León, Cesáreo. (Éste se quita los guantes con presteza y los arroja sobre el banco de cerrajería.)
León. (Con fría urbanidad.) Siento que venga usted a este almacén, lugar tan impropio para visitas... Hubiera ido yo a donde se me designara...
Cesáreo. Aquí estamos bien, señor... (Vacilando en el tratamiento.) Creo inútil... y tonto... que nos engañemos dando yo a usted un nombre que no es el suyo. De antiguo nos conocemos, Antonio Sanfelices.
León. (Con gran tranquilidad, en pie.) Ése es mi nombre. A punto estuvo usted de conocerme aquel día en la sala de Alto-Rey... El polvo de carbón me sirvió de máscara...
Cesáreo. Tras el velo negro creí ver el rostro del que fue mi amigo, del que dejó de serlo... no por culpa mía.
León. Por mi culpa, es verdad. Muchos amigos dejaron de saludarme. Algunos, pocos, me favorecieron con un trato de pura fórmula.
Cesáreo. Yo fui de ésos.
León. Nuestro trato había sido hasta entonces muy cordial. Nos tuteábamos.
Cesáreo. Cierto.
León. Y aun pareció que quería usted distinguirme con una benevolencia de pura fórmula.
Cesáreo. Benevolencia que tú... (Vivamente, con transición de la rigidez a la sinceridad.) Perdone usted: siento vivas ganas de tutearle ahora como antes... Me sale de dentro.
León. Y a mí.
Cesáreo. No porque el tuteo sea más familiar, más íntimo, sino porque es...
León. Más rencoroso...
Cesáreo. Más expresivo...
León. Puede uno desfogar su pecho...
Cesáreo. Sí, sí... Pues decía yo que no merecías mi benevolencia.
León. Yo creo que sí la merecía.
Cesáreo. Hoy, con el mismo sentimiento compasivo miraría yo tu mengua... Pero resulta que no te avienes a llevarla solo, y quieres compartirla con una familia ilustre...
León. (Inalterable en su tranquilidad.) No doy ni quito mengua, ni con nadie la comparto, porque no existe.
Cesáreo. ¿Que no existe? ¿Quién la ha borrado?
León. (Con orgullo y convicción.) Yo la he borrado, yo. (Insistiendo.) Digo que yo la he borrado, y basta. Si la conciencia humana no pudiera ennegrecerse y limpiarse como esta cara mía, que viste tiznada de carbón y ahora ves blanqueada por el agua, no seríamos hombres, seríamos animales.
Cesáreo. Retóricas... Eso se dice.
León. Y se hace. Puedes creerlo, puedes dudarlo. No tengo interés en convencerte.
Cesáreo. Si, en efecto, lavaste tu afrenta, ¿por qué no procuraste que así lo comprendiese tu tío el Marqués de Tarfe, el noble anciano que...?
León. Por escrito le dije lo mismo que de palabra te he dicho a ti. Pero no me creyó. Como tú, me dijo: «Retóricas.»
Cesáreo. ¿Sabes que murió tu tío?
León. Lo sé.
Cesáreo. ¿Sabes que en su testamento no te dejó ni el más pequeño legado?
León. Lo sé. No esperaba herencia ni legado. Y la verdad, no sentí la preterición de mi nombre en el testamento. Me satisface más vivir de lo que he adquirido con mi trabajo. Cada uno tiene su manera de borrar lo que fue, para dar mayor vida y realce... a lo que es.
Cesáreo. ¿Y de la causa que se te formó no tienes noticia reciente?
León. Si no recuerdo mal, me dijo el Marqués al despedirme, que se había sobreseído la causa. Supe que mis compañeros de infortunio fueron absueltos libremente. Por absuelto me tuve también.
Cesáreo. Pues no lo estás.
León. ¿Lo sabes tú?
Cesáreo. Antes de venir aquí, quise conocer los antecedentes jurídicos de Antonio Sanfelices. En el Juzgado vi que el expediente no está sobreseído, y que fácilmente se le pone en tramitación.
