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Carta de la relación de la muy famosa batalla de Lepanto, que escribe al vuelo el Carriazo a Avendaño. Da noticia de María la bailaora y otros sucesos tan inverosímiles como verdaderos. Incluye las conjeturas sobre cierta cabeza, la relación de Ruz en su propia voz (o ladrido), los gritos delirantes de Saavedra y la interrupción celestial de un sacerdote

Puerto de Petela, el 7 de octubre de 1571

Estimado amigo:

Debido a la naturaleza de lo que aquí estoy presto a escribirte, tomo la prevención de esconder tu nombre y el mío, que ni tú quieres meterte en líos, ni yo tener más que mis ya muchos. Aunque, confieso, si más trae más de lo que aquí contaré que fui a encontrar y que es muy mi hallazgo y muy mío, sí quiero. Quiero, y quiero. ¡Y recontraquiero!

Para que no te quepa duda de quién soy, te recuerdo que por un azar con faldas (lo hermosa que era, ¿haces memoria?) dimos a conocernos camino a Salamanca, adonde nuestros padres nos habían enviado a la universidad, deseosos de que ampliáramos nuestros conocimientos, y de que yo soy quien te disuadió de que nos desviáramos a un destino más interesante, más favorecedor, más atractivo e incluso más confiable, los saberes se esconden siempre detrás de neblinas y polvaredas. Las aventuras que corrimos juntos las conoces de sobra. Nadie más que tú y que yo tendrá conocimiento dellas, ni habrá quien sepa nuestros nombres, que un par de años después nos presentamos de nueva cuenta ante nuestras respectivas familias, diciéndonos muy latinos.

¿Latinos? ¿Gramáticos? ¿Qué tal las apuestas que cruzábamos en las famosas almadrabas, donde van los príncipes a refocilarse, los vagos a divertirse y las truchas a caer proveyendo a los príncipes de recursos, a los vagos de comida y modelo y al lugar de nombre? Que almadraba es la manera alárabe de pescar truchas, amigo, venlo a saber, si in situ, absorto en las muchas obligaciones que impone la vagancia, no tuviste manera de aprenderlo. ¿Verdad que te recomendé una buena vida? En lugar de acariciar perezosos el vademécum —pues los más de los que atienden la universidad no tienen con éste más relación que la que se estila con una mujerzuela, le llaman «estudiar» a pasarle encima las yemas de los dedos, y esto muy de vez en cuando, porque sus criados son quienes les llevan y les traen el cartapacio conteniendo sus libros y papeles, aligerando a los amos de tan penosa carga—, nos deslizábamos ágiles, saltando de taberna en taberna, jugantes jugadores, sin mayor preocupación que ganar la mano en una barbacana, arrebatar la partida de la taba o llevarle a quién la ventaja en las ventillas. ¡Los naipes, amigo mío, los naipes son mejor uso del tiempo que andarse quebrando la cabeza en declinar latinajos! Ya basta de hacerte recordar quién soy, quiero arrojarme a relatarte lo que quiero contar pero sin apresurarme, porque si me adelanto no podré explicar cómo fui a caer en esta atarazana, como les dicen los ladrones a sus escondrijos. En plena mar abierta, sin haber hoyancos, ni cavas, ni cuevas abiertas, atarazanado estoy. A cielo raso, rodeado por una mar que millas a la redonda está rojo de la sangre que corrió a raudales, y yo atarazanadísimo. Aún flotan miembros humanos o bultos que podemos llamar cadáveres mutilados —algunos hasta parecen tener dos cabezas, sus sesos de fuera— y una multitud de restos de naves, trozos de remos, armas rotas, velas desgarradas, aljabas, turbantes, carcajes, flechas, arcos, rodelas, cajas muy diversas, incluso valijas. Si puede uno decir de los cadáveres que algo son además de ser cadáveres, diré que hay croatas, dalmacios, eslavones, búlgaros, albaneses, transilvanos, tártaros, tracios, griegos, macedones, turcos, lidios, armenios, georgianos, sirios, árabes, licios, licaones, númidas, sarracenos, africanos, jenízaros, sanjacos, capitanes, chauces, rehelerbeyes y bajanes. ¿No gustas la enumeración para hacerle versos a un poema? ¡Te la cedo!

