenas. La nave daba grima. Todo estaba en desorden, y nadie cuidaba de separar los vivos de los muertos, ni de atender a los que hacía necesidad. No parecía del bando vencedor. Aquí no había llegado ninguna minúscula ráfaga del espíritu de nuestra gran victoria. Por otra parte, la Marquesa no tenía capitán, el tal Pietro Sancto o no sé tanto —como le apodaban sus hombres: «¿Sancto él?, ¡no sé tanto!»— ya se había ido a visitar a sus ancestros, y en los que acabábamos de abordarla no había ninguno que pudiera ser designado para el cargo que no fuera María la bailaora, porque todos éramos o gallinas o pedazos de principales. Que todos lo supiéramos, ella era la única que había hecho un gran papel en la batalla, pero siendo mujer quedaba descargada de cualquier capitanía. Un favor le hubiéramos hecho, que no habría podido concentrarse como lo hacía en su duelo:

—¡Tengo un muerto!, ¡tengo un muerto! —grita como una loca—. ¡Mi querido, mi corazón, mi cielo, mi amigo, mi amor, mi amado está muerto!

«¡Ay!», me lamentaba yo adentro de mí, «¡esto sólo empeora las cosas, y agria lo poco que no estaba agriado! Lo único que nos faltaba era esta hembra gritando, desgañitándose en sus lamentos». Peleaba como un varón, lloraba como mujer y aullaba como una loba.

No se detenía. El mismo empeño incansable que había mostrado echando mano de la espada estaba ahí, el mismo vigor y la vehemencia y la pasión que nos había enseñado en Nápoles, la María esa no se contenía. Porque «¡Dale, dale, dale…!» —como ella había bailado, ¿quién no la vio y la admiró en las plazas de Nápoles?—. Yo le preguntaba adentro de mí: «¿Qué te da, María, un muerto más, un muerto menos? ¡Mira abajo de ti, no la mierda pegajosa del fondo de la galera, asoma la vista hasta el agua! ¡Sobre el mar hay cientos, flotando! ¡Fíjate bien en ellos, que están a punto de hundirse! ¡Mañana tal vez ya no los verás más!».

Y en eso estaba yo también equivocado. Que todo Lepanto es equivocarse solamente. Mequivocomequivoco. Aquí nadie pone el dedo en la llaga, porque todo dedo es llaga puesta, todo dedo es el mochado, y el que no llega a tronchado es ulcerado. Mira, mira, María, María, qué más te da, uno menos… Alza tu mirada y ve, cuántos hay en línea, no los llorará un corazón bravo como el tuyo. Descuenta los heridos, los mutilados, si no tienes gana de ayudar a alguien con sus heridas. Descuéntalo, y anda.

Pero nada de descontar, que chillaba como una loca, diciéndole mil palabras de dolor a su muerto.

Éstas me han hecho un efecto que debo anotarte. Comencé a escribirte, más que para cumplir con la promesa de hacerlo, porque el corazón no me cabía adentro y la lengua se me salía de la boca, como un perro, de lo agitado que estaba. Pero oírla chillar me ha enfriado el corazón y encogido la lengua. ¿Pues qué tienen las mujeres que le ponen tantísima pimienta al caldo y nos escaldan el paladar y nos arruinan el guiso? Sí, sí, ya sé que ellas mismas son la pimienta, que sin las bellas qué desgracia sería la vida, pero ¿y el caldo?

Me dejo de lenguas y caldos. Yo bastante tenía con lo que tenía como para ponerme a atender esto o aquello. Pero pronto cambió todo, que los no heridos que venían con nosotros, rápido revolcaron, cambiaron, hicieron y ordenaron, echando los muertos a la mar y poniendo a los sobrevivientes a atar cuerdas, de modo que en breve nos habíamos reunido con los nuestros en lo que era entonces la mayor labor: robar de las naves vencidas cuanto hay de algún valor, cuidando de liberar a los cristianos que todavía estaban atados a las cadenas, que un par había todavía a los remos, de atar turcos a las mismas para suplirlos y de rebuscar oros y más cosas.

La bailaora dejó de gritar porque se llevaron a su hombre los médicos, que dijeron que le coserían las heridas. ¡Coser podrán mis huesos, pero cómo remendar ese cedazo!