León. ¡Pues no te has dado poca tarea! ¡Tanto interés en contra mía! ¿Es por la justicia? (Con severidad.) No: es porque amo a tu hermana.
Cesáreo. Por ambas cosas. Por la justicia en el concepto general, por la justicia en mi propia casa. Con una acción sola impongo castigo a quien lo merece, y corto el paso al hombre manchado que pretende entrar en mi familia.
León. ¡Y con ese fin desentierras mi proceso... y le das impulso en Madrid, y aquí te rodeas de autoridades serviles para consumar tu obra, que quiere ser justicia, escarmiento, preservativo de la familia, y al fin venganza, porque eso viene a ser en realidad!
Cesáreo. Justicia, venganza, preservativo, escarmiento, llámalo como quieras, y entrégate; ríndete ante un hecho contra el cual nada podrás.
León. ¿Que no podré?... Bueno. (Se cruza de brazos y le mira, expresando una calma estoica. Pausa. Cesáreo le mira.)
Cesáreo. (Con expectación.) ¿Desistes?... ¿Te das por vencido?
León. No desisto. Persígueme sin piedad. Cualquiera que sea mi situación, amaré a tu hermana...
Cesáreo. (Sin quitar de él los ojos.) Con amor de ensueño nada más.
León. Con el amor que siento ahora, el cual no se satisface sino haciéndola mía para siempre.
Cesáreo. (Airado.) Te prohíbo nombrar a mi hermana.
León. ¡Si su nombre está siempre en mí, cuando no en mis labios, en mi pensamiento! ¡Prohibirme que piense! Tú a prohibir, yo a pensar, veremos quién gana.
Cesáreo. (Enardeciéndose ante la calma de León.) Esa estudiada calma, esa serenidad burlona no es más que la expresión de un cinismo repugnante que merece castigo, y me veré obligado a dártelo.
León. (Imperturbable.) Muy bien. Pues ese castigo de mis maldades caiga sobre mí. Impónmelo pronto, tú... con tu propia mano. No te importe estar en mi casa.
Cesáreo. (Despreciativo.) Yo no: la ley.
León. ¡Ah! es verdad: ya no me acordaba. Tú, creyéndome deshonrado, no puedes medir conmigo tus armas de caballero... ¿Y para qué habías de exponer vida, si ahí tienes la ley, auxiliar cómodo y barato, y puedes aniquilarme con tu poder feudal sin ningún riesgo? Yo, que nada puedo, sucumbiré, y tú quedarás triunfante, con la satisfacción de haberte librado de un enemigo sin derramar ni una gota de sangre, sin un rasguño, sin la menor molestia...
Cesáreo. ¿Qué quieres decir? ¿Que temo batirme contigo?
León. En otras circunstancias no lo temerías. Hoy, ¿para qué habías de temer lo que no necesitas?... Pues ni con el duelo, si el duelo fuera posible, ni con echarme a los lobos de la Curia, conseguirás que yo desista. No sabes, no podrás saber nunca, Cesáreo, a dónde llega mi resistencia. El día en qué creíste reconocerme, tu hermana dijo: «No es aquél, Cesáreo; es otro.» Gran verdad salió de aquel divino labio. No soy aquél: soy otro.
Cesáreo. Palabrería, orgullo, afectación. (Contiene su ira; trata de dominar a León en otra forma, sugiriéndole ideas de amargura y desesperación.) Si la ley te coge en su garra y no te suelta, que no te soltará, caerás en grande abatimiento... perderás tu negocio... no volverás a ver a mi hermana, ni oirás siquiera su nombre. Ninguna ilusión te consolará, y el amor mismo se te ha de convertir en un vacío angustioso, que te inspirará el horror de la vida. Tus días serán solitarios, tus noches serán lúgubres. No te quedará más consuelo que el sueño, el eterno olvidar, el eterno dormir.
León. (Calmoso, risueño.) Ya veo tu idea. Y es ingeniosa, Cesáreo... Claro, no me queda más que una solución: el suicidio.
Cesáreo. No es solución: es fatalidad.