Aún sale humo de la Florencia, la galera que tuvimos que hacer arder por estar su casco perforado de balas como un cedazo. No tenía remedio. Se recuperó de la Florencia la artillería, las velas, las jarcias, los remos, lo demás se dio por muerto. (La Florencia, de los caballeros de san Esteban, parte de la escuadra del Vaticano, fue cercada simultáneamente por cuatro naves infieles que la atacaron con especial saña; perdió todos los soldados, catorce hombres solamente quedaron vivos y todos malamente heridos; murieron León, Quistelo, Bonagüisi, Salutato, Tornabuoni y Juan María Pucini, caballeros de san Esteban que pelearon con ardor infatigable; sobrevivió su capitán Tomás de Médicis). (Y otra más de la Florencia: que oí decir de algún veneciano que así se cumplió un pronóstico que se había hecho de que en el año de 1571 el duque de Florencia perdería Florencia a manos de los turcos; se alega ahora que el pronóstico era correcto, que una Florencia se perdió, así fuera de palo; yo digo que es muy fácil leer el futuro cuando éste es cosa ya del pasado, decir que todo iba a ser como tal y tal decían que sería y para mí que este es el caso).

Más galeras hemos hecho arder, una que recuerdo porque había encallado malamente en los pantanos que por todas las costas nos rodean y era muy hermosa y dicen que era de las de Uchalí. Fue una pena, porque es de las mejores que se han visto.

Comenzaré por el principio para que entiendas de qué te hablo y para que contarte lo que aquí quiero decirte me traiga algo de serenidad. Es noche cerrada, el temporal de truenos es lo único que nos cobija; los hombres, que hace un santiamén exaltados lloraban a gritos por los amigos muertos o abrazaban con risotadas a los vivos, duermen. Yo ni lloré a gritos, ni risotée a los vivitos y coleando, y no puedo ni he podido cerrar los párpados, supongo que es por lo recio que cae el agua y por el viento y los relámpagos que me hacen creer que el mundo entero se va a hundir. Debo hacer cierto orden en mis desordenados pensamientos, si así se les puede llamar a estos necios que me rebotan en la cabeza sin dejarme atar un cabo con otro o siquiera formular mis frases bien completas.

La victoria llegó hace cosa de doce horas. A las cuatro de la tarde se anunció el triunfo, y como te digo lejos está la hora en que raye el sol de mañana. La batalla acabó, y no sólo de palabra, fue tan contundente y de súbito como hubo comenzado. No queda un solo moro o turco o enemigo posible con el cual podamos batirnos. Los más de ellos están muertos, los otros muchos, esclavos, y unos pocos huidos con el maldito Uchalí llevándose, traidores, el estandarte de los caballeros de Malta. No pudo el Uchalí cargar con su Capitana; aunque lo intentó, huía llevándola atada a su popa cuando el marqués de Santa Cruz le dio caza. En lugar de responder al ataque, viéndose acosados por la galera Guzmana de Nápoles, que capitaneaba el capitán Ojeda, los cobardes del Uchalí cortaron los cabos de la maroma con que traían atada a la de Malta y echaron a correr, si así puede uno decirle al andar presto con remos y velas. Apenas pudo, el marqués de Santa Cruz —o don Álvaro de Bazán, como prefiero decirle en mi memoria, que más años usó ese nombre— en persona abordó la Capitana de Malta y lo que encontró fueron trescientos cadáveres alfombrando la cubierta, dicen que todos ellos de turcos, aunque esto me deja perplejo porque ¿por qué turcos? ¿Para qué? ¿Los llevaban a bailar a dónde?

Hablando de turcos, te escribo en papel turco, amartillado y brillante por la tintura o apresto que ellos le ponen. La punta de mi pluma corre con tal facilidad que me siento el más expedito de los escribanos. ¡Mi pluma es de las que caminan por las aguas!