Como yo tenía ya mucho conmigo, y ya no quería atender a más, pretextando un malestar cualquiera, del que ahora ya ni me acuerdo, me tendí en la crujía. Bajo ésta había una especie de bodegüela. Abajo de mí, te cuento, un hombre enfermo de malaria gritaba como un furioso. Tú dirás que en qué me ando fijando si uno u otro grita, y más estando aquí la cosa como te cuento, que aunque la gritadora se hubiera callado y desvanecido, los heridos bastaban por quejones, y además todavía me resonaba en los oídos el estruendo de la pólvora que recién acaba de pasar —y no anoto los ladridos chillones del perro de don Juan de Austria, que a los que estábamos cerca de la Real nos traspasaron los oídos—. Pero lo que él gritaba (un tal Saavedra, que así le decían todos, aunque a él mismo le daba por gritarse «¡Cervantes!») te lo tengo que poner aquí, amigo mío, porque es parte de lo que no me deja dormir. No te lo voy a repetir como él lo dijo, porque ni me acuerdo ni quiero. Lo voy a decir con las palabras que aquí me vienen, que ya más dormido que despierto, me siento poeta. Poeta y con musas, aunque musas sean los gritos del que digo. El tal Cervantes clamaba manos:

«De mis manos tronchadas brotan manos, ríos de manos rojas.

¿O es sólo una la mano? De mi sola una mano rota brotan seis manos. Ahí se quedan. Seis manos tengo donde una vez tuve una completa.

¡Fuera ropa! ¡A remar he dicho! ¡Castigo con el azote!

¿Con qué mano azoto? ¿En qué mano me azotan?

¡Da! ¡Pega!

Los doce: disparen, apunten, ¡fuego! ¡El último fuego en lugar de cena!

¡Maldita sea la malaria que mana manos de la manca…! ¿O son dos las mancas?

¡Sangra!

¡Arillo! ¡Apunten el gatillo!

¡Ayyy! Este maldito sudor me llora en los ojos, ¡no veo! ¡Vengan a parpadearme! ¡Que me parpadeeeeeen, les digo!

¡Parpadeo! ¿Paso mi mano para limpiarme el ojo? ¡No veo, digo! ¿No ven que no veo? ¡Cuál no veo! ¡Cuál mano! ¡Cuál tengo! ¡Sangra! Brota mano de la mano, te digo.

Soy la Carcayona para servirle a usté, mi príncipe. ¡Las dos soy, mis turcos! ¡La ley!

¡Que no me corten la mano! ¡Pago pero no me la corten! ¡Pagaré lo que sea! ¡Rodrigo, hermano mío! ¡Paga, paga, Rodrigo! ¡Págales ya que ya me la están serruchando! ¡Entra y sálvala, sálvame la mano, Rodrigo!

¡Tírales a estos bellacos una moneda!

¡Al peso, la moneda! ¡Al bellaco, la salchicha! ¡Salchichas y monedas a los perros bellacos, y chorizos! ¡Un chorizo te doy, y tú me das mi mano! ¡No me la cortes!

¡No me cambien mi mano por un arcabuz!

¡Rájame la mano! ¡Inmovilízala! ¡Atúsala, que carcayonamente yo creo, creo en Dios padre, mano! Échame fuera de España. Creo, igual creo. Un solo Dios. Un solo altísimo. Un solo padre. Un solo hijo. Un solo Espíritu Santo. ¡Una sola mano!

Creo tanto en tantos únicos que por lo menos son tres, y la mano. ¡La mano!

¡Creo, creo y creo!

¡Me faltan tres manos!

Tengo tres manos, las tres arcabuceadas, abiertas como flores despertadas… ¿Despiertan las flores, cuando se abren sus botones, o siguen dormidas, nomás petalotas?

¡Flor abierta y rota a un mismo tiempo, mi mano sangra!

¡Que no me la corten!

¡Que no, que yo no conozco a Sigura, maldito albañil de mierda!

¡Me batí en duelo porque su hijo y yo en las calles de Sevilla jugábamos

con un año de más,

con un año de menos,

con un culo perdido,

en un barco marino!

¡Quién no va a ver, dígame!

¡Yo no, yo no, yo no!

¡A nadie lo convierte en puto un espadazo! ¡En Sevilla quien no nefando peca no sevillanea!

¡Déjenme en paz! ¡A ustedes qué!

¡El orden, el orden lo cargo yo, pasa eso, tengo tres manos!

¡Las puertas del cielo están abiertas para los sin manos, para los que tienen cinco manos, seis cerraduras tengo, las llaves son mis dedos!

¿Cuántos me quedan?

¡Manos! ¡Las puertas del cielo están abiertas para los sin manos!»

