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De cuáles fueron las averiguaciones del Pincel en Mesina, en burdo redondeo

… que como no llegaban ni don Juan ni los proveedores, ya los de Mesina murmuraban, corrían lúgubres comentarios, y el descontento era generalizado. En este clima, hubo grandes escándalos y verdaderos tumultos por la rivalidad natural entre italianos y españoles. La chispa que encendió el tonel fue que un día, bañándose cierto soldado español, de nombre Alvarado, varios italianos lo insultaron groseramente. Alvarado, como de tal nación, sacó la espada y se aventó sobre los ofensores. Como llegó ahí la justicia de la isla para poner un alto al zafarrancho, Alvarado siguió a sus enemigos a su nave. Esperó a que subieran a bordo. Silencioso, subió a la galera, y una vez ahí, se arroja sobre ellos, ciego de ira, y acuchilla a cuanta gente del barco se opone a su paso. La policía de Mesina no tenía jurisdicción sobre la galera, y así les llamaran los soldados pidiendo ayuda, nada podían hacer que no fuera apresurarse a entregar el informe a la autoridad correspondiente, el general veneciano Marco Antonio Colonna. Alvarado, aún rabioso, es detenido, llevado directo a Colonna, quien lo condena a las galeras. La medida causó gran enfado entre los soldados españoles, juzgaban que Alvarado se había vengado en justo derecho («¿O qué, van a poder burlarse de nosotros sin haber remedio?»), pero no podían hacer más que vociferar, porque su número, en comparación con los de otras naciones, era todavía muy menor. La orden de Colonna también alborotó a los italianos, quienes sabiéndose más numerosos, dieron rienda suelta a su odio y se soltaron a perseguir españoles. El general Colonna, por proteger a los menos de los más, ordenó que encerraran a los españoles en sus alojamientos, lo que les causó todavía mayor enfado, por lo que, desobedeciendo las órdenes, se armaron esa misma noche y salieron de nueva cuenta a cazar italianos, tomando a algunos desprevenidos y cortándoles el cuello. En respuesta, y para detener de una vez por todas el mal en que había caído la tropa, Colonna hizo ahorcar a un español, Mucio Tortona.

Colonna no había sabido calmar, sino alebrestar la discordia, y también había hecho de las suyas con los mesinenses, aunque aquí con mayor disculpa, porque en medio de lo que se ha dicho recibió la nueva de que su hija había muerto en Roma y en señal de duelo hizo pintar de negro toda la flota pontificia y cubrir con fúnebres crespones las vistosas enseñas, los coloridos escudos e incluso los faroles. Los mesinenses —sicilianos y por lo tanto muy supersticiosos— vieron en esto un fatal agüero, y como un reguero de pólvora corrió el rumor de la inminente llegada de los turcos, de lo que Colonna no tuvo noticia, porque trastornado de dolor por la pérdida se había encerrado en su cámara.

Ésos eran los ánimos cuando por fin arribó el esperado don Juan de Austria. Colonna salió a recibirlo, y los miserables mesinenses se volcaron a las calles, gritando «¡Que no vuelvan los pontificios, que nos traen la mala suerte!», «¡Fuera los barcos negros!». Algunos de los españoles que habían dejado en tierra, que poco y mal entendían el siciliano, ensordecidos además por las campanas de la ciudad que repicaban desde el momento en que se supo que quien venía era don Juan de Austria y no los turcos, creyendo entender que era a España a quien los mesinenses ofendían con sus consignas, armaron una trifulca, de donde resultó el soldado herido de muerte que María el Pincel encontró abandonado en la callejuela. Pero ya entonces el pueblo se había agolpado a ver el fastuoso arribo de don Juan de Austria, aplacados los desórdenes en el momento en que —cuando la flota se encontraba ya muy cercana a tierra— un oficial trepó a lo más alto del palo mayor de la Real, deteniéndose únicamente con sus piernas, zarandeó la bandera de santa Bárbara, arrancando aplausos entre los de Mesina, que corrieron la buena nueva por todo el puerto. Al son del zarandeo, los artilleros de la flota prepararon los botafuegos, y en cuanto el oficial que iba en lo más alto del palo mayor de la Real bajó la bandera, tronaron los cañones y demás piezas de artillería. La armada pareció desaparecer como por encanto bajo una densa nube de humo blanco. Los cañones del fuerte de Mesina respondieron al saludo, el ruido fue ensordecedor. ¿Quién iba a acordarse de haber dejado tirado en un callejón a un soldado agonizando?

Fin a las averiguaciones del Pincel.

La otra mano de Lepanto
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