Interrumpiéndome a mí mismo (si se puede llamar interrumpir esto que me he hecho antes de haber comenzado) me pregunto una cosa: si todo lo que era de los turcos aquí muertos o prisioneros es ahora nuestro, ¿también serán de nos sus pecados? Si es el caso, con lo que predicaron los capellanes que estos monstruos han hecho, estamos ya ardiendo en la cazuela, ni tiempo para prepararnos para las llamas del infierno. En lo tocante a la cazuela turquesca, lamento no haber asistido a más lecciones de teología en Salamanca, pues no sé cómo enfrentar el arduoso dilema que me veo obligado a repetirte: si sus pecados son nuestros, como todo lo que fue suyo, si el santísimo Papa nos bañó y recontrabañó con indulgencias plenarias regándolas indiscriminadamente en Mesina sobre todos los combatientes, ¿qué pasará con nuestras almas, las herederas de todo el mal de los infieles? ¿Infierno o no infierno habemos? ¿Hemos de considerar que todos sus horrípidos pecados son mortales? ¿Pero por qué hacerlo, si no entremedió entre sus actos y su conciencia el sacramento del bautismo? Descontemos a los renegados, que los hubo a mares. El renegado peca y de manera muy mortal. ¿Pero el infiel, quien no conoce la verdadera fe?

Ves que tengo razones varias para escribirte, que el dilema que te pongo bastaría —ya que a los ojos del mundo somos colegas en Salamanca, ¿con quién sino contigo he de discutirlo, sobre todo a sabiendas de que otros colegas salmantinos no tengo?—, pero hay más. No abundaré en tantos mases que hay, porque debo contarte cómo pasó lo que pasó, y que no es puro menos por cierto.

Prometí reseñarte con todo detalle cómo se desenvolvía la contienda y cuál era el aspecto de los dichos turcos. Tu mayor interés era que yo me manifestase sobre las diferentes estrategias, lo de los turcos venía como adenda. Pero tú sabes que no soy nada bueno para guardar promesas, y de sobra que no puedo proveerte de los detalles dichos porque es mucha mi ignorancia en los asuntos de la guerra. Me dijiste: «Mira, presta atención, observa y escribe». Vi, cuando se podía, los pedorreos de la pólvora lo oscurecen todo; observar no hubo cómo, que nunca se abrió un momento de reposo, y lo que sí fue es que puse mucha atención cuando brincaba de una cubierta a la otra para no resbalarme, buscando cómo poner el pie donde estuviera menos aceitoso. En cuanto a los turcos, vi más de ellos muertos que vivos, y muertos no hay gran cosa que decir dellos: ni hablan, ni se mueven, ni tienen más costumbres que irse hundiendo poco a poco en el mar y luego de hacerlo comienzan a salir poco a poco a flote, se juntan unos con los otros y se sospechará que comienzan a pudrirse mientras los mordisquean los peces. ¡Pero no tires esta carta, te prometo que no escribo para compartir pedorreos, agitaciones, sentones o cadáveres! Ni la batalla ni los turcos son la esencial razón por la que aquí apresurado te escribo sin haberme siquiera cambiado la camisa, incontinente. En esto de la contención, mis esfuerzos he hecho; respiro hondo antes de comenzar cada frase; «Calma», me digo, «¡calma!».

Una cosa más agregaste. Me dijiste «Carriazo» —porque Avendaño te llamo a ti y tú a mí de esa manera, nos moteamos como nos vino en gracia cuando andábamos en la brega, haciendo caso omiso no sólo de las órdenes y aspiraciones de nuestros padres sino incluso de los nombres que nos pusieron en el bautismo—, «Carriazo», me dijiste, «conociendo como lo hago tu natural, no te burles antes de tiempo, ni desprecies sin saber qué es lo que desprecias». Te doy un aviso: que aquí no valían ni temperamentos ni distracciones. Fuimos de pronto como los ojos muchos de Argos, metidos quiéralo o no en el mismo quiéralo uno o no.