Yo, que ya no le aguantaba sus estúpidos gritos delirantes —que no eran como te confesé, tal como estos que escuchas, sino de otros, palabras rotas las más por su delirio—, le contesté, por atajarlo:

—¡Las puertas del cielo están cerradas para los cobardes, abiertas para los valientes! ¡Y tener o no tener mano cuenta para maldita la cosa, que no habrá cómo cogerlas para abrirlas!

Lo hice nomás citándole lo que los capellanes han andado diciendo a voz en cuello en la batalla, y añadiendo unas poquillas de palabras de mi cuenta. Pero el hombre sólo me oyó para recomenzar en su principio, siguió su delirio sin que ya nadie lo escuchase:

«¡Sangra! ¡Mi mano sangra! ¡Me rompo por el camino de la mano atusada!

Nadie, nadie me dará la mano, nadie.

Nada.

Tengo cuatro manos. Camino el mundo como un perrillo, y ladro. Ladra mi mano, ladra sangre. Todo ladro, escupo por la mano, por el muñón de lo que fue mi mano.

Pierdo mi mano para gloria y suerte de Dios Padre, y ahí se la encomiendo. Le encomiendo las dos manos. Le envío por el momento un trozo de la izquierda. ¡Que la tome la ley, que a la ley le pertenece! ¡Para su mayor gloria, por el camino de los arcabuzazos, el de Sigura, segura Sigura, el que se deje promete!… y el delirio se perdió en el silencio».

Y de pronto calló. Y, Avendaño, el Carriazo te lo ha anotado todo, que estoy fatigado y como una veleta me dejo llevar por lo que me zumbe más cercano. Y miento.

Pero debo concentrarme. Si yo, que aquí lo cuento, pierdo el cuento, ¿qué nos queda? El generalísimo bailaba, y el último de los soldados alucinaba con manos extras y manos menos, convertido por momentos en un insecto de esos que tienen más de muchas patas, y con un tris tornado en gusano, que ésos ni a patas llegan. ¡Nadie conservaba consigo un ápice de cordura!

Eran las cuatro de la tarde, la batalla se dio por terminada, y perdón si me repito. La armada turca estaba destruida. El saqueo propiamente dicho comenzó. Mientras navegábamos viento en popa buscando qué otra nave turca limpiar en nuestro provecho —en la nuestra se apilaban los candelabros de bronces, las salseras, las servilleteras de plata, las monedas de distintas denominaciones, las prendas de seda, los aretes, las cadenas de oro, lozas muy diversas, pipas, bases para pipas, tenazas de la cocina, navajas de afeitar, bacinillas, frascos de perfume, una cantidad verdaderamente abominable de vasos y botellas, algunas de brandy—. En una de ésas que alcé el tronco, vi en una galera vecina, más baja que la nuestra, a un cura preso de un fervor curioso: había desatado el lazo de su sayal y lo ataba al cuello de un infiel. ¿Una venganza, una enseñanza, una amenaza? ¿Es que el turco se negaba a tomar el remo y el cura quería hacerlo entrar en razón? ¿Es que el cura intentaba convencer al turco de cuál es el Dios bueno? ¿Es que vi mal?

¡Lepanto es un infierno, amigo! ¡Habías de haber estado conmigo aquí para ver a cuánto puede llegar un hombre, qué olvidadizo puede ser de su naturaleza hombril, qué cerca sabe estar de la fiera, cuán poco lo guía la razón!

La noche llegó lluviosa y cargada de ventarrones.

Antes de dormir, oía yo murmurar a voces que nuestra victoria se debía a una sucesión de milagros. ¡Milagros! ¡Milagro es que yo, que no nací para ganar una moneda, ni para conseguir por mi pulso ningún cometido, sea rico! ¡Y a costa de qué, por qué casualidad, dejando a cuáles dos niños pobres! ¿Llamarás milagro a mi suerte? Yo no me atrevo.

¿Te dije ya que después de que conseguimos la victoria ha habido un desorden inmenso?

Al comenzar esta carta te hablaba yo de no querer traernos a ti y a mí más líos, y te dije que aceptaría que me cayera encima otro, si fuera otra carga de oro, pero ya que he revivido lo que fue la batalla, me desdigo. No quiero líos y tengo más oro del que pueda imaginar saber gastar.

Ve planeando adónde iremos, dónde nos hospedaremos, qué mujerzuelas visitaremos, qué triquiñuelas plantaremos.

Tuyo,

(Firma ilegible, letras minúsculas, trazos nerviosos. Ni con mucha imaginación puede uno leer en ella «Carriazo»).

La otra mano de Lepanto
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