León. ¡Ah, Cesáreo, qué mal me conoces! He padecido tanto, tanto; he llevado la carga de la vida en condiciones tales, que el vivir era para mí lo mismo que llevar a cuestas un cadáver... Pues aunque llegue a ser mi vida más abrumadora de lo que fue, aunque sobre ella pongas los desconsuelos más negros y las tribulaciones más horribles, subiré con ella a todos los calvarios. No, Cesáreo: yo... no me mato. (Se sienta impávido.)
Cesáreo. (Aparte, confuso, paseándose.) ¡Duro como una peña!
León. Si contabas con mi suicidio, desecha esa esperanza... Busca otra.
Cesáreo. (Fogoso, con arranque de sinceridad.) ¿Cuál? ¿Por qué camino desaparecerás y se perderá de vista tu existencia...?
León. Por ninguno. Todo lo soporto: deshonra, miseria, cárcel. De todas esas muertes resucito.
Cesáreo. María te olvidará.
León. María no olvidará a su maestro.
Cesáreo. Se avergonzará de haber querido a un criminal.
León. Nunca. María cree en mí.
Cesáreo. Dejarás de verla.
León. Esperaré.
Cesáreo. A ti y a ella, por medios distintos, quitaremos toda esperanza.
León. ¡Abolir la esperanza! ¡Pues de Dios se dice que no quita la esperanza, y la vas a quitar tú!
Cesáreo. (Exasperado gradualmente, su ira va creciendo hasta llegar al paroxismo.) Yo no consiento, no puedo tolerar, no quiero, no quiero que entres en mi familia.
León. No tengo interés... Con tal que tu hermana entre en la mía...
Cesáreo. (Cegándose más.) Infame, soy caballero y castigaré tu insolencia.
León. Yo soy estoico, y no temo ningún castigo.
Cesáreo. Cínico: pues no te rindes, expiarás los delitos que cometiste y quedaron impunes.
León. Está bien; es justo. Pero ni por ese medio, ni por el duelo, que como caballero no puedes aceptar, ni por el suicidio, que yo rechazo, te librarás de mí. No te queda más recurso que el asesinato... Asesíname, si te atreves. (Sin perder su serenidad, se levanta.)
Cesáreo. (Frenético, disparado ya y con rabia impulsiva.) ¡Pues sí: me atrevo... el asesinato... el crimen! (Ciego, se precipita hacia el banco de cerrajería que está tras él, y palpando busca un arma.) ¡Te mato... villano!... ¡Muerte!...
León. (Acercándose.) ¿Buscas un arma? (Señalando al estante, en el cual, entre variedad de herramientas, hay cuchillos, limas y hacha.) Ahí tienes. Escoge lo que te parezca mejor. Yo estoy desarmado.
Cesáreo. (Exaltado, buscando.) Esto... (Coge una lima y la suelta con repugnancia.) No: esto no. (Coge un hacha.) Esto... tampoco. (Lo arroja con desdén.)
León. ¿Ves? No puedes. Tu naturaleza rechaza la brutalidad... Y hay en mí una fuerza ante la cual tu orgullo acaba por rendirse.
Cesáreo. Sí... tu cinismo.
León. No: mi razón... la razón que me asiste.
Cesáreo. (Pasándose la mano por los ojos.) No sé qué es esto. (Cae desalentado en un banco, por la brusca sedación que sigue al desmedido esfuerzo.) No es cobardía; no me creerás cobarde. (Se lleva la mano al rostro. Aparecen por el fondo don Rafael, María, y tras ellos tres personas (que no hablan), Cirila, otra criada, el sacristán de la parroquia sin sotana, que trae un saco de damasco rojo con ropas eclesiásticas y varios objetos de culto envueltos en telas, crucifijo, candeleros, libro de ritual. Entran sin ser vistos en las habitaciones particulares de León por la puerta lateral del foro. María permanece en escena.)
León. (Acercándose a Cesáreo.) Sí lo eres. Valiente serías para matarme. Te falta valor para reconocer que eres injusto. (Acércase María lentamente.)