Y cierro el tema de los turcos con ésta: de ellos he aprendido una cosa, que llaman a nuestro señor Jesús «el espíritu o el aliento de Dios» y que dicen que descendió del cielo para asistir al Islam antes de la Consumación Final. ¿Qué es la Consumación Final y qué entienden ellos por Islam? Imposible decírtelo. Esto que aprendí fue porque lo repetía un galeote al tiempo que remaba. Lo decía en claro español y luego se lo volvía a decir a sí mismo en su lengua, que no sé cuál era. Miraba sus pies, nadando en mierda, como los de todos los galeotes, y lloraba diciéndose con un tono que daba pena de oír, tan hondo era su lamento: «¡Estoy sucio, estoy perdido!», y lo repetía en la nuestra y en su lengua, así como explicaba en su doble voz cómo deben de ser sus abluciones, que los turcos son muy escrupulosos en esto, según entendí. Cuando defecan, se limpian con tres piedras limpias, mientras dicen extraños rezos.

¿De nuestras tropas, qué te puedo decir? Que en su mayoría, sin que importe gran cosa qué lengua hablan o de qué país provengan, vienen muy mal vestidos, mal armados y son muy desobedientes de sus oficiales. La mayor parte, además, son muy muchachos. Ya sé que no me pediste te hablara de los nuestros, y esto no sé si fue porque lo olvidaste, pero es entre los cristianos donde me he visto todo el tiempo, y qué puedo escribirte sino de lo que vi, oí, presencié.

Una cosa me deja el corazón tranquilo en esto de romper contigo la promesa de contártelo todo: ten por seguro, amigo mío, que tu natural curiosidad se habría hecho añicos si hubieras visto lo que yo. Sólo querrías no saber nada más, ni de turcos, ni de batallas, ni de mares —por lo menos de la nuestra—, ni de cristianos. Hoy he deseado lo que nunca antes: tomar un bergantín inglés y mudarme a donde nadie hable ninguna lengua razonable, ni vista prenda alguna, y me tiene sin cuidado que sea tierra de caníbales, mucho me folgaré entre inocentes antes de que me llegue el turno. Si me ponen sobre la cabeza plumas coloradas, me sentiré tan elegante como un don Juan de Austria con sus blancas y azules.

Y una que tengo ganas de contarte, que me he acordado por lo de los penachos. Que antes de comenzar el combate, don Juan de Austria subió a una navecita ligera —diré que la única que restaba por aquí, porque las hizo desaparecer a todas para impedir que los cobardes encontraran una manera cómoda de huir por piernas si se ponían difíciles o muy ahumadas las cosas— y fue repartiendo rosarios, medallitas de la Virgen, escapularios, monedillas, y cuando ya nada tenía para regalar dio con dar su elegante sombrero y sus dos preciosos guantes, uno separado del otro para que más rindieran. Uno de estos cayó en las afortunadas manos de un galeote. El capitán del barco —no te digo el cómitre, sino el propio capitán— le ofreció cincuenta ducados a cambio del dicho guante, y el esclavo (como si fuera el caballero más pintado) rechazó las monedas y prendió el guante a su bonete. Así que, hablando de penachos, hubo uno que se lanzó a batalla empenachado de bastardos dedos reales.

