VICTORIA, sola, meditabunda.
¡Qué hombre, qué trazas de inferioridad! Y en eso, ¿hay un alma? (Pausa.) Sí que la habrá, ¡y quién sabe si Dios prepara en ella algún maravilloso ejemplo de su poder infinito! (Asaltada súbitamente de una inquietad nerviosa.) Dios mío ¿qué es esto?... Pasó la ráfaga por mi mente... He sentido el chispazo que precede a las resoluciones formidables... No, no puede ser... Soy víctima de una alucinación, sugerida por el orgullo... No, no. (Riendo.) ¿Cómo puede ser que yo...? ¡Demencia, ilusión loca de mover las montañas, de ablandar entre los dedos el bronce, de convertir los males en bienes! Ya, ya cesó. (Serenándose, se pasa la mano por la frente.) No siento ya la llamarada... ¡Vaya qué cosas se me ocurren! ¿Y por qué había de consumar yo sacrificio tan espantoso? ¿Por devolver a mi padre la tranquilidad, la estimación, el crédito?... ¿Pero yo qué tengo que ver con el crédito, ni qué significa eso para mí, para quien lleva estas tocas, este rosario, esta cruz? (Reflexionando.) En ningún catecismo se habla del crédito... en ningún libro místico he tropezado jamás con esa palabreja. Por amor se apuran los cálices más amargos; por amor se acometen difíciles empresas, desafiando con semblante risueño la vergüenza, el dolor, la muerte misma; por amor se truecan las espinas en rosas, el miedo en confianza, las tribulaciones en alegrías inefables... Pero por el crédito... (Rehaciéndose.) Jesús mío, no permitas que mi razón se turbe.