En cuanto a mi camisa —que no la he olvidado, para que veas que no es puro descuido escribirte en el estado en que la traigo, ¡si la vieras…!—, no soy el único que la lleva encostrada y negra. Con los ojos que me conoces y que todavía son dos, lo que allá entre ustedes es tan normal que hasta decirlo es bobo, pero que es aquí motivo de intenso alegramiento; allá dos ojos son algo que uno da por sentado; acá, dos, contándolos uno al lado del otro, son casi un milagro, ¡pero no saquemos esa palabra a cuento, por Satanás, no!… Estábamos con los ojos, que dejé la frase a medio hacer, y con la camisa (que también dejé de lado a medio hacer), y a ellos vuelvo: te iba a escribir que vi a don Juan de Austria llegarse a cenar con la camisa negra, y que no era de su propia sangre sino de aquellos que él hirió. Sí tiene una herida, pero en la pierna y no de importancia, dicen que fue una flecha de Aalí Pashá la que le rozó el tobillo. Vete a saber si es cierto, aquí corren voces desatadas con tanta incontención que yo suplicaría a las once mil vírgenes que vinieran, con las bocas bien cerradas como acostumbran, a echar candado en las de los murmuradores. Lo pediría, pero no es lugar éste para vírgenes. (Ni buen lugar tampoco para las no vírgenes, ni para los viejos, ni para los jóvenes, ni para nadie que a mí se me pueda ocurrir, que éste es tan mal sitio que le vale el mote de «Sinlugar», de «Sinlugar» te escribo). Y con el viento que sopla, y este tronar de truenos —¿crees que repito?, por mí que decirlo doble es apenas suficiente, que a uno sigue el otro y hasta se enciman—, no ha quedado un minuto de la noche en paz, toda ha sido ululeos de Eolo y amenazas de horrendos punzos. De los punzos, quiero decir los truenos, y de esos te digo que yo no dejo de pensar que bien que nos puede caer uno encima, que no veo por qué no si pegan reiteradas veces en la mar y luego pintan líneas como otros tremendos horizontes… ¡Una cosa siniestra, horrenda! Eso me gano por ver y por haberme quedado con todas las partes de mi cuerpo en su sitio… ¿Será por eso que tantos perdieron sus ojos?

Así que diciéndote lo que decía, debo corregirme y decirte que aquí hasta los tuertos somos Argos.

¡Ah, amigo, los ojos son lo de menos! Son innumerables nuestros soldados que han quedado mutilados o estropeados, unos sin brazos, otros sin piernas, muchos con horrendísimas lesiones. ¿Y eso con qué rayos lo explicas? ¿Lo llamarías «milagro»? ¿O a quién pedimos que venga a hacerles retoñar miembros y narices?

Tú sabes ahora mejor que yo quién demonios soy yo. Tú, mi mejor amigo, mi confidente, mi cómplice, lo sabes. En lo que a mi conciencia toca, pasadas las nueve horas de la batalla no sé bien decirte dónde fue a parar. Sobre todo las tres primeras me dejaron con la sensación de que soy otro. ¡Que otro soy y que otro es el mundo! ¿Adónde regresaré, adónde volveré si vuelvo? Soy otra persona, también —pero no únicamente, créemelo, contigo no tengo por qué andarme con fingimientos— también porque soy infinitamente rico. ¡Rico, muy rico! El dinero no nos faltará más nunca. Estoy que no puedo atemperarme, calmarme, y ya te lo solté antes de explicarte cómo. Súmale a la muy generosa suma que la emoción de la batalla fue de tal naturaleza, intensa, extensa, abundosa, que no sé cómo he de poder retenerla, darle forma, hablar de ella para que sea algo más que esta confusa marejada buena sólo para contraer mareos de los que tumban.

¿Cómo fue que todos nos contagiamos de este extraño, incontenible exaltamiento? ¿Cómo lo explico? ¿Algo ilustra a recordar que, cuando apenas salió el sol, don Juan de Austria visitó nuestras naves en su veloz fragata? Venía acompañado solamente de su secretario, Juan de Soto, y su caballerizo mayor, don Luis de Córdoba, un crucifijo en mano —uno pequeño, de marfil—, daba la última revisión a las tropas, rectificaba posiciones y nos alentaba, diciéndonos: «A morir hemos venido y a vencer, si el cielo así lo dispone. No deis ocasión a que con arrogancia impía os pregunte el enemigo, “¿Dónde está vuestro Dios?”. Pelead en su santo nombre; que muertos o victoriosos gozaréis la inmortalidad. Hoy es día de vengar afrentas, en las manos tenéis el remedio de vuestros males, moved con brío y cólera las espadas». Luego repetía, variando un poco las palabras: «Mis niños, estamos aquí para conquistar o para morir. Mueran o venzan: de cualquier modo serán inmortales».

La otra mano de Lepanto
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